Bill Watterson (Andrews McMeel Publishing)

En 1985, los lectores de diarios de Estados Unidos conocieron a un terrible niñito. Volvía loca a su madre (“prepárate para la aniquilación, desgraciada terrícola”), atormentaba a una compañera de clase diciéndole que había traído un “termo lleno de flemas” para el almuerzo, y tenía un letrero sobre su dormitorio con la leyenda: “Entre y muera”. Millones de personas se enamoraron de él.

Publicada en cientos de periódicos durante la siguiente década, “Calvin y Hobbes”, de Bill Watterson, no era sólo la más extraña historieta estadounidense. Era también la más divertida, la más tierna y la más profunda.

Pero en 1994, en el pico de su popularidad, Watterson, que rondaba los treinta y tantos, decidió retirarse. Poco y nada se ha escuchado de él desde entonces, a pesar del notable éxito de convocatoria de una retrospectiva de su obra organizada el año pasado por la Biblioteca y Museo de la Historieta Billy Ireland de la Universidad de Ohio. El catálogo de la muestra, Exploring Calvin and Hobbes (algo así como Explorando Calvin y Hobbes), que salió a la venta en Estados Unidos en la segunda semana de marzo, nos permite tener una idea más acabada del trabajo de Watterson, así como del misterio de su retiro.

A primera vista, se trata de una tira acerca de la amistad entre un brillante e inadaptado chico de seis años, Calvin, y su tigre mascota, Hobbes. El “truco” es que cuando otros personajes están presentes, Hobbes es un animal de peluche, y cuando este y Calvin están solos, Hobbes es un alegre e ingenioso compinche del pequeño. La historia puede ser así entendida en varios niveles: como un comentario sobre la riqueza de la imaginación y la fuerza subversiva de la creatividad, o sobre el irreconciliable conflicto entre los deseos íntimos y las realidades del mundo exterior. Cuando Calvin ve un monstruo con forma de hojas de árboles que lo persigue para tragárselo, su padre ve el montículo de hojas que su travieso hijo está desparramando por el jardín, después de haberlas rastrillado durante toda la tarde.

Dos cosas diferencian a esta tira del resto. En primer lugar, su calidad artística, desde la amplia paleta de colores (los domingos) al dinamismo y fisicalidad de las figuras dibujadas con pincel. Calvin y Hobbes tienen una conversación sobre un tobogán que se desprende de los labios de un mongol, o estiran sus brazos para hacer equilibrio al cruzar un arroyo sobre un tronco vacilante, o saltan de un cuadro a otro de la tira mientras pelean entre ellos. Calvin está dibujado con la simplicidad de un Charlie Brown, pero los dinosaurios que pasan por su mente están dibujados con el marcado claroscuro del realismo fotográfico de los comics de los años 50. Las fantasías de Calvin son siempre más vívidas, más reales que la realidad.

Bill Watterson (Andrews McMeel Publishing)

El verdadero tema de la tira son estos sueños: la ciudad de Stupidopolis, que Calvin construye—y luego destruye—con castillos de arena; el Transmogrifier (de hecho, una caja de cartón), que le permite convertirse en un tigre como Hobbes; los esfuerzos de El Hombre Estupendo para evitar los deberes, y los del Astronauta Spiff (“erguido precariamente sobre un chorreante montón de pasta pútrida”) para eludir las comidas preparadas por la madre de Calvin (para el desayuno, éste prefiere un cereal llamado Bombas de Azúcar de Chocolate Helado).

De estas situaciones aflora una visión social y filosófica, asistemática pero profunda. El fallecido politólogo James Q. Wilson describió a “Calvin y Hobbes” como “nuestra única explicación popular de la filosofía moral de Aristóteles”. Wilson quería decir que el orden social se basa en el auto-control y la postergación de la gratificación, algo que está más allá de la capacidad de Calvin, que piensa que “la vida debería ser más como la TV” y que él está “destinado a la grandeza” haga o no haga sus deberes. Su deporte favorito es “Calvinball”, en el cual él tiene el derecho de cambiar las reglas a medida que avanza.

Día a día, Calvin choca contra la evidencia de que el mundo no está construido acorde a sus (nuestras) reglas. De una u otra manera, todo humor nace de nuestra resistencia a esta evidencia.

¿Tomó Watterson la decisión correcta al interrumpir “Calvin y Hobbes” hace 20 años? “El mundo de la tira parecía completo”, dice el dibujante en la entrevista de la Biblioteca Ireland. No quería simplemente dedicarse a “cortar el césped”, volver a pasar por terreno ya transitado.

De haber seguido dibujando “Calvin and Hobbes”, Watterson habría enfrentado enormes desafíos. Internet ha destrozado los medios; ya no hay cientos de periódicos independientes en los que un caricaturista pueda sindicar su trabajo.

Y el actual clima cultural podría haber hecho más difícil para Watterson pintar la vida imaginativa de un niño de manera realista. Calvin no sólo fantasea con dinosaurios que vuelan F-14 sino también con destruir su escuela con un tanque. En cierta ocasión le dice a Susie Derkins (su vecina, rival y amor secreto): “Debe ser frustrante saber que los hombres son más grandes, más fuertes y mejores en pensamiento abstracto que las mujeres”. Que todas estas sean bromas importa muy poco; los responsables de imponer las reglas del buen gusto no son conocidos por su sentido del humor.

Por eso uno siente una doble nostalgia al releer las tiras de Bill Watterson: primero, por un artista que es probablemente el más grande que ha dado el género. Segundo, por la cultura de la cual él habló, que en muchas maneras era más libre que la nuestra.

— Caldwell es un editor senior de la revista The Weekly Standard.

Fuente: The Wall Street Journal, 22/03/15.

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