La información digital en riesgo
marzo 9, 2015 · Imprimir este artículo
Vinton Cerf, inventor de Internet junto con Bob Kahn, tiene un punto cuando advierte sobre el cataclismo digital en ciernes. Documentos, correos, imágenes, videos, blogs y la Web en general van a perderse irremediablemente, sentenció hace unos días en la reunión anual de la Asociación Norteamericana para el Avance de las Ciencias. ¿La razón de esta Gran Extinción Digital? Que los programas que usamos para acceder a tales documentos van a volverse obsoletos muy pronto. Cerf llama a este proceso bit rot (putrefacción de los bits), y anticipa que por lo menos perderemos la información de una generación, si no de un siglo. «Los primeros pasos de la humanidad en el mundo virtual se perderán para los historiadores del futuro», asegura.
Esta preocupación no es nueva en el repertorio de Cerf. En el último párrafo de un artículo que publicó hace más de siete años en la revista del Instituto de Ingeniería Eléctrica y Electrónica, imaginó a un individuo que, en el año 3000, trata de leer una presentación de PowerPoint 1997 usando la última versión de Windows. Cerf se pregunta entonces cómo lograr semejante prodigio. ¿Tendremos que preservar todos los programas usados para crear esa información? ¿Habrá que retener también los antiguos sistemas operativos? ¿Harán falta emuladores del hardware?
Mil años pueden parecer una enormidad. Lo son, de hecho. Pero hasta mediados del siglo XX, nuestros registros fueron preservados en sustratos capaces de tolerar esos abismos de tiempo, y más. La arcilla de los sumerios, el papiro egipcio, el pergamino de los romanos, el papel de vitela de la Edad Media, incluso nuestra cotidiana celulosa nos han permitido reconstruir la historia humana con lujo de detalles. Las fotos y el cine sumaron sus invaluables testimonios en el también confiable acetato.
A partir de la digitalización se vino a producir una paradoja, que tiene al menos dos facetas. Por un lado, se simplificó la producción de documentos. Pasamos del rollo con escasas 24 o 36 fotos a cámaras capaces de almacenar miles de imágenes. De la tosca y centenaria máquina de escribir nos mudamos al veloz, dúctil e incansable procesador de texto.
Por otro lado, sin embargo, para reproducir estos documentos digitales deben intervenir tecnologías complejas. Mientras la página impresa no necesita computadora ni Windows, un simple documento de Word, un MP3 y cualquiera de las fotos que sacamos a diario exigen cerebros electrónicos y software para revelarse. De otro modo, son simples cadenas numéricas sin sentido.
«Estamos tirando todos nuestros datos despreocupadamente a un agujero negro sin darnos cuenta», alerta el veterano matemático e ingeniero en sistemas. En el corazón del problema está que las máquinas y programas que usamos hoy serán en 20 años piezas de museo. ¿Cuántas computadoras nuevas pueden hoy leer un disquete? Ninguna. Fue abandonado en 2003. El CD y el DVD están transitando un lento pero inexorable eclipse.
Luego están los formatos de archivos. Los JPEG son hoy los reyes, pero el día menos pensado se convertirán en una rareza. Las bases de datos -estructuras fundamentales de nuestra época, pese a que nos resultan en general invisibles- también pueden envejecer, lo mismo que los sistemas operativos (Windows, Mac, Android, Linux y sigue la lista). Casi todos hemos experimentado el calvario de pasar los datos de una agenda digital a un smartphone. Fue sólo el comienzo.
Al ominoso escenario se añade el que muchas de las tecnologías usadas para producir y reproducir la documentación de nuestro tiempo son propietarias. Si la compañía detrás de estos protocolos desaparece o si esa tecnología es discontinuada, las posibilidades de acceder a los datos se reduce en consecuencia.
No obstante, hay una luz de esperanza. Aunque parece presuroso, el proceso de obsolescencia es paulatino y los formatos y medios más populares (los JPG, pongamos) quizá puedan actualizarse a tiempo, antes de caer en el olvido.
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La eterna paradoja de la duración de los datos
Por Eduardo Giordanino.
En el museo vemos algunos pedazos de arcilla cocida sumeria de 4000 años de antigüedad. Ahí están los inventarios de cereales, censos de población y el poema de Gilgamesh. Miramos las fotos de nuestros tatarabuelos, cuyos rostros y vestimenta aparecen con gran definición en tonos sepia sobre un duro cartón. Algo distinto ocurre cuando miramos nuestras primeras fotos digitales: contornos borrosos y colores quemados, muchas no pueden imprimirse ni mucho menos ampliarse. Si en el siglo pasado grabamos eventos en Súper 8 o en MiniDV, debemos recurrir a los servicios de migración a digital para poder ver nuestros recuerdos. Así, somos capaces de leer la partida de nacimiento de nuestros abuelos, pero cuando queremos abrir un documento digital que creamos hace 10 o 20 años podemos pasar horas buscando el decodificador adecuado. A veces logramos recuperar el texto, pero perdemos el diseño, las tabulaciones o las tildes; de cursivas y negritas ni hablemos. La pesadilla aumenta cuando se trata de otro tipo de archivos, por ejemplo planillas de cálculo o bases de datos. Es la eterna paradoja de la duración de los soportes de información.
Es probable que muchos recursos digitales no puedan ser usados en el futuro. La información electrónica puede ser alterada, puede volverse inutilizable por la degradación del soporte de almacenamiento, o por el cambio en las tecnologías del hardware o el software. La migración de formatos y la emulación de programas son algunas estrategias para evitar estos inconvenientes, junto con los metadatos, que aseguran su supervivencia para el futuro.
—El autor es profesor de Registro y Organización de Materiales Editoriales de la UBA.
Fuente: La Nación, 09/03/15.
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