Pequeñas delicias de nuestros smartphones
abril 2, 2016 · Imprimir este artículo
¿Quién necesita adrenalina, si tiene un smartphone?
Por Ariel Torres.
Experiencias místicas, notificaciones inoportunas y otras emocionantes aventuras en la era del teléfono inteligente.
Uno se queja de lo mal que andan las comunicaciones móviles y todo eso, pero, la verdad, somos unos desagradecidos. Si lo que cuentan en la vida son las experiencias, vaya, ¡es fantástico!
Pongamos por caso los cortes. Me da escalofríos sólo pensar que hay millones de personas en el mundo que no conocen esa indescriptible sensación de quedarse hablando solo. Cuando esto ocurre uno no sabe si esperar, porque quizá la pausa es transitoria, o cortar. Lo mejor sería cortar, meditamos, porque si la llamada se interrumpió el otro podría estar discando de nuevo. Mejor cortemos y llamemos inmediatamente, para no darle tiempo a discar y que le dé ocupado. (Quizá ya le está dando ocupado, por supuesto.)
Lo que no sabemos -ni tenemos modo de saber- es que no fue una pausa transitoria y como estuvimos cerca de 35 segundos hablando solos, el otro hace rato que está discando nuestro número. Le da ocupado. Y ahí viene una de las experiencias místicas -bueno, no sé si tanto, pero sí un toque extrasensoriales- que nos brinda la telefonía celular en la Argentina. Nos quedamos un instante esperando que el otro nos llame. Pero nuestro interlocutor está haciendo lo mismo, aguardando a que llamemos nosotros, en la creencia de que si disca nos dará ocupado. Y si bien no podemos hablar, una suerte de hilo dorado une nuestras mentes en ese momento, cada uno mirando intensamente la pantallita, esperando que el teléfono suene, reprimiendo el impulso de discar, pensando lo mismo, sintiendo lo mismo, en una comunión espiritual que en otras latitudes ignoran por completo. Lo que se pierden.
Más aún: ¿hay acaso una sensación de triunfo mayor que la de restablecer, por fin, el enlace? No. Ni debe existir en la historia de la civilización una frase más innecesaria que la que pronunciamos en ese instante. «Se cortó», decimos, casi al unísono.
Frase innecesaria en todos los casos, excepto cuando acabamos de atravesar una amarga discusión con nuestro cónyuge, en cuyo caso no queremos decir simplemente «Se cortó», sino más bien: «Te aclaro que yo no corté el teléfono, porque pienso que es algo insolente y hasta un poco infantil, y ya sé que vos creés que soy insolente y un poco infantil, y por eso te aclaro que no, que yo no corté, y cuando digo que no corté no quiero que lo tomes como que corté y me arrepentí y ahora volví a llamar, sino que de verdad se cortó, andan re mal estas cosas». Sabemos, asimismo, que si la otra persona nos responde con un: «Sí, andan re mal estas cosas» significa, dependiendo del tono, que no nos cree una palabra o que no fue una buena idea volver a llamar.
Me han comentado que existe una suerte de acuerdo consuetudinario que manda volver a discar al que llamó originalmente, en caso de que se corte. Puede ser. Pero, ¿cómo podemos saber que nuestro interlocutor sabe de este acuerdo? ¿Y si no lo sabe? ¿Y si lo sabe, pero no sabe si nosotros lo sabemos? ¿Y si lo sabe e imagina que nosotros también lo sabemos, pero no sabe si sabemos que él también lo sabe? Es un problema. Organicemos una mesa debate.
La calidad de las comunicaciones móviles también nos proporciona toda clase de experiencias auditivas que en otros lugares, pobre gente, nunca han de conocer. Por ejemplo, recién hablé con un amigo y súbitamente su voz empezó sonar como la de Optimus Prime. Así, de la nada. De golpe pasó al estilo de un cantante ochentoso, con mucha reverberación (mejor conocida en la jerga como reverberancia o rever, a secas). Luego con mucho flanger. Por último sus palabras se aceleraron frenéticamente, como en las aclaraciones legales que vienen después de los avisos de radio y que no se entienden absolutamente nada. Y entonces, adiós, se esfumó. Pero volvió, esta vez bastante normal. «¿Me oís?», repetía, un poco alelado, como alguien que ha sido teletransportado por primera vez. Siguió, por supuesto, el inevitable intercambio de «¿Me oís?», «¿Ahora me oís?», «Sí, sí, ahora sí, no, ¡ay!, no, se te entrecorta», «¿Ahora?», etcétera.
Queda usted notificado
Hay, sin embargo, un menú delicioso de nuevas experiencias que nos han traído los teléfonos inteligentes a todos y en todas partes del mundo.
Recordarán los celulares de antes. Qué aburrimiento. La batería duraba una semana. No tenían problemas de conectividad (entre otras cosas porque no tenían conectividad). La pantalla no se rompía aunque se te cayera de un piso 90. Y, sobre todo, no exudaban notificaciones ni se ponían a hacer cosas solos.
Ese tedio atroz es cosa del pasado. Ahora, por ejemplo, te encontrás en tu primera cita y de pronto te das cuenta de que tu celular calienta. Por supuesto, no querés dar la impresión de que no le estás prestando atención a esa persona que te gusta. O que sos tan pero tan nerd que necesitás palpar tu smartphone a cada rato. Pero es inevitable, porque está que hierve; en un punto te vienen a la cabeza todos esos videos de YouTube donde se ven notebooks y celulares entrando en combustión . La otra persona tampoco puede dejar de observar la morosidad con que ponés la mano sobre el teléfono, y es por otro lado obvio que no, no le estás prestando atención. Así que al final, quizá con un dejo de preocupación, te pregunta: «¿Pasa algo con tu teléfono?» Pensás en decirle que está muy caliente, pero no te parece que sea el contexto adecuado. Así que respondés que no, que no pasa nada, al tiempo que, subrepticiamente, mantenés apretado el botón de arranque para reiniciarlo y matar esa app que debe haberse vuelto loca y está haciendo trabajar al microprocesador como si fuera el último día del mundo. Tu cita nota que ahora, además de palparlo, lo estás apretando, y empieza a alarmarse. Pero volvés a la charla aliviado, lográs recuperar el clima de cortejo, todo vuelve a ser perfecto y entonces, como esas 4×4 fuera de control que se meten adentro de una tienda en los documentales captados por cámaras de seguridad, los sobresalta la música insufrible que las operadoras le ponen en el arranque y que tienen de romántico tanto como un quirófano de campaña.
Te hacés el distraído y ponés tu sonrisa más compradora. Funciona, siempre funciona. Pero claro, todo ese calor significa una sola cosa: consumo de electricidad. Así que a la batería le quedan sólo unos minutos de hálito vital y ahí, cuando un ejército de Cupidos volvía a revolotear alrededor de la mesa, el teléfono pronuncia otro sonido contrariado y te solicita que enchufes el cargador. Es un momento crucial. Una interrupción se podría soportar. Dos, no. Entonces intentás salvar la noche y le decís: «Disculpame, es que lo reinicié para tratar de matar un proceso que lo estaba recalentando, y vos sabés que a mayor consumo, mayor disipación de temperatura, así que eso me comió la batería».
Si te perdona esa, es el amor de tu vida.
Pero anda bien, ¿eh?
Los nuevos teléfonos nos han enseñado también la humildad. ¿Cuántos objetos personales exhibiríamos todos destrozados? Un hilito suelto en un botón de la camisa y ya nos da vergüenza. Si el botón osa soltarse vamos por todos los escritorios mendigando aguja e hilo. No aceptaríamos comer en platos rotos y un mueble estropeado nos hace cancelar las visitas hasta que llegue el restaurador. Un cepillo de dientes con mucho millaje es inaceptable. Un cristal rajado da un aspecto de abandono que no podemos soportar. Pero se nos quiebra la pantalla del celular y seguimos así durante meses, no tanto porque es caro cambiarla (lo es, como toda la electrónica en la Argentina), sino porque como el repuesto es difícil de conseguir nos vamos a quedar sin celular durante dos semanas, ¿y quién puede sobrevivir dos semanas sin teléfono?
He estado en reuniones sociales en las que se comparan rajaduras, grietas, fisuras, mellas, orificios, cuarteamientos, estrías, rozaduras, ajamientos, erosiones, muescas, rayones y esquirlas como veteranos que cotejan cicatrices, y todo con la misma resignada aclaración: «Pero anda bien, ¿eh?»
Y hablando de adrenalina, ¿no es un momento de suspenso que reíte de Hitchcock cuando nos disponemos a levantar el teléfono del piso, donde ha caído de plano, haciendo un ruido que no augura nada bueno? ¿Y no es también un alivio inefable cuando miramos la pantalla y está intacta, tanto que saltamos en una pata (si nadie nos ve) y bailamos un rato con alegría paroxística?
Sabemos asimismo que es sólo cuestión de tiempo antes de que se nos vuelva a caer, y entonces, tal vez, si los hados no están de nuestro lado, pasaremos a formar parte de la banda de las pantallas quebradas. ¿Pero anda bien, eh?
Volver a empezar
Como los teléfonos inteligentes son en realidad computadoras personales de bolsillo, hemos recuperado varias experiencias que el celular estándar nos había arrebatado.
La primera es que otra vez tenemos que hacer backup, reiniciar porque se colgó todo, instalar software, desinstalar software, nos quedamos sin espacio de disco, sin memoria y, más tarde o más temprano, inexorablemente, nos veremos obligados a restaurarlo al estado de fábrica, que es el equivalente a formatear y reinstalar el sistema operativo. Los clásicos siempre vuelven.
Segundo, caramba, una de las mejores cosas de la computación: las preguntas. Antes -qué cosa más angustiante- prendías el teléfono y ya, tenías un teléfono. Ahora, no. Ahora lo encendés y te solicita una cuenta en algún proveedor (Apple, Google, etcétera), tenés que activarlo, decidir el idioma, la hora, el signo astrológico, informar tu edad, tu peso, ingresar 42 contraseñas, un PIN y acordarte de qué estabas haciendo el 12 de abril de 1986 a las 4 menos 20 de la tarde (fue sábado). Cuando, luego de aproximadamente 45 minutos, conseguís que el teléfono deje de importunarte y se comporte como un teléfono, te relajás y pensás que lo peor ha pasado. Pero no, porque no es un teléfono. Así, durante el tiempo que lo tengas a tu servicio, volverán los interrogantes cabalísticos y los mensajes 110% innecesarios. Por ejemplo, un cuadrito blanco que dice Aplicaciones recomendadas se detuvo, con un botón Aceptar. Bueno.
No quiero olvidarme de otro placer propio de Síbaris (hoy Síbari) que hemos recuperado gracias a los teléfonos inteligentes: la configuración. ¿Cuántos ajustes había que hacerle a un celular de los de antes? Cero, ninguno, nada. Como mucho, elegías el ringtone. Una época oscura, la verdad. Por suerte, ahora no sólo tenemos 24.000 opciones, sino que hasta se ha vuelto complicado acallar la maldita cosa. Para empezar, podés cambiar el volumen del tono de llamada, de las notificaciones, de películas y música y del sistema. Después, podés elegir los ringtones para cada aplicación, y cuáles de todas las notificaciones emitirá (sonido, vibración, LED, color del LED, humo en aerosol, burbujas de jabón, etcétera). Asimismo, es posible silenciar grupos de Whatsapp o establecer un período durante el cual el telefonito no nos importunará, excepto si se dan ciertas condiciones, que por supuesto es menester definir. No entiendo cómo podíamos tolerar el tedio de los celulares de antes, que con sólo mantener presionado numeral, se silenciaban.
Hoy, antes de ir a la cama, debemos reservar en la agenda una buena media horita para asegurarnos de que las notificaciones hayan sido del todo desactivadas.
Lógico, después dormís de un tirón toda la noche.
Fuente: La Nación, 02/04/16.
Más información:
Comentarios
Algo para decir?
Usted debe estar logueado para escribir un comentario.