La Crisis de Irlanda

noviembre 23, 2010 · Imprimir este artículo

  Irlanda, el paraíso perdido

Por Ross Douthat.

 

NUEVA YORK.- Para un turista norteamericano criado con kitsch gaélico e imágenes de la película El hombre quieto, el paisaje de la Irlanda contemporánea resulta algo chocante.

Si uno viaja en auto desde Dublín hasta la costa oeste, como hice yo hace dos meses, todavía encontrará las granjas con techo de paja, los desparejos muros de piedra y las plácidas ovejas que tradicionalmente aparecen en las postales.

Pero a la vuelta de cada colina verde hay una fila de minimansiones construidas casi en serie. Detrás de cada castillo en ruinas, una cascada de condominios. En las somnolientas aldeas de pescadores que se remontan a la época de Grace O’Malley, la Reina Pirata de Irlanda (fue la Sarah Palin del siglo XVI), la mitad de las casas cumplen con los requisitos de origen, pero el resto podría haber sido construido por los hermanos Toll [la mayor constructora de viviendas de lujo de Estados Unidos].

Es como si sólo existieran dos eras en la historia irlandesa: la Edad Media y la burbuja inmobiliaria. En realidad, no es una mala forma de pensar el siglo XX de Irlanda. La isla pasó década tras década aislada, premoderna y rural, y después, en unos pocos años, ¡bum, la modernidad!

Los irlandeses suelen decir que no tuvieron su década del 60 hasta que llegó la del 90, cuando la secularización y la revolución sexual finalmente empezaron en serio en un país que había sido uno de los más conservadores y católicos del mundo. Pero Irlanda se puso al día rápidamente: el cambio económico y social que demandó 50 años o más en muchos lugares se condensó en un único estallido revolucionario.

Hubo un tiempo, no hace mucho, en el que todo el mundo quería adjudicarse el crédito de esa transformación.

Los conservadores partidarios del libre mercado acogieron el rápido crecimiento de Irlanda como un ejemplo de los milagros que pueden lograr el libre comercio, los recortes impositivos y la desregulación. (En 1990, Irlanda ocupaba casi el último lugar en la lista del PBI per cápita de las naciones de la Unión Europea. En 2005, estaba en el segundo puesto.)

Los progresistas y los secularistas insinuaron que Irlanda estaba floreciente porque, finalmente, se había escapado de las represoras garras de la Iglesia Católica, que mantenía los horizontes estrechos y las familias numerosas, y limitaba las oportunidades económicas de las mujeres. (Un trabajo académico sobre este tema, «Anticoncepción y el Tigre Celta», ganó la consideración de Malcolm Gladwell en las páginas de The New Yorker. )

La elite europea consideraba a Irlanda un modelo de los beneficios de la integración a la Unión Europea, ya que cuanto más estrechamente se ligaban los irlandeses a las instituciones continentales, con mayor rapidez crecía su PBI.

Ya nadie habla de todo eso. La burbuja inmobiliaria celta fue aún más inflada que la de Estados Unidos (muchas de esas mansiones están abandonadas, sin terminar), la industria bancaria celta hizo apuestas aún más temerarias, y las deudas de Irlanda -privada y pública- hacen que los problemas presupuestarios de Estados Unidos parezcan manejables en comparación.

La economía irlandesa está hoy en la mente de todo el mundo, pero eso se debe a que el gobierno acaba de verse obligado a pedirle un rescate a la Unión Europea, para que Irlanda no se convierta en el hilo verde que desteja toda la frazada europea.

Si el rescate cumple su función y la situación de Irlanda se estabiliza, la atención del mundo pasará a centrarse en el próximo país al borde del abismo de la Unión Europea, se trate de Portugal, España o Grecia (otra vez).

Pero cuando se recuerde la historia de la Gran Recesión, Irlanda ofrecerá la advertencia y la moraleja más poderosas. En ninguna parte fue más poderosa la imaginación de los utopistas y en ninguna parte sufrieron un revés más doloroso.

Para los utopistas del capitalismo, la experiencia irlandesa debería ser un recordatorio de que los booms más grandes pueden producir las caídas más estrepitosas, y de que la deuda y la ruina siempre siguen de cerca a la prosperidad y el crecimiento.

Para los utopistas del secularismo, la experiencia irlandesa debería ser un recordatorio de que el declive de una poderosa tradición religiosa puede generar decadencia además de liberación. («Irlanda descubrió que la riqueza era un buen sustituto de su cultura tradicional», señaló Christopher Caldwell, pero agregó: «[Ahora] posiblemente estemos a punto de descubrir qué ocurre cuando un país tradicionalmente pobre vuelve a la pobreza sin su cultura»).

Pero los utopistas de la integración europea son los que deberán aprender la lección más dura que ofrece el caso de Irlanda. Las amplias ondas expansivas que la crisis bancaria irlandesa irradió sobre el continente han reivindicado a los euroescépticos que alegaron que la Unión Europea se amplió con demasiada premura y que una sola moneda no podía albergar a tanta diversidad de naciones.

Y las peregrinaciones a Bruselas del gobierno irlandés para pedir limosna han reivindicado a los nacionalistas que temían que la unión económica pudiera significar, a la larga, sometimiento político. El yugo de la UE es más liviano que el yugo del Imperio Británico, pero Irlanda ha vuelto a tener, de todas maneras, una suerte de estatus de vasallaje.

En cuanto a los propios irlandeses, su idílica iniciación en el capitalismo global ha terminado, y ahora probablemente entiendan un poco mejor la naturaleza de la modernidad. A veces, la modernidad parece conceder todo lo que uno siempre ha deseado, y riquezas que superan la propia imaginación. Pero siempre hay que pagar por ello.

 

Fuente: The New York Times/La Nación, 23/11/10.

Traducción de Mirta Rosenberg

 

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