Sin embargo, si el objetivo no es solamente degradar lo que el presidente Barack Obama llamó acertadamente “la red de la muerte” del Estado Islámico, sino hacer que sea imposible que los líderes radicales recluten a terroristas en primer lugar, Occidente debe aprender una lección sencilla: la esperanza económica es la única forma de ganar la batalla por los grupos que abastecen a las organizaciones terroristas.
Hace una generación, buena parte de América Latina era presa de los disturbios. Para 1990, la organización terrorista marxista-leninista Sendero Luminoso había tomado el control de la mayor parte de mi país, Perú, en donde serví como el principal asesor para el presidente. La opinión de moda en ese entonces sostenía que quienes se rebelaban eran los esclavos asalariados pobres o subempleados de América Latina, que el capitalismo no podía funcionar fuera de Occidente y que las culturas latinas no comprendían a cabalidad la economía de mercado.
La opinión generalizada estaba equivocada. Las reformas en Perú otorgaron a emprendedores y agricultores indígenas el control de sus activos además de un nuevo marco legal más accesible para dirigir empresas, realizar contratos y obtener crédito, lo cual impulsó un alza sin precedentes en los estándares de vida.
Entre 1980 y 1993, Perú obtuvo la única victoria contra un movimiento terrorista desde la caída del comunismo sin la intervención de fuerzas armadas extranjeras o un significativo apoyo financiero externo para sus fuerzas armadas. Durante las dos décadas siguientes, el Producto Nacional Bruto per cápita creció el doble de rápido que el promedio del resto de América Latina y su clase media lo hizo cuatro veces más rápido.
Hoy, escuchamos el mismo pesimismo económico y cultural sobre el mundo árabe que predominaba sobre Perú en los años 80. Pero sabemos que no es cierto. Tal como ocurrido con Sendero Luminoso, los terroristas pueden ser derrotados por reformas que creen un electorado a favor de estándares de vida más altos en Medio Oriente y el Norte de África.
Para hacer realidad esta agenda, los únicos requisitos son un poco de imaginación, una dosis sustancial de capital (inyectada desde abajo) y líderes de gobierno capaces de desarrollar, agilizar y fortalecer las leyes y estructuras que permiten que el capitalismo prospere. Como cualquier persona que ha caminado por las calles de Lima, Túnez y El Cairo sabe, el capital no es el problema, sino la solución.
Ilustración de Edel Rodriguez.
Esta es la historia de Perú en breve: Sendero Luminoso, dirigido por un ex profesor llamado Abimael Guzmán, intentó derrocar al gobierno en los 80. El grupo inicialmente atrajo a algunos agricultores desesperadamente pobres en las zonas rurales, que compartían con ellos una profunda desconfianza en la élite. Guzmán se presentó como el salvador de los proletarios que habían languidecido durante demasiado tiempo bajo los abusivos capitalistas de Perú.
Lo que cambió el debate y, en última instancia, la respuesta del gobierno, fueron las pruebas de que los pobres en Perú no eran trabajadores o agricultores desempleados o subempleados, como mantenía la opinión generalizada. La mayoría eran pequeños emprendedores que operaban en la economía “informal”, es decir no estaban inscritos ni pagaban impuestos. Representaban 62% de la población peruana, generaban 34% del Producto Interno Bruto y habían acumulado unos US$70.000 millones en inmuebles.
Esta nueva manera de ver la realidad económica condujo a grandes reformas constitucionales y legales. Perú redujo en 75% los trámites burocráticos que bloqueaban el acceso a la actividad económica, proporcionó defensores y mecanismos para presentar quejas contra los organismos públicos y reconoció los derechos de propiedad para la mayoría. Un solo paquete legislativo otorgó reconocimiento oficial a 380.000 empresas informales, sacando de las sombras entre 1990 y 1994, unos 500.000 empleos y generando unos US$8.000 millones en ingresos tributarios.
Tales medidas dejaron a los terroristas sin un sólido grupo de apoyo en las ciudades. En las zonas rurales, sin embargo, eran implacables. Para 1990 habían asesinado a 30.000 agricultores que se resistieron a ser llevados a comunas masivas. Según un estudio de Rand Corp., Sendero Luminoso controlaba 60% del territorio y se disponía a apoderarse del país dentro de dos años.
El ejército peruano sabía que los agricultores podían ayudar a identificar y vencer al enemigo. Pero el gobierno se resistía a entablar una alianza con las organizaciones informales de defensa que los agricultores habían establecido para protegerse. La suerte nos ayudó en 1991 cuando el entonces vicepresidente estadounidense, Dan Quayle, que había estado siguiendo nuestros esfuerzos, gestionó una reunión con el presidente George H. W. Bush en la Casa Blanca. “Lo que me están diciendo”, apuntó el mandatario, “es que esta gente común y corriente realmente están de nuestro lado”. Lo entendió.
Esto llevó a un tratado con EE.UU. que alentaba a Perú a formar una fuerza armada popular de defensa contra Sendero Luminoso y, al mismo tiempo, comprometía a EE.UU. a apoyar las reformas económicas como una alternativa a la agenda del grupo terrorista. Perú rápidamente desplegó un ejército voluntario de clase cuatro veces más grande que la fuerza anterior y ganó la guerra en poco tiempo.
Lo crucial para este esfuerzo fue nuestro éxito en persuadir a los líderes y políticos estadounidenses, al igual que figuras clave en la Organización de las Naciones Unidas, a ver la zona rural de Perú de manera distinta: como un caldo de cultivo no para la revolución marxista, sino para una nueva economía capitalista moderna. Estos nuevos hábitos mentales nos ayudaron a vencer el terror en Perú y pueden hacer lo mismo en Medio Oriente y el norte de África.
Se sabe ampliamente que la Primavera Árabe fue desatada por la autoinmolación en 2011 de Mohamed Bouazizi, un vendedor ambulante tunecino de 26 años. Pero pocos se han preguntado por qué Bouazizi sintió el impulso de suicidarse, o porqué, dentro de 60 días, al menos 63 otros hombres y mujeres en Túnez, Argelia, Marruecos, Yemén, Arabia Saudita y Egipto se inmolaron, enviando a millones a las calles, derrocando a cuatro gobiernos y conduciéndonos a la agitación que impera hoy en el mundo árabe.
Para comprender los motivos, mi instituto se unió a Utica, la mayor organización empresarial de Túnez, para ensamblar un equipo de investigación compuesto por unos 30 árabes y peruanos, que se dispersaron por la región. Durante dos años, entrevistamos a las familias y asociados de las víctimas, al igual que a otra docena de personas que sobrevivieron la autoinmolación.
Descubrimos que estos suicidios no eran súplicas de derechos políticos o religiosos o mayores subsidios salariales, como algunos han argumentado. Bouazizi y los otros que se quemaron eran emprendedores extralegales: constructores, contratistas, banqueteros, pequeños vendedores, etc. En sus declaraciones de muerte, ninguno mencionó la religión o la política. La mayoría de quienes sobrevivieron a sus quemaduras y aceptaron ser entrevistados nos hablaron de “exclusión económica”. Su mayor objetivo era “ras el mel” (el término árabe de “capital”), y su desesperación e indignación surgía de la expropiación arbitraria del escaso capital que tenían.
Los aprietos de Bouazizi como pequeño emprendedor pueden representar la frustración que millones de árabes siguen experimentando. El tunecino no era un simple trabajador. Era comerciante desde los 12 años. Cuando cumplió 19 manejaba los libros contables en el mercado local. A los 26, vendía frutas y verduras de diferentes puestos y sitios.
Su madre nos contó que estaba en camino a formar su empresa y soñaba con comprar una camioneta para trasladar sus productos agrícolas a otras tiendas minoristas y expandir su negocio. Pero para obtener un préstamo y comprar la camioneta necesitaba un aval, y no reunía los requisitos.
Los inspectores del gobierno le hicieron la vida imposible, tratando de conseguir sobornos cuando no mostraba permisos que eran (a propósito) virtualmente imposibles de obtener. Se hartó del abuso. El día que se suicidó, los inspectores habían incautado su mercancía y su báscula electrónica. Hubo un forcejeo. Una inspectora municipal le dio una bofetada. Se dice que esa humillación, junto con la confiscación de sus posesiones de un valor de apenas US$225, llevaron al joven a quitarse la vida.
Le pregunté al hermano de Bouazizi, Salem, si creía que su difunto hermano había dejado un legado. “Por supuesto”, respondió. “Creía que los pobres tenían el derecho de comprar y vender”.
Los árabes comunes y corrientes quieren encontrar un lugar en la economía capitalista moderna. Pero cientos de millones de ellos han sido incapaces de hacerlo debido a restricciones legales frente a las cuales los líderes locales y las élites de Occidente a menudo son ciegas.
Para sobrevivir, han improvisado cientos de arreglos discretos y anárquicos, a menudo llamados la “economía informal”. Por desgracia, ese sector es percibido con desprecio por muchos árabes y expertos occidentales de desarrollo, que prefieren los proyectos de caridad bien intencionados como proporcionar redes antimosquitos y suplementos nutricionales.
Pero las autoridades se están perdiendo de vista lo que está realmente de por medio: si la gente común en Medio Oriente y el norte de África no puede actuar dentro de la legalidad —a pesar de sus sacrificios heroicos— serán mucho menos capaces de resistir una ofensiva terrorista, y los más desesperados podrían ser reclutados a la causa del yihad.
En conferencias en toda la región en el último año, he presentado nuestros hallazgos a líderes empresariales, autoridades públicas y la prensa, mostrando cómo millones de pequeños emprendedores extralegales como Bouazizi pueden cambiar economías nacionales.
Claro, los estados árabes tienen leyes que permiten que los activos se apalanquen o se conviertan en capital que pueda ser invertido y ahorrado. Pero los procedimientos para hacer esto son impenetrablemente engorrosos, especialmente para quienes carecen de educación y contactos.
En una conferencia reciente en Túnez, le dije a un grupo de líderes: “No tienen la infraestructura legal para que la gente pobre entre al sistema”.
“No necesitas decirnos esto”, afirmó un empresario. “Siempre hemos estado a favor de los emprendedores. Su profeta expulsó a los comerciantes del templo. ¡Nuestro profeta era un comerciante!”.
EE.UU. debería apoyar a los líderes árabes que no solo resisten el extremismo de los yihadistas, sino también obedecen al llamado de Bouazizi y los demás que dieron su vida para protestar contra el robo de su capital. Bouazizi y los que son como él no son seres marginales en el relato de la región. Son sus protagonistas.
—Hernando De Soto es el fundador del Instituto Libertad y Democracia en Lima, el autor de “El Misterio del Capital” y el presentador del documental “Unlikely Heroes of the Arab Spring”.
Fuente: The Wall Street Journal, 27/10/14.
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