Meritocracia en crisis: ¿El fin de una utopía equivocada?

febrero 17, 2013 · Imprimir este artículo

Meritocracia en crisis: ¿El fin de una utopía equivocada?
Por Luciana Vázquez

Sueño de toda sociedad ilusionada con un sistema justo de posicionamiento social, hoy el modelo educativo meritocrático está en el banquillo de los acusados, cuestionado por elitista e inequitativo; pero, ¿es necesario renunciar a la meritocracia en pos de la inclusión?

La ciudad de Nueva York también tiene su Nacional Buenos Aires. Es el Hunter College High School, en pleno Manhattan, una secundaria más que centenaria, gratuita, de financiación pública, altamente selectiva y, como el Buenos Aires en la Argentina, una de las más prestigiosas de Estados Unidos.

Cada año, miles de chicos de sexto grado venidos de todos los rincones de Nueva York, de todas las clases sociales y siempre que hayan logrado superar con gran puntaje las pruebas nacionales estandarizadas de evaluación, se presentan para sortear el segundo obstáculo que los separa de una de las ofertas educativas de mayor calidad en el mundo: el examen de ingreso para entrar a Hunter. Pero el cupo es descorazonador: de los 4000 chicos que rinden el examen, sólo entran 185. Los que obtuvieron las mejores notas en el ingreso.

La repetición de ese ritual selectivo durante décadas convirtió a Hunter en uno de los ejemplos indiscutidos de meritocracia en Estados Unidos. Al menos hasta 2010.

En junio de ese año, un alumno de Hunter, un chico negro de Harlem llamado Justin Hudson, fue el encargado de dar el discurso de egresados del secundario. Todos quedaron boquiabiertos.

El chico Hudson habló de la «culpa» por un privilegio inmerecido. De la injusticia que implica definir el destino de chicos de once años en un solo examen. De la desigualdad de origen -chicos de familias acomodadas versus chicos venidos de familias más humildes, sin recursos para pagar profesores particulares que los preparen para el examen- que condena a los más humildes a la derrota y hace pasar a los chicos ricos por más inteligentes, por más meritorios.

La anécdota la cuenta el periodista estadounidense Christopher Hayes, él mismo egresado de Hunter, en su libro Twilight of the elites. America after meritocracy, lanzado en 2012 en Estados Unidos. Twilight of the elites es un trabajo potente y crítico sobre una vaca sagrada de la maquinaria social, la meritocracia.

Los cuestionamientos contra la meritocracia se vienen apilando y Hayes pone sobre la mesa dos de los aspectos cada vez más criticados. Por un lado, la injusticia fundacional que en la práctica enmascara todo sistema meritocrático no importa si aplicado al mundo educativo o al mercado de trabajo. Por el otro, el fin de la movilidad social y la acentuación de las desigualdades que acarrea, con elites cerradas que se complacen en su autorreproducción. La ilusión meritocrática se está desvaneciendo.

El dilema local

El tema resuena en la Argentina. Es evidente: nuestro país no es Estados Unidos, donde la competencia implacable entre los mejores en pos de ganarse un lugar en la elite es vista como naturaleza. La Argentina tampoco es Singapur, donde el mérito educativo -la carrera enloquecida tras las mejores notas- determina sin vueltas las posiciones laborales, la posición social y el éxito. Lo cuenta Andrés Oppenheimer en ¡Basta de historias!

En la Argentina, la meritocracia se juega más bien en valores implícitos añorados antes que en los rituales diarios de la sociedad. En la práctica los mecanismos clásicos de la meritocracia -exámenes de ingreso, sistemas de reconocimiento según el desempeño educativo, evaluaciones de desempeño profesional como instrumento de avance en la carrera- están muy en desuso, o muy discutidos.

«Este trimestre Luli va a ser la abanderada», le dice la nena de quinto grado a su mamá, y agrega: «Los papás se separaron. Y el trimestre que viene, va a ser Pili. la mamá se murió». La anécdota la cuenta una especialista en educación, al comentar el peso que tiene hoy la meritocracia en la escuela. Sabemos: los abanderados en primaria ya no se eligen según una noción clásica de mérito. Llevar la bandera puede ser a veces un premio al mejor compañero o una herramienta de compensación emocional, no importan las notas del boletín.

A pesar de todo, está claro que una cierta moral meritocrática es parte de nuestro genoma nacional, aunque sea como sueño nostálgico de una grandeza que tuvimos y ya no es: la ilusión del título universitario como símbolo del mérito y premio merecido. Y la fe puesta en la utopía del ascenso social a partir de esa oportunidad de esfuerzo educativo al alcance de todos, sin importar su origen social.

Es una meritocracia en versión populista, o peronista: la aspiración de máxima no es incorporarse a las elites, como en EE.UU., sino salir de la clase baja y obtener la carta de ciudadanía de argentino de la clase media. Sin embargo, la herramienta es la misma que en EE.UU. o en Singapur: el mérito, y el diploma o las notas como prueba de ese mérito merecido.

Pero. sorpresa: la meritocracia ya no es lo que era. A la tendencia global que viene cuestionando la meritocracia por sus principios y consecuencias palpables se le sobreimprime un nuevo tótem, el de la inclusión. Una y otra se presentan cada vez más como nociones irreconciliables.

«Si la escuela sólo se centrara en una estricta meritocracia, nos quedan muchos en el camino y en el camino se van a la esquina, y en la esquina no tienen destino.» Así decía el ministro de Educación de la Nación, Alberto Sileoni, el 21 de septiembre pasado en su homenaje a Sarmiento.

No se trata esta vez de un comentario interpretable sin más según una brújula kirchnerista-populista, que piensa la igualdad educativa en términos distributivos. Hay algo interesante en los dichos del señor ministro: la revisión de la meritocracia y de sus efectos sociales está en el aire de la época.

El debate se impone. Si la meritocracia ya no es garantía de justicia a la hora de la inclusión y la movilidad social, ¿hay que descartarla para siempre? ¿O a veces? ¿Está perimida una sociedad de premios a los que se esfuerzan en pos de los méritos?

Espejismo meritocrático

Todo es cuestión de grado: «Una sociedad meritocrática es en principio más justa que una sociedad de herencia». Así lo explicaba hace un tiempo a Enfoques el sociólogo francés François Dubet.

Para que se entienda: es más justo alcanzar un trabajo o un cargo público en función del mérito que en función del apellido o la fortuna. Hasta ahí, la síntesis de las virtudes del modelo meritocrático. A partir de allí, las críticas.

En el caso de la educación básica, por ejemplo, esa limitación está clara. «Es extremadamente difícil -dice Dubet- producir una escuela meritocrática porque el origen social y el capital cultural de los alumnos condicionan muy fuertemente su mérito escolar. El problema es que el punto de partida de cada alumno es muy desigual.»

Lo que pasaba en Hunter pasa en todas las escuelas: los chicos de familias mejor posicionadas social, económica y sobre todo culturalmente corren con ventaja.

En término de Twilight of the elites, la «justificación moral» de la meritocracia -la ilusión de que en ese esquema cada uno obtiene lo que merece- es una falacia. La realidad es otra: «La pirámide del mérito termina reflejando la pirámide de la riqueza y el capital cultural», dice Hayes en su libro.

Y la meritocracia termina convirtiéndose en «una ideología porque sirve para justificar moralmente a los que ocupan las posiciones de privilegio al mismo tiempo que responsabiliza a los perdedores por no haber hecho el esfuerzo necesario para ganar». Así lo explica el sociólogo e investigador principal del Conicet Emilio Tenti Fanfani.

La segunda crítica va directo a las consecuencias prácticas del modelo. «En casi todos los países del mundo que enfatizan la meritocracia, cerca de un cuarto de los alumnos es totalmente abandonado. Esos alumnos van a ser condenados al desempleo, la violencia, la delincuencia, el narcotráfico», sostiene el sociólogo francés.

En el caso de la sociedad en general, Hayes lo pone en blanco y negro: «Aquel que dice meritocracia dice oligarquía». Una casta cerrada que llega por privilegios de origen -ya no el apellido, pero sí el caudal cultural y económico- y luego se dedica a protegerlos. Y como telón de fondo está el gran problema: ¿cómo medir el mérito? ¿Tiene sentido establecer el valor de una persona por el diploma que posee?

La falacia de los títulos

Es curioso: no nos llega desde los griegos aunque lo parece. «Meritocracia» es un neologismo con historia corta. Aunque el concepto mueve sociedades desde mucho antes, la palabra llegó recién en 1958 con la novela del político laboralista y sociólogo británico Michael Young. La llamó The rise of the meritocracy (El ascenso de la meritocracia).

Pero, paradojas: la perspectiva de Young no era una idealización sino una advertencia sobre los riegos de una sociedad imaginaria basada en un modelo de mérito medido por el coeficiente intelectual que domina en una Gran Bretaña opresiva de 2034 y con un gobierno distópico.

Tenti Fanfani, por su lado, trae al debate las ideas del sociólogo inglés John H. Goldthorpe para señalar directamente la imposibilidad de medir el mérito. «Es una noción con una fuerte carga subjetiva -señala Tenti-. No existe un solo estándar de mérito, sobre todo en sociedades complejas donde conviven mercados plurales y diversificados».

Aun si decidimos medir el mérito en función de los títulos, el problema persiste: el concepto de capital escolar está dejando de ser un indicador de conocimiento, y de mérito, indiscutido. Los títulos están devaluados. El mundo de la empresa lo tiene claro. Cualquier empresa que se precie hace alarde de meritocrática. Sin embargo, allí la noción de mérito se despega de los diplomas para incorporar otras variables.

«En una empresa tiene mérito aquel que tiene un buen desempeño y encarna los valores de su organización. El mérito no se reduce a los títulos», dice el especialista en comportamiento humano en las organizaciones y profesor del IAE Rubén Figueiredo.

En ese sentido, los sistema de evaluación de recursos humanos se esfuerzan por incorporar más variables -liderazgo, relaciones interpersonales, trabajo en equipo- para determinar el mérito. Todas variables subjetivas. Y tan discutibles como los títulos.

Está claro: hay consenso en que en la educación básica el modelo meritocrático no debe reinar. Algunos sostienen que debe imperar en la universidad: en la medida en que se compite por bienes finitos, los puestos de trabajo futuros, la meritocracia es un filtro justo. Otros opinan lo contrario. Y está visto, las empresas creen en la meritocracia, pero la ampliación de la noción de mérito no logra reducir su arbitrariedad.

¿Hay que abandonar entonces el ideal meritocrático? ¿Tendrán el Hunter College School o el Nacional de Buenos Aires, por ejemplo, que eliminar sus sistemas de ingreso en pos de una sociedad más justa? No necesariamente.

A pesar de todas las críticas, François Dubet deja bien claro el lugar de la meritocracia en una sociedad: «No es necesario renunciar al objetivo meritocrático porque en principio es justo y además se corresponde probablemente con aspiraciones individuales muy profundas: la gente quiere tener éxito. La gente se apasiona, por ejemplo, con el deporte, un sistema indudablemente meritocrático. La meritocracia es la expresión de la libertad».

La solución es otra. Desde la perspectiva de Dubet, en relación con la educación básica, por ejemplo, un sistema meritocrático puede desarrollarse a condición de que el vencido dentro de ese sistema sea bien tratado. «Podemos tener elites escolares y está muy bien tenerlas siempre que todos los alumnos, incluyendo a los débiles, sepan leer, escribir, contar, manejar una computadora. Entonces sí a la meritocracia a condición de que el triunfo de los mejores no genere la exclusión de los más débiles.»

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En números

58 Alumnos

De cada cien chicos argentinos que están listos para ingresar al secundario y completarlo, sólo 58 logran terminarlo. Esto es en las escuelas privadas. En las instituciones públicas, apenas se gradúan 26 del secundario.

10 Estudiantes

En Santiago del Estero de cada cien alumnos del último grado de primaria terminan el secundario. En la ciudad de Buenos Aires 44 lo hacen y 22 en el conurbano bonaerense.

Inclusivo y meritocrático

Varios de los países con mejores resultados educativos del mundo han logrado la articulación de un servicio educativo público y gratuito de calidad; inclusivo y equitativo y además, con aliento a la meritocracia.

El modelo finlandés

Es un ejemplo en ese sentido. Al contrario, en el caso argentino el sistema educativo se ve fragmentado según el nivel socioeconómico. La falta de inclusión afecta a la meritocracia y la excelencia.

Fuente: La Nación, 17/02/12.

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