Cómplices silenciosas de la corrupción
julio 26, 2014 · Imprimir este artículo
Cómplices silenciosas de la corrupción.
Por Laura Di Marco.
El avance de la investigación de Ariel Lijo sobre la ex Ciccone no hace más que darle la razón a Laura Muñoz, la mujer que denunció en soledad a Amado Boudou y a Alejandro Vandenbroele, su ex marido, y supuesto testaferro del vicepresidente. Desde dentro de la sociedad conyugal, esta instructora de equitación y maestra de chicos de primaria que no leía diarios ni entendía de política («antes de Ciccone, mi vida transcurría entre niños y caballos», revela) sí entendió, sin embargo, que lo que estaba haciendo su pareja era un delito.
«Podría haber seguido con él o podría haberme separado sin decir nada. O podría haber hecho un arreglo de dinero y hoy estaría tomando sol en Miami, a cambio de mi silencio, como tantas. Pero yo convivía con un hombre que se estaba robando la plata de todos y no podía cargar con esa responsabilidad», reconstruye la ex de Vandenbroele, cuyo testimonio fue clave en la causa judicial que hoy hace temblar al gobierno kirchnerista.
Laura Muñoz aparece, por caso, como la contracara de la infanta Cristina, la hermana del nuevo rey de España, quien por estos días también está en el candelero mediático por un fraude al Estado atribuido a su esposo, Iñaki Urdangarin. Luego de tres años de investigación, la justicia española utilizó una figura curiosa para incluir a la infanta entre los procesados. La acusó de «complicidad silenciosa». Una complicidad que, según sospecha el juez, le permitió «lucrar en beneficio propio y facilitar los medios para que lo hiciera su marido».
Es que las conductas opuestas de estas dos mujeres, que parecen tan distintas entre sí, iluminan un mismo dilema ético: los distintos niveles de responsabilidad en la trama corrupta. Por ejemplo, ¿se puede alegar inocencia cuando se disfruta de un bienestar económico que supera largamente los ingresos comprobables de una familia? O, dicho de otro modo: si la familia de un funcionario que gana 30.000 pesos lleva el nivel de vida de un megamillonario, ¿tiene derecho la mujer de ese hombre a desconocer el origen de tanta inexplicable prosperidad?
En Blue Jasmine, Woody Allen reflexiona sobre el umbral de tolerancia en el amor conyugal, entrelazándolo provocativamente con el delito económico. Jasmine (Cate Blanchett) lleva una vida glamorosa junto a su millonario esposo (Alec Baldwin). Él se muestra como un filántropo cuando, en realidad, es un estafador. Una verdad que Jasmine no ignora, pero con la que convive para evitar poner en riesgo la relación conyugal, mientras disfruta de la buena vida en común. Sin embargo, el cuento de hadas llega a su fin el día en que él la deja por otra mujer. Recién entonces ella decide denunciarlo ante el FBI.
«Pero al revés de estos casos y a pesar de haber corrido riesgos, Laura Muñoz decidió sostener su palabra, dando un ejemplo de ética pública que le hace bien al país», reflexiona Diana Maffía, actualmente a cargo del Observatorio de Género, en la justicia de la ciudad de Buenos Aires.
Porque según el relato de su ex esposa, cuando Vandenbroele le cuenta que va a cobrar una coima del gobierno formoseño -hoy se sabe que fue un depósito de 7,6 millones de pesos por un supuesto asesoramiento en la reestructuración de la deuda provincial-, ella lo confronta. Y allí comienza también el quiebre del matrimonio.
Sin embargo, es en esta confrontación y, más aún, en la posterior decisión de denunciar al marido, cuando Muñoz sale de la esfera privada para jugar un rol público. Un rol de ética ciudadana.
«Me decía que a él le iban a tocar 70.000 dólares. «Imaginate la que se llevan los de arriba», alardeaba? Decía, también, que luego habría más, unos 300.000, y que de esa manera podríamos tener la casa que yo quería, porque hasta ese momento alquilábamos.» Con el avance de la investigación judicial, hoy se sabe que el contrato con la provincia de Formosa fue un «trabajo» previo a Ciccone.
Las discusiones continuaron varios meses dentro del matrimonio, que se había mudado a Mendoza. «Él me proponía volver a la Capital porque, decía, tenía que hacer negocios con Boudou. Yo trataba de hacerle entender que lo que hacía estaba mal. La plata venía de un gobierno muy pobre, donde había chicos que pasaban necesidades y ellos la tiraban en coimas. «Vos tenés una hija -le decía- y querés que viva bien. ¿No pensás que hay hijos de otros que tienen el mismo derecho?».»
La decisión de no ser una cómplice silenciosa, sin embargo, la dejó aislada y hasta su propia madre se puso del lado de su ex. No fue la única en darle la espalda: también lo hicieron inicialmente sus vecinos, instilados por Vandenbroele, quien, antes de abandonar la casa familiar, se ocupó de tocarles el timbre para «advertirlos» sobre la «locura» de su ahora ex mujer. Más adelante, buscaría quitarle la tenencia de la hija en común. «Quería forzar mi suicidio», conjetura Muñoz.
Ocurre que las mujeres -aún hoy- estamos culturalmente entrenadas para ser dependientes: he ahí una ventaja y una desventaja en la trama de la corrupción. La mujer de un hombre que es el principal sostén de una familia -un esquema conyugal que, si bien está en franca mutación, sigue siendo el dominante- todavía hoy tiene cierto margen (y hasta perdón social) para no cuestionar la forma en que se producen esos ingresos: como si ella no fuera responsable. Una inmunidad que parece extenderse, en el caso de las mujeres que conviven con sospechosos de corrupción, al precio que la sociedad paga por aquellos beneficios que parecen llegar de la nada al proyecto familiar. Como si la corrupción no tuviera víctimas.
O como si pagar una coima no le hiciera daño a nadie, como parecía creer Vandenbroele.
«Pero Laura Muñoz tuvo en claro el precio humano de la corrupción y eso tiene que ver con la forma diferencial en que somos entrenados hombres y mujeres. Al haber sido socializadas para depender de relaciones vinculares, las mujeres solemos ver todo en un contexto humano y desarrollamos la empatía», acerca Maffía, estudiosa de estos temas.
Aquí encaja la paradójica ventaja de la dependencia: estar culturalmente educadas para vernos dentro de un entramado y no en forma independiente -como sucede con los varones- nos pone en situación de ver el cuadro completo, incluidas las consecuencias humanas de la trama corrupta.
Criados para ser autónomos, los hombres, en cambio, suelen separarse más fácilmente de las emociones, asumiendo una distancia que a menudo les permite captar sólo la foto (el momento de la coima, en este caso), en lugar de la película completa.
El caso de la ex de Vandenbroele, excepcional en la frondosa historia de la corrupción argentina, constituye una interpelación indirecta, que instala una pregunta incómoda: ¿qué pasaría si todas fueran Laura Muñoz?.
Fuente: La Nación, 26/07/14.
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