No aprendimos la lección de la historia

septiembre 26, 2012

No aprendimos la lección de la historia

Por Alberto Benegas Lynch (h)

 

Estamos perdiendo la república a pasos agigantados, puesto que se les da la espalda a sus tres ejes centrales: el respeto al derecho, habitualmente referido como igualdad ante la ley; la transparencia y responsabilidad por los actos de gobierno, y la alternancia en el poder. Por su parte, la democracia está mutando en cleptocracia. Ahora se apunta a la demolición de marcos institucionales que por lo menos quedaban en pie en la letra. Se pretende aniquilar la «matriz liberal» de nuestra Constitución. Después de años, reaparece la visión autoritaria del proyecto constitucional del rosista Pedro De Ángelis y la también fracasada propuesta de Mariano Fragueiro, en oposición al criterio que afortunadamente prevaleció, de Pellegrino Rossi y Juan Bautista Alberdi. Se recurre a las ideas de Arturo Sampay, estampadas en su libro La crisis del Estado liberal-burgués, que condujo al engendro de 1949.

Nos deslizamos hacia la destrucción de los pilares del Código Civil. De por sí, Alberdi había subrayado que no debió promulgarse, en atención al debido respeto al federalismo, en cuyo contexto destacó el caso de Estados Unidos, que no promulgó Código Civil a nivel federal.

Las libertades están siendo estranguladas. Tocqueville ha escrito que «el hombre que le pide a la libertad más que ella misma ha nacido para ser esclavo». Y no se trata de que alguien de la llamada oposición el día de mañana sustituya al actual elenco gobernante, repruebe los modales, pero mantenga el modelo, léase el manotazo al fruto del trabajo ajeno. No se trata tampoco de esperar que otros sean los que resuelvan los problemas, en lugar de asumir cada uno la responsabilidad por el estudio y la difusión de los fundamentos de la sociedad abierta. Por último, no es cuestión de elucubrar frívolamente sobre los precios de las commodities, sino calar hondo en la decadencia moral e intelectual a la que asistimos. Está en juego la libertad, lo cual equivale a decir que está en juego nuestra condición humana, tan degradada hoy por los aplaudidores del discurso oficial.

Resulta tragicómico observar la petulancia de la pretendida regimentación de la economía desde el aparato estatal, con la que se concentra ignorancia, ya que el conocimiento es, por su naturaleza, fraccionado y disperso. Hace falta cierta dosis de biblioteca para incorporar la modestia suficiente y comprender la imposibilidad de dirigir y coordinar millones de arreglos contractuales desde el vértice del poder. El Gobierno ataca la propiedad a través del manejo del flujo de fondos de empresarios acobardados por el aluvión estatista en sus negocios «privados», que en verdad están cada vez más privados de independencia.

Recientemente, en la celebración por el Día de la Industria (otra vez por cadena nacional), se reiteró que el proyecto político de la actual gestión adopta el esquema anacrónico y xenófobo de la «sustitución de importaciones»; es decir, lo que puede comprarse a 10 se pagará 20, con lo que se dilapidarán factores productivos y, consecuentemente, los salarios, en términos reales, serán aún menores (recordemos la ironía del decimonónico Bastiat, que propuso tapiar todas las ventanas «para promover la industria de las velas y así protegerse de la competencia desleal del sol»).

A la tan deteriorada educación estatal (mal llamada «pública», puesto que la privada es también para el público) se suma el engreído adoctrinamiento por parte de la «militancia», una palabra nunca mejor empleada, puesto que proviene del acatamiento vertical y la ciega obediencia. Tampoco ayuda la declaración del ministro de Educación en apoyo a las tomas de colegios, ni ayuda a preservar la concordia la aceptación de la conducta de «barrabravas» (un subterfugio para ocultar su naturaleza criminal) ni permitir que encarcelados asistan a actos políticos gubernamentales.

En nombre de los «derechos humanos» (un pleonasmo, puesto que no hay derechos vegetales, minerales o animales) se condena la repugnante metodología de la guerra contra los terroristas que dio lugar a la inaceptable figura del «desaparecido». En nombre de aquello se aplica una justicia tuerta y una llamativa hemiplejia moral, puesto que no se procesa a los forajidos que dieron inicio a las trifulcas con sus matanzas, torturas y secuestros, a pesar de las claras definiciones y precisiones del Estatuto de Roma.

La inflación responde a un incremento anual del 32% en la base monetaria, que distorsiona los precios relativos y, a su vez, induce a los operadores económicos al derroche del siempre escaso capital. En el sector financiero, también el Gobierno impone el manejo arbitrario del 5% de la cartera de préstamos de bancos privados al 15% de interés.

Esto se lleva a cabo en el marco de un gasto público descontrolado del 33% anual y un déficit del 5% del producto financiado con las antes mencionadas emisiones de la banca central a través de adelantos al Tesoro que se toman como un roll-over indefinido, sin declarar los correspondientes quebrantos de la autoridad monetaria. Esa situación se vincula con una falsa contabilización de reservas, puesto que, además, no se computa la deuda con Bruselas, la deuda en default, los pasivos contingentes con el Ciadi. La fuga de dólares representa el 40% del total de las existencias de octubre del año pasado.

Hay medulosos estudios que estiman que la presión fiscal promedio es del 60% del producto, voracidad que tiene lugar a pesar de que el Gobierno se apoderó de los fondos de la jubilación privada, que se destinan a encarar aventuras de diversa naturaleza, como otorgar créditos hipotecarios a tasas que no cubren ni remotamente la depreciación monetaria, al tiempo que no se atienden los cientos de miles de juicios de los pensionados por haberes impagos.

Los medios de transporte y la energía han sido abundantemente subsidiados en las tarifas y los respectivos precios, con lo que las inversiones en esos rubros se han paralizado. A eso se agregan la confiscación de YPF y el insólito decreto 1277, a través del cual el aparato estatal pretende manejar a su arbitrio toda el área petrolera en medio de acuciantes problemas. Eso, entre otras cosas, augura para la mencionada empresa la suerte de Aerolíneas Argentinas, que pierde dos millones de dólares diarios, puesto que no se puede «jugar al empresario» si no se arriesgan recursos propios fuera de la órbita del privilegio estatal.

Los conflictos sindicales se acentúan en una despiadada disputa por ver quién es más favorecido por la ley de asociaciones profesionales y convenios colectivos. Los despidos y los cierres de fábricas están a la orden del día. Sirvan como ejemplo los 150 frigoríficos cerrados debido a una política que liquidó doce millones de cabezas de ganado. El sector agropecuario se queja de las retenciones (en verdad, impuestos) y la obligación de liquidar en el mercado oficial, denominado libre y único, pero que no es lo uno ni lo otro.

Las operaciones inmobiliarias descienden, según los registros de las escrituras, junto con una merma abrupta en la construcción y ventas menores de electrodomésticos, automóviles y otras áreas sensibles, por lo que la inversión de bienes de capital decreció un 42% desde principios del corriente año. La deuda pública externa se ha sustituido por la interna, elevada sólo en los tres últimos años en 31.500 millones de dólares (similar a la cancelación con el FMI).

Este racconto pone en evidencia el estado de descomposición de la Argentina, que antes de que se volviera fascista en los años 30 y del advenimiento del peronismo era la admiración del mundo en cuanto a sus niveles culturales y materiales, por lo que la población se duplicaba cada diez años a raíz de las formidables oleadas de inmigrantes que venían a «hacerse la América», en vista de que los salarios del peón rural y los obreros de la incipiente industria eran muy superiores a los de Suiza, Alemania, Francia, Italia y España.

Hace décadas y décadas que venimos a los tumbos. Es de esperar que no tenga razón Aldous Huxley cuando escribió que «la gran lección de la historia es que no se ha aprendido la lección de la historia».
Fuente: La Nación, 26/09/12.

Argentina: ya vimos la película

abril 25, 2012

Argentina: ya vimos la película

Por Alberto Benegas Lynch (h)

 

Casi todo lo que viene ocurriendo en la Argentina es la repetición de políticas populistas que se enancan a la agresión al poder judicial y a la prensa independiente en la esperanza de poder arrasar con más facilidad con lo poquísimo que queda de la tradición alberdiana.

 

Me recibí en la facultad de economía en 1964, el 28 de diciembre, día de los inocentes. En 1968, recién llegado de una beca en la Foundation for Economic Education de New York, el entonces presidente de la Bolsa de Comercio de Buenos Aires me invitó a que dictara un curso en el recinto principal de esa institución. Elegí como tema la necesidad de privatizar empresas estatales, circunstancias en las que esos centros políticos estaban desangrando al país, a pesar de lo cual, en esa instancia, la opinión dominante era que la sola propuesta de traspasar activos a manos privadas se consideraba traición a la patria. Mientras dictaba el curso, entre el público, mi mujer y uno de mis cuñados escucharon de boca de algunos de los asistentes -disgustados por mis reflexiones- referencias injuriosas y muy poco elegantes respecto a mi madre. Con el correr del tiempo se fue entendiendo y aceptando la idea, especialmente en ámbitos universitarios, pero en un momento dado se bastardeó tanto la privatización traspasando monopolios estatales a monopolios privados en el contexto de una alarmante corrupción y ensanchamiento del gasto público que ahora, cuarenta y cuatro años después de mi aludido curso, la Argentina vuelve a fojas cero, por eso remarco aquello del día de los inocentes.

Se acaba de anunciar la re-estatización de la petrolera YPF, expropiando la mayoría accionaria en manos privadas y ha sido designado como interventor un ministro acusado de corrupción secundado por un ideólogo marxista, una combinación ideal a ojos de los dromedarios estatistas de turno.

En esta ocasión me veo obligado a repetir lo que dije hace más de cuatro décadas en la referida Bolsa de Comercio de Buenos Aires, lo cual naturalmente produce una buena dosis de cansancio moral, por no decir extenuación intelectual al repasar puntos que en toda buena universidad se enseñan en seminarios introductorios al estudio de la economía, pero antes de eso formulo algunas consideraciones específicas sobre el rubro energético.

La situación argentina en esta área (y en otras) se debe principalmente a la machacona política de manipular compulsivamente tarifas. Cuando un precio se mantiene artificialmente deprimido, la demanda se expande mientras que la oferta se contrae (y, consecuentemente, las inversiones disminuyen hasta que, en su caso, debe recurrirse a la importación de energía para suplir el zafarrancho). En un arranque tragicómico, el gobierno argentino pretende resolver el problema con lo dicho y a la situación deficitaria de caja del momento agrega la necesidad de indemnizar a los accionistas (con o sin juicios) y hacer frente a los pasivos de la empresa confiscada en su porción mayoritaria.

Estas señales horrendas son recibidas por los proveedores del otro setenta por ciento del mercado energético, ya que la empresa de marras solo abastece el treinta por ciento. Esos signos de inseguridad jurídica mayúscula hacen que esas otras empresas naturalmente se abstengan de invertir, todo lo cual agrava el problema de la energía argentina.

En la era de Carter en Estados Unidos (quien se hacía sacar fotografías en mangas de camisa en verano al efecto de mostrar que no usaba aire acondicionado “para ahorrar energía”), se fijó un techo a los precios del petróleo lo cual hizo acelerar el consumo y aparecieron colas en las estaciones de servicio al tiempo que se obstruyeron las señales para encarar fuentes alternativas de energía, es decir, el peor de los mundos, lo cual fue criticado, entre otros, por el premio Nobel en economía Milton Friedman, el ex secretario del tesoro William Simon y el entonces presidente de Citicorp Walter Wriston quienes señalaron enfáticamente los peligros y contribuyeron a modificar drásticamente la política.

Hasta el modo en que algunos burócratas se refieren a temas energéticos revela desconocimiento de magnitud respecto a cuestiones elementales, como cuando aluden a las reservas petroleras extrapolando al futuro el precio y la tecnología presentes, sin percibir que la provisión de energía y su consumo se modifican completamente al modificarse el precio respectivo, consecuencia de situaciones cambiantes que refleja el mercado. En otros términos, como ha destacado Friedman “si quieren sobrantes de petróleo el gobierno debe fijar precios mínimos, si quiere faltantes debe imponer precios máximos, pero si se desea que oferta y demanda se equilibren y las cosas funcionen bien, hay que dejar los precios libres”.

Creo que en buena medida lo que anquilosa las mentes es la idea de soberanía. Bertrand de Jouvenel en Los orígenes del estado moderno explica que el concepto del soberano como sinónimo del rey fue derribado al señalar la limitación natural de todo ser humano, sin embargo al trasladarse la idea al pueblo parece que el límite se franqueó con el resultado de que, en definitiva, volvió a recaer en el gobernante con un áurea más contundente y más fuerte que en la época de las monarquías absolutas. Esta idea atrabiliaria se aplicó a distintos bienes y así se declama sin rubor alguno que el petróleo pertenece a la soberanía popular, lo cual es tan idiota como sostener la soberanía de la zanahoria o el garbanzo. En el caso argentino, se ha llegado al extremo en el que el secretario de cultura (subrayo el cargo) lanzó al ruedo la peregrina noción de la “soberanía cultural” al efecto de dictaminar sobre la lectura de lo que conviene y lo que no conviene leer, es decir, una nueva versión del Index y la inquisición cultural.

Solo parapetados en conceptos de esa laya es que puede envolverse empresas estatales en el pabellón nacional alegando que se trata de “bienes estratégicos”, sin percatarse que cuanto más vital un bien más razón para que funcione bien y para que se desarrolle con todos los rigores del mercado sin privilegios de ninguna naturaleza.

Por supuesto que hay empresas que la juegan de privadas pero llevan a cabo sus negocios en los despachos oficiales y las hay que están sometidas al manotazo en sus flujos de fondos por parte de los aparatos estatales. Ninguna de las dos cosas representa el benéfico proceso de mercado: en un caso con ladrones de guante blanco y en el otro son víctimas del atropello del Leviatán.

Empresa estatal es una denominación que constituye una contradicción en términos puesto que no resulta posible simular y hacerse pasar por empresario, el cual arriesga recursos propios en la administración de los factores productivos, y si tiene éxito en satisfacer los deseos de los consumidores obtiene ganancias y en la medida en que se equivoca incurre en quebrantos, a diferencia de lo que sucede cuando se politiza el proceso, situación en la que la asignación de activos y conveniencia de pasivos opera a espaldas del mercado.

Más aun, la sola constitución de la llamada empresa estatal o la estatización de una privada inexorablemente significa derroche de capital puesto que, como todo no puede hacerse al mismo tiempo, se alteraran las prioridades de la gente (si se hace lo mismo que se hubiera decidido en el plebiscito diario del mercado, no tiene sentido intervenir y pueden ahorrarse los gastos administrativos correspondientes).

Incluso si por ventura la “empresa estatal” (en base a contabilidades confiables) arrojara ganancias, habría que preguntarse el por qué de ese resultado y si no estarán las tarifas demasiado altas. Por otra parte, la competencia tampoco es un simulacro: se está en el mercado con todo que ello implica o se está en la órbita política con todos los privilegios consiguientes (si se dijera que se abrogan todas las prebendas para “competir” no hay razón para mantener la empresa en el sector estatal).

Se suele argumentar la conveniencia de estatizar porque las privadas “no reinvierten lo suficiente” y las extrajeras giran sus utilidades al exterior. Toda actividad empresaria que se mantiene a flote en el mercado sin privilegios ofrece bienes y servicios que mejoran la situación de los consumidores. Lo que hacen con el resultado de esa mejora dependerá de las condiciones económicas del país en cuestión y, sobre todo, de su marco jurídico. De todos modos, como queda dicho, los beneficios para el consumidor ocurren, la contrapartida debe ser analizada por cuerda separada, ya se sabe que sería más atractivo que todos los capitales del orbe inviertan en cierto país, pero es harina de otro costal.

Todas estas consideraciones son aplicables a las empresas mixtas en la parte que corresponde al aporte estatal (léase compulsivamente de los contribuyentes) y si se recluta el capital privado en base a exenciones y otras canonjías debe extenderse el análisis también a esa parte.

No es que los burócratas sean malas personas y los que se desempeñan en el sector privado sean por su naturaleza buenas, ni que en un caso sean profesionales de menor calado que en el otro, se trata de incentivos. La forma en que se prenden las luces y se toma café es distinta en un caso que en otro. Lo que es de todos no es de nadie y aparece indefectiblemente la “tragedia de los comunes”.

El economista decimonónico Frédéric Bastiat nos recuerda que el análisis de estas cuestiones requieren de una visión muy amplia al efecto de prestar debida atención “a lo que se ve y a lo que no se ve”. Se ve un edificio estatal reluciente en mármoles y otras delicadezas para cobijar funcionarios en reparticiones varias (que, además, suelen emprenderla contra actividades pacíficas y voluntarias), pero, en cambio, lo que no se ve son los faltantes de biberones y leche como consecuencia que los recursos fueron a parar al mencionado edificio.

La transferencia de activos de las llamadas empresas estatales al sector privado puede realizarse a través de licitaciones abiertas al mejor postor, venta en el mercado de capitales si se encuadrara en la figura de la sociedad anónima o directamente la entrega sin cargo de acciones a residentes bajo diversos procedimientos que han sido aplicados en otros países.

Desde luego que lo dicho es aplicable a todas las empresas en manos del Estado incluyendo bancos, los cuales en la medida en que otorgan créditos subsidiados acentúan el derroche de capital que hemos mencionado y, por tanto, contribuyen a reducir salarios e ingresos en términos reales puesto que éstos solo puedan elevarse como consecuencia de las tasas de capitalización.

En resumen, casi todo lo que viene ocurriendo en la Argentina es la repetición de políticas populistas que se enancan a la agresión al poder judicial y a la prensa independiente en la esperanza de poder arrasar con más facilidad con lo poquísimo que queda de la tradición alberdiana, que desde la organización nacional hasta la incursión del fascismo socialista hizo de la Argentina uno de los países más prósperos del orbe. Ya vimos la película de lo que hoy sucede, esperemos que se reaccione a tiempo antes de que sea tarde y nos convirtamos en otra Venezuela o Cuba.
Fuente: Economía para todos, 23/04/12.
Más información en: www.economiaparatodos.com.ar

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