Cuando se avasallan derechos económicos

diciembre 5, 2011 · Imprimir este artículo

Cuando se avasallan derechos económicos

Por Tomás Linn

 

MONTEVIDEO.

Si un gobierno pisotea los derechos civiles y políticos de un ciudadano, la condena será inmediata y unánime. Pero si, en cambio, interviene en las libertades y los derechos «económicos» de un ciudadano, la reacción será más laxa y hasta se le concederá permiso a ese gobierno para hurgar en bolsillos ajenos.

El camino iniciado por la Argentina, similar al de una Venezuela que le lleva mucha delantera, es muestra de ello. Que una persona no pueda, con el sencillo trámite de ir a un cambio, pasar su dinero a dólares es una dura restricción a una libertad que le es inherente. Sin embargo, medidas así son consideradas parte de una inexorable política económica (necesaria o no, acertada o no) y no un atropello. Pesan muchas culpas y abundan los «lugares comunes» instalados desde siempre en la sociedad. La tiránica «corrección política», tan de moda en estos tiempos, reafirma esa manera de mirar las cosas.

Ninguna situación económica, por crítica que sea, autoriza a un Estado a entrometerse con los ingresos generados por quien trabajó para obtenerlos. Suele decirse, como justificación, que se pretende frenar a los avaros multimillonarios que se la llevan toda fuera del país. Y como los seres humanos somos proclives a comprar teorías conspirativas, adherimos a las medidas hasta descubrir que esos multimillonarios siempre encuentran la forma de zafar y los perjudicados son los asalariados, los profesionales, los trabajadores. En otras palabras, «los nabos de siempre», los que pagan las cuentas del país, pero nunca son considerados.

Es que aceptar la tesis de que es posible limitar sólo los derechos de quienes son considerados villanos es peligroso. ¿Qué garantías tiene un sobrio y conservador diario a expresarse si le cercenamos la libertad a un panfleto amarillista y gritón? ¿O una persona honesta, si le negamos al presunto delincuente el derecho a un juicio justo? ¿O el asalariado, el profesional o el obrero respecto de su estabilidad económica, si aprobamos la persecución arbitraria a los que tienen más?

Las medidas aplicadas en la Argentina y Venezuela, similares a los nefastos controles de cambio que en los años 60 y 70 devastaron a la región, pretenden evitar el lavado de dinero y la fuga de capitales como si fueran la misma cosa. Sacar la plata de un país y llevarla a otro, ya sea para invertir o depositar, no siempre es «lavado» de dinero. Lavar es hacer aparecer como legal un dinero obtenido por vías delictivas (corrupción, narcotráfico). Para quien ganó su plata de forma legítima y siente que en su país no hay estímulo a la inversión, es lícito llevarlo a otro lugar. Y más lo es cuando un gobierno no da cuenta de lo que hace con lo recaudado por tributos o lo destina a gastos demagógicos y clientelísticos o muchas veces al enriquecimiento personal de sus jerarcas.

Los que se quejan son los que necesitan hoy unos dólares para cerrar un trámite, preparar un viaje, pagar una cuota. Estas situaciones los ponen nerviosos porque viven en un país con una larga historia de confiscación de ahorros ajenos. Una persona trabaja, gana su sueldo, paga sus impuestos, pero ya no es libre de hacer lo que quiere con el resto de su dinero. Ni con su vida. Es que regular a tal extremo el cambio de moneda es una manera de limitar opciones. También es un modo de cerrar la frontera. Sin dólares, nadie viaja, nadie sale del país. El cerco a la «fuga de capitales» se convierte en un cerco a la gente.

Basta ver lo que pasó en Venezuela, con medidas aún más draconianas que las argentinas y donde los medios, por ley, no pueden informar sobre la cotización en el mercado libre. Si algún venezolano desea viajar al exterior debe hacer engorrosos trámites para que se le autorice gastar hasta 3000 dólares para compras con tarjetas de crédito, 400 dólares para compras por Internet (para usar este cupo no es necesario viajar) y entre 500 y 300 dólares en efectivo. Esos montos para consumo en el exterior (y en un único viaje) son el tope máximo y se reduce según adónde se va y por cuánto tiempo. Recibido el permiso, no se puede pedir más por el resto del año. Una vez retornado, el viajero puede ser llamado a mostrar los comprobantes de sus compras, lo que obliga a guardar todas las facturas como si fuera un vendedor viajante que debe justificar sus viáticos. Sólo que en este caso, el dinero es suyo.

Cuando un Estado obstaculiza el libre movimiento de su gente, se entromete con sus proyectos y sus sueños, limita sus posibilidades de crecimiento y desarrollo, va más allá de lo admisible en una democracia.

Es como si el Estado -sin orden de un juez- entrara una noche a la cocina de mi propia casa en el momento en que, con mi esposa, discuto el presupuesto familiar: cuánto va para los gastos fijos, cuánto para la escuela de los chicos, cuánto para hacer mejoras en la casa, cuánto para las vacaciones y, si sobra algo, cuánto en previsión de la vejez. Pero con el Estado adentro, ya no decide la pareja.

El ciudadano es soberano cuando toma decisiones políticas y es igual de soberano cuando toma sus propias decisiones económicas. No hay que sentirse culposo ante estas medidas: por definición son arbitrarias y avasallan libertades esenciales.-
El autor, periodista, es columnista de la revista uruguaya Búsqueda.
Fuente: La Nación, 03/12/11.

Comentarios

Algo para decir?

Usted debe estar logueado para escribir un comentario.