El mundo de los libros usados
agosto 1, 2015 · Imprimir este artículo
Larga vida a las librerías de viejo
Por Héctor M. Guyot.
Recuerdo con felicidad el tiempo en que trabajé como encargado en una librería de viejo. No sólo por las sesiones de lectura que me deparaban las tranquilas horas de la siesta, sentado detrás del mostrador, sino también por la posibilidad de conocer personas de lo más extrañas. Con muchas de ellas me unía el amor por los libros, la creencia de que entre sus páginas se escondían respuestas o revelaciones que podían hacer más rico e interesante al mundo. Entraban a la librería como posesos, en procura de algo. Hurgaban en la filosofía, la historia, la astrología o la literatura, y pasaban una eternidad ante los estantes hasta encontrarlo. Como en la vida, sólo con el hallazgo descubrían qué habían estado buscando.
Las librerías de viejo son organismos vivos que crecen y se desarrollan en el tiempo. En cada compra, el librero decide qué títulos entran y cuáles quedan afuera en esa suerte de biblioteca abierta que muta sin descanso. Pero al perfil de una librería de viejo lo dibuja el azar. En ellas los libros no vienen de fábrica, al ritmo previsible de las novedades editoriales, sino que llegan como una prolongación de los avatares de vidas privadas marcadas por viajes, separaciones, mudanzas o el simple afán de renovarse. Son libros con un pasado. Y son también parte de un pasado que quien los vende quiere dejar atrás.
En aquella librería estaban los que compraban y los que vendían. Eran clubes distintos. Sólo compraban y vendían alternativamente los lectores de novelas pasatistas, a las que no les concedíamos la dignidad de los estantes, sino que relegábamos en las bateas, en dulce montón. A veces con insolente ingratitud, hay que admitir: quien pescaba allí con olfato podía dar con excelentes policiales de James Hadley Chase, por ejemplo.
Los que vendían podían llegar con tres libros en una bolsa de supermercado o con una valija repleta. El momento en que empezaban a poner los ejemplares sobre el mostrador estaba cargado de expectativa. Podía aparecer cualquier cosa. Había que ser selectivo y comprar sólo la buena literatura y aquello que tuviera posibilidad de venta. Por apego o por ignorancia, la gente sobrevaloraba lo que traía. Pero el dueño del local, un buen amigo que velaba por la supervivencia del negocio, me dio la fórmula justa: todo libro se pagaba la mitad del precio al que después iba a ser vendido. Lo tomas o lo dejas, y todos contentos.
Me gustaba ir a las casas a comprar bibliotecas. Aunque allí también debía seleccionar, y daba pena separar impunemente lo que el difunto había tardado toda una vida en reunir. A veces la operación se ejecutaba ante la viuda. «Llévese todo, por favor -podía escuchar uno-. Yo no sé para qué juntó tanto si no llegó a leer ni la mitad.»
Entre los que compraban había de todo. Recuerdo un hombre silencioso y circunspecto que pasaba una vez por mes a la pesca de primeras ediciones de Borges. Era un coleccionista respetado. Estaban también los que depositaban en mí la responsabilidad de la búsqueda.
-Acabo de terminar La montaña mágica -me dijo una vez una mujer mayor, pañuelo de seda alrededor del cuello-. Una maravilla. Ahora necesito algo tan elevado como eso.
-¿Probó con Tolstoi?
-Odio a los rusos.
En casos así yo cavilaba unos segundos y me dirigía hacia los estantes de literatura. Elegía entre lo que hubiera, por intuición. Cuando acertaba solía ganar, además de un cliente fiel, un confidente que en sucesivas visitas iba abriendo de a poco algún aspecto de su vida, siempre al calor de Hemingway, Haroldo Conti o Carver.
Aquél fue un gran trabajo. Había momentos de soledad e introspección en los que leía. Cuando entraba gente, los mismos libros me daban la posibilidad de socializar. Un equilibrio perfecto. Además de buenos recuerdos, me quedan de aquella experiencia tres tomos con la obra completa de Chejov y un librito de poemas de Richard Brautigan, en inglés.
No sé qué destino espera a las librerías de viejo. En medio de la revolución tecnológica, diría que los pronósticos no son favorables. Pero aún somos muchos, presumo, los que las mantendremos con vida. Mientras no dejemos de buscar, seguiremos acudiendo a ellas. No tanto para enrolarnos en una improbable resistencia como para dar con ese libro inesperado que nos devolverá, una y otra vez, a la felicidad y el asombro.
Fuente: La Nación, 01/08/15.
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