La llamada de la tribu, por Mario Vargas Llosa

agosto 2, 2018

Una visita guiada al pensamiento liberal

Por Javier Fernández-Lasquetty. Vicerrector de la Universidad Francisco Marroquín.

Mario Vargas Llosa la llamada de la tribu

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Mario Vargas Llosa ha publicado un elogio razonado de la libertad bajo el paradójico título La llamada de la tribu. Como él mismo explica, ha tomado de Karl Popper la idea del espíritu tribal que está eternamente presente y que ofrece el falso orden igualitario del grupo identitario, con su jefe, su planificación y su coactividad. A cambio, eso sí, de que no haya individualidad, ni libertad, ni responsabilidad. Vargas Llosa apunta directamente al comunismo y al nacionalismo —valga la redundancia— como modernos imanes que atraen hacia esa antiquísima “tribu” contra la que se erige el individuo soberano.
Este libro merece una expresión de gratitud hacia su autor, cubierto ya de todos los laureles literarios que existen y que él merece, empezando por los Premios Nobel y Cervantes. Este libro es el legado que Mario Vargas Llosa deja en el terreno de las ideas políticas. Uno tiene la impresión de que es una obligación autoimpuesta, como si no quisiera cerrar su bibliografía sin entregar un libro que sirva de guía de las ideas liberales, las que a él le parece que valen la pena. Para ello se sumerge en la obra de siete autores de primera fila. Entra a fondo en sus principales libros, ordena las ideas, selecciona citas, incluso traduce él mismo determinados textos. Lo que ha hecho Mario Vargas Llosa ha debido llevarle tanto trabajo que a los lectores nos lo ha puesto sencillísimo: el libro se lee con facilidad, y con la prosa extraordinaria del maestro se enuncian ideas muy complejas, que no pierden nada de su contenido original.
No son novedades el interés de Vargas Llosa por la política, ni su visión liberal. Mauricio Rojas lo ha sintetizado en Pasión por la libertad. El liberalismo integral de Mario Vargas Llosa (Gota a Gota – FAES, 2011). Ahí están sus artículos, sus comparecencias públicas, e incluso bastantes de sus novelas (Conversación en la CatedralLa fiesta del chivo, entre otras). Muchos tenemos El pez en el agua en la lista de nuestros libros favoritos, con ese relato de la campaña electoral que hizo en 1990 que es una novela trepidante, al mismo tiempo que un manual de política liberal.
Mario Vargas Llosa elogia continuamente la honradez intelectual de los autores a los que trata en La llamada de la tribu, por ejemplo al hablar de Jean-François Revel o de Raymond Aron. La primera honradez intelectual que debe ser aplaudida es la del propio autor. Él mismo explica en la introducción su peripecia intelectual, que se inicia en el marxismo —cuyas obras lee, a diferencia de tantos neomarxistas— pero que se aparta de él a medida que ve en la revolución cubana o en su viaje a la URSS lo que significa el socialismo real. También habla repetidamente de su decepción con Jean-Paul Sartre, de quien era devoto seguidor y de quien, sin negar su inteligencia, deja en el libro citas suficientes para comprender recordar que el padre del existencialismo defendió los campos de concentración soviéticos y negó cínicamente la evidente represión ideológica comunista.
Del rechazo a las dictaduras de cualquier signo al liberalismo pasa —él mismo lo explica— de manera lenta, avanzando como el escalador, agarrando puntos firmes para atreverse a llegar cada vez más lejos. Señala a Popper, Hayek y Berlin como “los tres pensadores modernos a los que debo más, políticamente hablando”. Pero Vargas Llosa escribe dos nombres como definitivos en su llegada al liberalismo, los de Margaret Thatcher y Ronald Reagan. No oculta —¡ni tiene por qué hacerlo!— su admiración por los dos grandes políticos liberales de finales del siglo XX, decisivos en la demostración de que la libertad y la responsabilidad superan moral y materialmente al socialismo.
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La delimitación del liberalismo y sus autores que Vargas Llosa hace no se adscribe ni limita a ninguna de sus escuelas. Nos presenta una big tent, un espacio amplio de pensadores que tienen como rasgo común la creencia de que el individuo está por encima del colectivo, que la responsabilidad va unida a la libertad, y que la libertad está por encima de todo. El autor peruano y español no enuncia su propia visión del liberalismo. No se identifica con el anarcocapitalismo, sino que cree que debe existir un Estado pequeño, pero fuerte y eficaz, que asegure “la libertad, el orden público, el respeto a la ley, la igualdad de oportunidades”. Es partidario de que el Estado asegure e incluso provea un sistema educativo de alto nivel a todos, pero cree que la competencia y la iniciativa privada deben ser protagonistas también en el terreno educativo. Cuando habla de igualdad de oportunidades deja claro que no la identifica con igualdad en los ingresos y en la renta, consciente de que “esto último sólo se puede obtener en una sociedad mediante (…) un sistema opresivo”.
Rechaza la identificación del liberalismo con lo que llama una “receta económica de mercados libres”, pero cree que la libertad económica es “una pieza maestra” de la doctrina liberal. Por eso reprocha repetidamente a Ortega y Gasset —a quien sin embargo incluye entre los siete pensadores a los que dedica el libro— el que tuviera un pensamiento económico tan raquítico y tan desconfiado hacia el capitalismo.
En el concepto de liberalismo de Vargas Llosa está muy presente la noción de humildad, que se traduce en el empeño en limitar el poder en lugar de aprovecharlo, y se traduce también en la humildad intelectual de no pretender tener verdades dogmáticas e inmutables.
Para el autor es esencial la idea de discusión, de debate; la posibilidad abierta siempre de la refutación, que toma de Popper, o las verdades contradictorias que lee en Isaiah Berlin. Es ese espíritu crítico el que “resquebraja los muros de la sociedad cerrada y expone al hombre a una experiencia desconocida: la responsabilidad individual”. Por eso Vargas Llosa gira siempre en torno a la idea de pluralismo, al que considera una necesidad práctica para la supervivencia de los hombres, y que en nada debe ser confundido con el relativismo, porque siguiendo a Popper “la verdad tiene un pie asentado en la realidad objetiva”.
Vargas Llosa nos habla también de los enemigos del liberalismo. El principal de ellos, el constructivismo. Es en el capítulo dedicado a Hayek en el que más rotundamente denuncia “la fatídica pretensión de querer organizar, desde un centro cualquiera de poder, la vida de la comunidad”. Con no menor severidad rechaza ese otro enemigo del liberalismo, mucho más sinuoso, que es el mercantilismo. También con Hayek y con Adam Smith coloca como opuestos al capitalismo los arreglos de ciertos empresarios y ciertos políticos para proteger a los primeros de la competencia mediante barreras, regulaciones o incentivos proteccionistas.
El libro de Mario Vargas Llosa destila alegría y optimismo. La libertad no conduce al caos, sino que genera ese orden espontáneo hayekiano, basado en las decisiones libres y en la responsabilidad individual. Es el individualismo lo que hace a Vargas ser optimista, a diferencia del pesimismo que le produce el hombre-masa de Ortega, igualado en un ser colectivo en el que abdica de su individualidad. La libertad es la diferencia, y es una libertad que, para el autor, no existe si no es completa: no puede haber libertad si falta la libertad política, o la económica, o la de creación y pensamiento. Por eso el libro es también un respaldo a la democracia liberal y un rechazo a cualquier forma de dictadura.
Para explicar su propio recorrido vital se apoya en siete autores, de los cuales hace un fascinante retrato personal e intelectual. Presta mucha atención a las circunstancias de sus vidas, y también a las personas de su entorno. Adam Smith en sus tertulias, en su vida universitaria, y en su amistad con David Hume. Ortega en la Europa del auge totalitario, en la guerra civil y en la posguerra. Hayek con Mises, pero sin ser igual a Mises. Popper en Nueva Zelanda, en la London School of Economics… y apartándose del atizador que agita Wittgenstein. Aron frente a todos, especialmente en esos días confusos de mayo de 1968. Isaiah Berlin en Washington durante la Segunda Guerra Mundial, o en Leningrado en su noche casta y transformadora con la poetisa represaliada Anna Ajmátova. Revel, en fin, vital, jovial, sagaz y demoledor en la denuncia de los liberticidas.
Hay en el libro una crítica recurrente a los intelectuales, lo que dice mucho de la honradez de pensamiento de Mario Vargas Llosa. Rechaza el elitismo de Ortega y, con Hayek y Popper, coincide en denunciar al intelectual constructivista, o simplemente oscurecedor y tenebrista. Adictos a ese opio de los intelectuales que valientemente denunció Raymond Aron, el escritor peruano concluye —siguiendo a Revel— que “por lo general los pueblos son mejores que la mayoría de sus intelectuales: más sensatos, más pragmáticos, más libres”.
Nos quejamos muchas veces los liberales de que nos faltan claridad, estilo y atractivo para presentar las ideas de la libertad. Al leer La llamada de la tribu tenemos por fin entre las manos lo que deseábamos. Sin ser perfecto, sin dejar de ser opinable —refutable, diría su admirado Popper—, lo que ha escrito Vargas Llosa merece ser leído por muchas personas de muchas generaciones. Es imposible encontrar mejor cicerone para hacer un recorrido y disfrutar de un paseo exquisito por ese jardín frondoso, variado y abierto que son las ideas de la Libertad.
—Este artículo fue publicado originalmente en Cuadernos de FAES (España), edición de julio de 2018 y en Cato Institute.

Fuente: atlas.org.ar, 2018.


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La corrección política es enemiga de la libertad

marzo 4, 2018

Mario Vargas Llosa: “La corrección política es enemiga de la libertad”

Entrevista al escritor Mario Vargas Llosa, quien esta semana publica su ensayo La llamada de la tribu (Alfaguara), un alegato a favor del pensamiento liberal a través de siete autores que le influyeron y a los que rinde homenaje.

Redacción: Maité Rico, subdirectora de El País.

¿Por qué el pensamiento liberal es la diana de tantos ataques?

Ha sido el blanco de las ideologías enemigas de la libertad, que con mucha justicia ven en el liberalismo a su adversario más tenaz. Y eso lo he querido explicar en el libro. El fascismo, el comunismo han atacado tremendamente al liberalismo, sobre todo caricaturizándolo y asociándolo a los conservadores. En sus primeras épocas el liberalismo fue asediado sobre todo por la derecha. Ahí están las encíclicas papales, los ataques desde todos los púlpitos a una doctrina que se consideraba enemiga de la religión, enemiga de los valores morales. Creo que estos adversarios definen muy bien la estrecha relación que existe entre el liberalismo y la democracia. La democracia ha avanzado y los derechos humanos han sido reconocidos fundamentalmente gracias a los pensadores liberales.

liberalismo

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Los autores que analiza tienen rasgos comunes, entre otros, que nadaron contra corriente. Incluso dos libros de Hayek y Ortega estuvieron prohibidos. ¿Un liberal está condenado a ser un corredor de fondo solitario?

El liberalismo no solo admite, sino que estimula la divergencia. Reconoce que una sociedad está compuesta por seres humanos muy distintos y que es importante preservarla así. Es la única doctrina que acepta la posibilidad de error. Por eso insisto mucho: no es una ideología; una ideología es una religión laica. El liberalismo defiende algunas ideas básicas: la libertad, el individualismo, el rechazo del colectivismo, del nacionalismo; es decir, de todas las ideologías o doctrinas que limitan o cancelan la libertad en la vida social.

Hablando de nacionalismo, últimamente habrá pensado más de una vez en Ortega y Gasset y en sus advertencias premonitorias sobre los peligros del nacionalismo en Cataluña y País Vasco. ¿Por qué los liberales rechazan el nacionalismo?

Porque es incompatible con la libertad. El nacionalismo entraña, cuando uno escarba un poco en la superficie, una forma de racismo. Si crees que pertenecer a un determinado país o nación, o a una raza, o a una religión es un privilegio, un valor en sí mismo, crees que eres superior a los demás. Y el racismo inevitablemente conduce a la violencia y a la supresión de las libertades. Por eso el liberalismo desde la época de Adam Smith ha visto en el nacionalismo esa forma de colectivismo, de renuncia a la razón por un acto de fe.

Populismo, resurgimiento de los nacionalismos, el Brexit…, ¿está renaciendo el espíritu de la tribu?

Hay una tendencia que se opone a lo que yo creo que es lo más progresista de nuestro tiempo, que es la formación de grandes conjuntos que están lentamente desvaneciendo las fronteras e integrando a diferentes lenguas, costumbres, creencias. Es el caso de Europa. Esto provoca mucha inseguridad y mucha incertidumbre y una tentación muy grande de regresar a esa tribu, a esa sociedad pequeña, homogénea que nunca existió en la realidad, donde todos son iguales, donde todos tienen las mismas creencias, la misma lengua… Ese es un mito que da mucha seguridad, y eso explica brotes como el Brexit, como el nacionalismo catalán, o los nacionalismos que hacen estragos en democracias como Polonia, Hungría, incluso Holanda. El nacionalismo está ahí, pero mi impresión es que, como ha ocurrido en Cataluña, es minoritario, y la fuerza de las instituciones democráticas va a ir socavándolo poco a poco hasta derrotarlo. Soy más bien optimista.

¿Cómo se puede luchar intelectual y políticamente contra esas corrientes?

Hay que combatirlas sin complejos de inferioridad. Y decir que el nacionalismo es una tendencia retrógrada, arcaica, enemiga de la democracia y de la libertad, y que está sustentada en ficciones históricas, en grandes mentiras, en eso que ahora se llaman posverdades históricas. El caso de Cataluña es flagrante.

Su camino al liberalismo

Su evolución desde el marxismo al liberalismo no es infrecuente. De hecho, es la misma que siguieron algunos de los autores que glosa, como Popper, Aron, Revel. ¿Conocer desde dentro el mecanismo totalitario actúa como revulsivo?

Mi generación en América Latina despierta a la razón en un continente de desigualdades monstruosas y dictaduras militares apoyadas por Estados Unidos. Para un joven latinoamericano que tenía cierta inquietud era muy difícil no rechazar esa especie de caricatura de democracia, con la excepción de Chile, Uruguay y Costa Rica. Yo quise ser comunista, me parecía que el comunismo representaba la antípoda de la dictadura militar, de la corrupción y sobre todo de las desigualdades. Entonces entré en San Marcos, una universidad nacional y popular, con la idea de que ahí debía de haber comunistas con los que vincularme. Y efectivamente, me vinculé. Ahora bien, en ese tiempo el comunismo en América Latina era el estalinismo puro y duro, con partidos subyugados a la Komintern, a Moscú. A mí me defendieron del sectarismo Sartre y el existencialismo. Yo tenía todo el tiempo discusiones en mi célula, y solo milité un año. Pero seguí siendo socialista de una manera vaga, y eso lo fortaleció la revolución cubana, que al principio parecía un socialismo distinto, no dogmático. Me entusiasmó. En los sesenta viajé a Cuba cinco veces. Y poquito a poco vino el desencanto, sobre todo a partir de la creación de las UMAP [Unidades Militares de Apoyo a la Producción]. Hubo redadas contra jóvenes que yo conocía, fue un trauma. Y me acuerdo de haber escrito una carta privada a Fidel diciéndole que estaba desconcertado, que cómo Cuba, que parecía un socialismo abierto y tolerante, podía meter en campos de concentración a “gusanos” y homosexuales con criminales comunes. Fidel me invitó a mí y a una docena de intelectuales a conversar con él. Estuvimos toda una noche, 12 horas, de las ocho de la tarde a las ocho de la mañana, oyéndolo hablar, básicamente. Fue muy impresionante, pero no muy convincente. Desde entonces empecé a tener una actitud un poco recelosa. La ruptura definitiva vino con el caso Padilla (el proceso contra el escritor Heberto Padilla, encarcelado en 1971 y obligado a una terrible autocrítica pública). Tuve un proceso difícil, más bien largo, de reivindicación de la democracia, y poco a poco de acercamiento a la doctrina liberal, a base de lecturas. Y tuve la suerte de vivir en Inglaterra los años de Margaret Thatcher.

El retrato que hace de Thatcher, como una mujer culta, valiente, de hondas convicciones liberales, contrasta con la imagen que se ha difundido de ella.

Es una caricatura absolutamente injusta. Cuando yo llegué, Inglaterra era un país en plena decadencia. Un país con libertades, pero sin nervio, que se apagaba poco a poco dentro de ese avance del nacionalismo económico de los laboristas. La revolución de Margaret Thatcher despertó a Gran Bretaña. Fueron tiempos difíciles: acabar con las sinecuras sindicales, crear una sociedad de mercado libre, de competencia, y defender la democracia con la convicción con la que ella lo hizo, sin complejos, frente al socialismo, frente a China y la URSS, las dictaduras más crueles de la historia. Para mí fueron años definitivos porque empecé a leer a Hayek, a Popper, que eran autores a los que Thatcher citaba. Ella decía que La sociedad abierta y sus enemigos era un libro fundamental en el siglo XX. La contribución de Thatcher y de Ronald Reagan a la cultura de la libertad, a acabar con la Unión Soviética, que era el mayor desafío que había tenido la cultura democrática, es una realidad que está desgraciadamente muy mediatizada por la campaña de una izquierda cuyos logros son muy pobres.

¿Y cuál es hoy el principal desafío para la democracia occidental?

El mayor enemigo hoy es el populismo. No hay nadie medianamente cuerdo que quiera para su país un modelo como el de Corea del Norte o el de Cuba, o el de Venezuela; el marxismo es ya marginal en la vida política, pero no así el populismo, que corrompe las democracias desde dentro, es mucho más sinuoso que una ideología, es una práctica a la que por desgracia son muy propensas las democracias débiles, las democracias primerizas.

La crisis bancaria de 2008, el aumento de la desigualdad han reavivado las críticas a la doctrina liberal, que de unos años a esta parte ha sido rebautizada como “neoliberalismo”.

Yo no sé qué cosa es el neoliberalismo. Es una forma de caricaturizar el liberalismo, presentarlo como un capitalismo despiadado. El liberalismo no es dogmático, no tiene respuestas para todo; se ha ido transformando desde Adam Smith hasta nuestros días porque la sociedad es mucho más compleja. Hoy día hay injusticias, como la discriminación de la mujer, que ni siquiera aparecían en el pasado.

Dentro de las diferentes tendencias en el liberalismo, entiendo que la principal divergencia se deriva del mayor o menor peso que se otorga al Estado.

Sí. Los liberales quieren un Estado eficaz pero no invasivo, que garantice la libertad, la igualdad de oportunidades, sobre todo en la educación, y el respeto a la ley. Pero junto a ese consenso básico hay divergencias. Isaiah Berlin dice que la libertad económica no puede ser irrestricta, porque siéndolo en el siglo XIX llenó las minas de niños. Hayek, en cambio, tenía una confianza tan extraordinaria en el mercado que pensaba que podía solucionar todos los problemas si se lo dejaba funcionar. Berlin era mucho más realista, él pensaba que, en efecto, el mercado es lo que traía el progreso económico, pero que si el progreso significaba crear desigualdades tan gigantescas, la esencia misma de la democracia quedaba perjudicada, ya no funcionaba la libertad de la misma manera para todos. También Adam Smith, al que se considera el padre del liberalismo, era muy flexible. Hombre, claro, hay deformaciones del liberalismo, yo cito el caso de economistas completamente cerrados, convencidos de que solo las reformas en el campo económico traen como consecuencia inevitablemente la libertad. Yo no estoy de acuerdo, yo creo que las ideas son más importantes que las reformas económicas. Volviendo a las caricaturas, o las trampas del lenguaje, es muy significativo el uso de la etiqueta “progresista” que en España, por ejemplo, se colocan fuerzas que defienden las dictaduras de Cuba y Venezuela. Yo creo que desgraciadamente es una contribución de los intelectuales a la deformación del lenguaje. Ellos han impregnado de prestigio el marxismo, el comunismo, como antes lo hicieron con el nazismo o el fascismo, a los que rodearon de una aureola que seduce a cierta gente joven. Los intelectuales, con una ceguera enorme, han visto siempre la democracia como un sistema mediocre, que no tenía la belleza, la perfección, la coherencia de las grandes ideologías. Fíjate que esa ceguera no es incompatible con una gran inteligencia. Heidegger, por ejemplo, quizá el filósofo más grande de la modernidad, ¿cómo pudo ser nazi? Lo mismo ocurrió con el comunismo. Atrajo a escritores y poetas de altísimo nivel que aplaudieron el Gulag. Sartre, el filósofo francés más inteligente del siglo XX, apoyó la Revolución Cultural china…

Honestidad Intelectual

Por eso le pregunto. Lo define como un gran intelectual. Era un hombre…, digamos que sus posiciones políticas estuvieron siempre equivocadas.

Creo que hay una explicación probablemente muy personal y quizás demasiado psicologista, pero él no fue un resistente de verdad…, incluso aceptó reemplazar a un profesor que había sido expulsado de la enseñanza por ser judío, y aunque perteneció a un grupo resistente en el que prácticamente no hizo gran cosa, creo que nunca se liberó de ese complejo y estuvo el resto de su vida haciendo esfuerzos, algunos grotescos, para merecer el nombre de progresista y revolucionario. Una necesidad que fue muy generalizada en su época: los intelectuales querían dar prueba de progresismo porque era lo que se esperaba de ellos. Entonces se equivocaron monstruosamente y contribuyeron muchísimo a dar esa especie de aura al comunismo, como antes al nazismo. Del Tercer Mundo, ya ni hablamos. Si tú en América Latina en los años sesenta no eras un intelectual de izquierdas, simplemente no eras un intelectual. Se te cerraban todas las puertas. Había un control de la cultura por parte de una izquierda muy sectaria, muy dogmática, que deformaba profundamente la vida cultural. Creo que eso ha cambiado considerablemente.

También ha ocurrido en Europa.

Sí, claro. Aunque en Inglaterra, cuando yo vivía allí, había intelectuales que daban la batalla, que salían a enfrentarse, que no tenían complejos de inferioridad, y aquello me ayudó muchísimo a ser más honesto conmigo mismo.

Es que en muchos casos es un problema de honestidad intelectual. Élites que defienden modelos que jamás soportarían…

Así lo creo. Bertrand Russell, por ejemplo, defendió causas muy nobles, y fue una persona admirable en muchas cosas, y al mismo tiempo defendió cosas horrendas, y se dejó manipular por una izquierda que no tenía ningún respeto por sus obras, por sus ideas, que ni siquiera lo había leído. ¿Cómo te explicas esa contradicción? Por desgracia, la inteligencia no es una garantía de honestidad intelectual. Isaiah Berlin, sin embargo, creía que era imposible disociar la grandeza intelectual o artística de la rectitud ética. Que talento y virtud van unidos. No, no es verdad. Si fuera así, no se darían esas contradicciones tan flagrantes que hemos visto alrededor nuestro… Heidegger no hubiera muerto con su carné del partido nazi, Sartre no hubiera defendido la Revolución Cultural china, ni declarado, como hizo, en 1946, a su regreso de Moscú: “La libertad de crítica es absoluta en la URSS”… Pero ese no es el caso de ninguno de los intelectuales que yo menciono en el libro. Ellos creen que la moral es inseparable de la política. Y que hay que estar dispuesto a corregir y a aprender de los errores. En eso insiste mucho Popper.

Este debate ha cobrado actualidad.

Estamos viendo en el cine, por ejemplo, cómo se condena al ostracismo la obra de creadores acusados de actos deplorables (con o sin pruebas): Polanski, Woody Allen… Y en literatura, Gallimard ha decidido no publicar los panfletos antisemitas de Céline. Estas prohibiciones son estúpidas.

¿Debe respetarse la obra de un canalla?

No solo debe respetarse. Debe publicarse. Si tú comienzas a juzgar la literatura en función de la moral y de la ética, la literatura no solo quedaría muy diezmada, es que desaparecería… No tendría razón de ser. La literatura expresa aquello que la realidad se empeña en ocultar por distintas razones. Nada estimula tanto el espíritu crítico en una sociedad como la buena literatura, además de la belleza que significa el placer que te produce. Pero la literatura y la moral están reñidas, son enemigas, y hay que respetar la literatura si tú crees en la libertad. Que haya escritores demoniacos, desde luego, hay muchísimos, que no son para imitarlos, pero sí para aprender de ellos. El marqués de Sade está lleno de horrores, escribió las cosas más atroces y al mismo tiempo pocos escritores se han adentrado con tanta profundidad en las complejidades de la mente humana, del mundo de los deseos y los instintos. Y Céline fue un miserable por apoyar a los nazis y por su racismo, sin duda, y al mismo tiempo fue uno de los más grandes escritores modernos. Yo no creo que haya en la Francia moderna, después de Proust, ningún escritor tan original ni tan grande como Céline. Yo he leído sus dos grandes novelas dos o tres veces, y son obras maestras absolutas. Dentro de su pequeñez, de su visión tan mediocre del ser humano, expresó una realidad no solamente de la sociedad francesa, sino de todas las sociedades sin excepción.

¿La corrección política puede amenazar la libertad?

La corrección política es enemiga de la libertad porque rechaza la honestidad, es decir, la autenticidad. Hay que combatirla como una desnaturalización de la verdad.

Falsas verdades

Recientemente hemos descubierto las fake news como si fuera algo nuevo. Pero en El conocimiento inútil, Jean-François Revel describe cómo, en los años ochenta, la URSS dio la gran batalla de la desinformación en Occidente, en la que participaron intelectuales, por supuesto, y medios de comunicación, con coberturas sesgadas y campañas contra dirigentes conservadores. Ahí nacieron los grandes bulos…

Palabras nuevas para realidades muy antiguas. En el caso de la desinformación, de la manipulación, el comunismo tuvo una habilidad diabólica para desnaturalizar las cosas, para desprestigiar a figuras honestas, para encubrir las mentiras con falsas verdades que al final prendían y sustituían a la realidad.

La URSS cayó, pero ahora llega desde Moscú una nueva forma de injerencia cibernética en las elecciones de EEUU, en Cataluña, en las campañas electorales de México y Colombia…

Lo que hay es una revolución tecnológica que está sirviendo para pervertir la democracia más que para fortalecerla. Es una tecnología que puede ser utilizada para fines muy diversos, pero de la que están sacando provecho los enemigos de la democracia y de la libertad. Es una realidad a la que hay que enfrentarse, pero desgraciadamente yo creo que todavía la respuesta es muy limitada. Estamos como desbordados por una tecnología que se ha puesto al servicio de la mentira, de la posverdad, y que puede llegar a ser, si no atajamos ese fenómeno, profundamente destructor y corruptor de la civilización, del progreso, de la verdadera democracia.

Fuente: larepublica.pe, 25/02/18.


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Entrevista a Mario Vargas Llosa

octubre 19, 2014

Vargas Llosa: «Los Kirchner han conducido a este gran país al caos económico»

Por Juan Cruz.

ENTREVISTA EXCLUSIVA – REVISTA VIVA

No para de escribir ni de temer por el futuro de la humanidad. Desde su liberalismo, le dispara a la corrupción y a los nacionalismos y critica al gobierno argentino.

El escritor peruano Mario Vargas Llosa durante su entrevista con VIVA en Madrid. (Gabriel Pecot)

El escritor peruano Mario Vargas Llosa durante su entrevista con VIVA en Madrid. (Gabriel Pecot)

Mario Vargas Llosa (Arequipa, Perú, 1936) bromeaba hace unos días en Segovia, adonde había ido a dialogar con su colega el también Nobel francés J. M. G. Le Clézio dentro del Hay Festival, que de manera inexorable se acerca a los ochenta años y que esa es ya una edad demasiado seria.

Alguna vez dijo que cuando llegara a esos años se compraría un perro, probablemente un gran danés, y se expondría al tiempo sentado y leyendo en una hamaca cómoda frente al mar. Esto lo dijo hace al menos tres años, poco después de haber ganado el premio principal de la literatura en el mundo; ese acontecimiento lo agarró dando clases a un puñado de jóvenes en Princeton. Vivía entonces en Nueva York, a caballo de esa universidad y del ajetreo al que se somete en las ciudades: teatro, cine, conciertos, bibliotecas. Al principio de su vida (que cuenta admirablemente en El pez en el agua, un libro cuya lectura desbarataría todos los tópicos que hay sobre él) se ganó el nombre de Varguitas, y siempre fue un escolar esforzado y voluntarioso que no paró de leer y de escribir con una disciplina que pasará a la historia de la literatura al lado de tenacidades como las de dos de sus ídolos, Balzac y Flaubert.

Esa actividad incesante, para la que que cuenta con una cómplice inigualable en su mujer, Patricia Llosa, es la que ha pospuesto (creo que para siempre) esa voluntad suya de retirarse un día a descansar frente a un mar pacífico (no necesariamente el Pacífico) y con una pila de libros que lo conforten.

Al contrario, además de un escritor que defiende su tiempo (en sentido real; también su tiempo en sentido metafórico) trabajando sin tregua en sus libros y en sus artículos, Mario Vargas Llosa es un ser contemporáneo que se divierte en cines y teatros, en paseos y en cenas, y no deja jamás de cumplir con su vocación de mirar: exposiciones, paisajes. Su entusiasmo no conoce límites; ni su entusiasmo ni su alegría ni su curiosidad. Esta última lo ha convertido en uno de los periodistas más despiertos del mundo, que no ceja en su obligación intelectual de interpretarlo y en su compromiso político de afrontarlo como un desafío que no hay que agarrar como si fuera un simple trámite el hecho de vivir con otros en un universo plagado de injusticias, recelos y emboscadas.

Podrás estar de acuerdo con él y podrás estar en desacuerdo, pero es imposible sentirse indiferente ante Vargas Llosa. Su vida, que empezó siendo la de un escritor y siguió siendo la de un revolucionario que perseguía las utopías de cada tiempo cuando el tiempo convulso convivía con los inicios de la Revolución (la cubana, por ejemplo), es el reflejo de un hombre de este tiempo; salvando las distancias del drama que vivió Albert Camus en medio de dos guerras, su compromiso con la vida (y con el devenir político) ha seguido esa estela del autor de El extranjero: hasta que no tuvo su conciencia acorde con sus deseos, hasta que éstos no hallaron acomodo en sus convicciones, Vargas Llosa no se sintió un hombre libre, y desde entonces ningún tópico de los que caen sobre él lo arranca de su concepto de la libertad, que arranca de Popper y de Isaiah Berlin y no de Carlos Marx.

Es un hombre libre con el que da gusto hablar, porque su conversación es la de un liberal que actúa como tal: respeta lo que digas, lo contrapone con lo que él piensa, y si sigues pensando distinto con él brindas igual por la conversación y por la vida. A veces (como ahora mismo) se siente impelido a expresar su desconcierto, y de eso fuimos a hablar con él, en su casa de Madrid, en medio de un estreno teatral (El loco de los balcones, con José Sacristán de protagonista, se ponía esos días por primera vez en la serie de estrenos de sus obras que hace el Teatro Español en Madrid) y de sus viajes y artículos y libros (pues ahora escribe una nueva novela, y esa es zona sagrada para él).

Resulta que a comienzos de septiembre Vargas Llosa publicó un artículo estremecedor, «Las guerras del fin del mundo», que evoca el título de una de sus principales novelas (La guerra del fin del mundo), sobre la situación que estamos viviendo ahora en el mundo alrededor, incluida la Europa en la que vive la mitad del año. Africa, Medio Oriente, Irak, Siria…, el mundo entero está en un periodo turbulento de la historia; las matanzas se suceden, los atentados son cada vez más sofisticados o brutales, y surge, además, esa novedad terrorífica en el aterrador terrorismo mundial: las decapitaciones del ejército ultraislámico en los montes de Siria e Irak.

«Ahora en el mundo hay una enorme crispación y se forman frente enemistados»

De esos horrores y de sus causas y de sus inciertos porvenires iba ese texto conmovedor que explica un escenario horripilante que nos retrotrae en algunos casos a las guerras de la Edad Media. Con ese regusto amargo estábamos cuando Viva me pidió que hablara con Mario Vargas Llosa.

Con él se puede hablar de todo, y a nada le pone mala cara (aunque el asunto sea para poner mala cara), pero esa sombra que hay sobre el mundo y su manera de mirarla me parecieron asuntos suficientes como para molestarlo mientras descansa de la novela o se apresta a un estreno teatral o a una sesión de cine. Por esos días, a aquella sombra del mundo le había nacido una luz, el referendum de Escocia, cuyo resultado evitó la fractura del Reino Unido, por el que él dio tres emocionados hurras.

En Europa (en España, más precisamente) había una sombra más, que sigue estando: la de Cataluña, cuyos dirigentes (y mucha de su población) se quiere separar de España. Para él todos estos movimientos tratan de disgregar la voluntad europea, y esta crisis es más dañina de lo que muchos piensan.

Esos asuntos revoloteaban por nuestra conversación, como es natural, pues hablar con Vargas Llosa es hablar con un hombre preocupado por el tiempo y por su tiempo: por el tiempo para aprovecharlo e impedir que esos 80 años que vislumbra lo hallen activo y pensando y escribiendo y leyendo, y por su tiempo para observarlo con la vitalidad con que ha afrontado las décadas de su vida, como un hombre comprometido.

Las guerras del fin del mundo comenzaba ironizando sobre lo que, tras la caída del Muro de Berlín, había escrito Francis Fukuyama sobre el fin de la historia: según Fukuyama ya había ganado la democracia, y para siempre. Pues ya ven qué ha pasado, decía Vargas Llosa. Y precisamente por la persistencia del espíritu soviético y zarista en Vladimir Putin y lo que sucede con las repúblicas que él quiere seguir dominando como antes lo hicieron Stalin o Brezhnev empezamos a hablar. Ahora, decía él, «la historia está más viva que nunca», y es más terrible. Y miren lo que hace Putin.

«La corrupción ha traído un desencanto extraordinario en los países democráticos por su vertiginosa magnitud»

-Usted evoca la predicción de Francis Fukuyama: la caída del Muro de Berlín, la desaparición del bloque soviético parecía predecir el fin de la historia; la democracia ha vencido, ya no habrá más nubarrones. Y mire, los nubarrones están, también por ese lado del mundo. Quién iba a decir que en ese lado del mundo iban a deshacer lo andado para igual o peor…

Sí, tienen una sociedad humillada, entregada a Putin, que gobierna de una manera absolutamente autoritaria y rodeado de una pandilla de cómplices, retomando una tradición que creíamos acabada: la de Stalin y la de los zares.

-El estado del mundo da miedo. ¿Qué es lo que más le preocupa?

Creo que lo más preocupante en el mundo es el fundamentalismo religioso, sobre todo el islámico, y el nacionalismo, dos formas de colectivismo que han sido fuente de las peores desgracias para la humanidad y que resucitan en un periodo en el que creíamos que lo que se extendía por el mundo era la tolerancia y el poder vivir pacíficamente en la diversidad. Nada de eso. Hay una enorme crispación y otra vez la formación de frentes absolutamente enemistados en los que prácticamente desaparece el diálogo y lo que lo sustituye es la guerra y el terror. Y en Europa, la resurrección de los nacionalismos pone en peligro todos los grandes progresos de la integración europea, la integración de la Europa oriental a la Europa occidental, tan positivos. El resurgir de los nacionalismos es sumamente preocupante, incluso en los países democráticamente más avanzados como Francia, donde si hubiera elecciones hoy día ganaría el Frente Nacional, un movimiento neofascista, la forma más extrema del nacionalismo.

-Todo adobado dentro de un caldero en el que el populismo es un elemento fundamental.

El populismo es un ingrediente central del nacionalismo, pero, en una escala de problemas, en primer lugar está el nacionalismo, en distintas formas, porque el nacionalismo adopta distintas formas. Ha sido derrotado en Escocia pero está vivísimo en España donde es un problema mayor; ha pasado a ser primordial, no es ya la crisis económica, porque mal que mal está encontrando un camino de solución, con enormes sacrificios, pero está saliendo; del problema del nacionalismo no está saliendo, está ahí, es una fiera suelta que nadie sabe muy bien cómo lidiar con él, empezando por el Gobierno español.Hay una extraordinaria abdicación de lo que debería ser el enfrentamiento democrático al nacionalismo de una manera muy resuelta, con una gran convicción.

-¿Qué significa el nacionalismo?

Defendemos el valor y el nacionalismo representa el desvalor, esto en España desgraciadamente no se ve, son unos sectores muy minoritarios los que están en esa campaña. El Gobierno juega un poco a pensar que los problemas se resuelven solos, que es un problema artificialmente creado (también lo creo), pero se ha creado y es una realidad indiscutible. El problema está ahí y tiene un arraigo en sectores muy amplios de la sociedad. Otra cosa es si el que sea numeroso significa que sea legítimo, no lo creo, pero sí creo que es muy numeroso.

-Los socialistas proponen…

El partido socialista no sabe qué hacer; propone una solución federalista sin explicar claramente qué es lo que diferencia el federalismo del régimen de autonomías, algo para mí absolutamente esotérico, y no lo esclarece porque simplemente no sabe tampoco cómo esclarecerlo… Aunque creo que hay una gran mayoría de españoles que no quieren el nacionalismo, la verdad es que no hay una idea clara de cómo enfrentarse a él y derrotarlo. El problema es mayúsculo.

-¿Qué ha tenido que pasar para que se deteriorara la ambición global de Europa y del mundo?

Básicamente la corrupción. La corrupción ha traído un desencanto extraordinario en los países democráticos por su vertiginosa magnitud. En gran parte la crisis financiera, monetaria, ha derivado de la corrupción más que de las malas políticas. Ha habido una corrupción resultante de la avidez, de la codicia a las que la ley no sabía cómo poner freno, la legalidad se ha venido colapsando periódicamente por la fuerza de la corrupción. En España esto ha traído algo inconcebible para un país que se ha modernizado como se ha modernizado; en las últimas elecciones ha habido 1.200.000 españoles que votaron por un populismo chavista, quienes frustrados, desesperados, desempleados, piensan que puede ser una solución.

-Usted mira alrededor y, por lo que dice, halla poca esperanza.

Si miramos alrededor el problema es sumamente serio. Al mismo tiempo Oriente Medio ya se ha incendiado otra vez, acabo de ver los bombardeos desde mar, aire y tierra. Se suponía que Obama había sido muy claro y categórico cuando dijo que sacaba al Ejército y que ya no entraban más. Pues allí están, absolutamente desesperados y muy comprensivamente, con un crecimiento de fuerzas –el Califato Islámico–más radicales y más numerosas todavía que Al Qaeda en Irak o en Siria. Naturalmente hay que movilizarse, pero eso significa un terrible fracaso de toda la política que lo ha precedido. Y si miras al otro lado ves una gran confusión, una gran debilidad y una gran incertidumbre sobre lo que hay que hacer. Hay una crisis muy profunda de la democracia pero derivada en gran parte de la corrupción, que ha tomado unas proporciones aterradoras. Todos los grandes bancos del mundo están siendo multados con sumas vertiginosas por haber actuado de una manera ilegal, indebida, por haber sido grandes fuentes de corrupción. ¿Cómo no va a desmoralizar a la gente todo esto con respecto a lo que es la pura libertad de la cultura democrática? Es terrible porque si la gente se decepciona de lo que clarísimamente representa un valor y la alternativa más positiva a todo lo otro, ¿con quién nos quedamos?

-Esa es la incertidumbre más grave que usted cita: la creación de un abismo que sólo propone perspectivas aterradoras…

Ese es el espíritu con el que está escrito ese artículo en el que quizá he sido un poco más pesimista de lo que debiera, pero creo que ese panorama lo explica.

-Habla de dos luces, la del 89 cuando caen los muros, y la de la Primavera árabe. Eso está por los suelos ya.

Pero la Primavera árabe era una realidad y no tuvo un apoyo muchísimo más resuelto. En Siria fue una tragedia porque la gran movilización contra la dictadura estaba encabezada por demócratas que querían democratizar y modernizar el país y la falta de apoyo de Occidente fue trágica. No sólo trágica: permitieron que ese movimiento se convirtiera en un caballo de Troya a través del cual el fundamentalismo más intransigente y criminal tuviera unas posibilidades de expansión que fíjate en lo que se han convertido. Ahí hay una falla de Occidente, debió comprometerse de una manera más resuelta para no permitir la expansión del fundamentalismo de la manera que estamos viendo.

«Ojalá la Argentina vuelva a ser la gra nación que tanto admiramos»

-La imagen de las decapitaciones, que las televisiones y las redes sociales amplifican como un espectáculo, representa la regresión más absoluta de este momento en guerra que vive la humanidad del que usted habla.

Es que ese colapso de la democracia no está sólo en la corrupción económica sino también en la degradación de los valores tradicionales. Es terrible que los medios de comunicación en lugar de servir de barrera de contención de ese horror, lo exploten sin escrúpulos, cínicamente, convirtiendo en espectáculo lo que es el horror de nuestro tiempo. Esa civilización está profundamente corrompida también, hay un colapso de la legalidad, de los valores, que tiene que ver muchísimo con el deterioro de las ideas. Si las ideas no representan nada, si los valores han desaparecido y se vive en un puro pragmatismo, estamos en la negación de la gran tradición libertaria, democrática, la de las ideas, la del espíritu crítico, la de la lucha contra el mal. Hoy no se sabe qué es el mal y qué es el bien. Hay una confusión al respecto total y el puro pragmatismo produce esos monstruos que estamos viviendo.

-Entre las luces que han desaparecido y las sombras que se han impuesto hay una luz pequeñita de la que usted se congratula en su texto, América.

En América latina tenemos menos dictadores que en toda nuestra historia, aunque existen casos dramáticos y pavorosos como el de Cuba o Venezuela. Venezuela tiene seguidores supuestamente, Ecuador, Bolivia, Nicaragua, sin embargo esos seguidores no practican las políticas de Venezuela y guardan algunas formas democráticas porque los tiempos no están a favor de los autoritarismos explícitos a la manera tradicional en América latina. Esto, nos guste o no, es un progreso. Curiosamente en el continente, que era el que siempre decepcionaba, hoy tienes una alternativa que es bastante positiva. Las democracias, por imperfectas que sean, están funcionando cada vez más (con esas excepciones): hay una derecha democrática, como se ha visto en Chile, en Colombia, en Perú; hay una izquierda democrática, como se ve en Chile o en Uruguay. Uruguay es un caso interesantísimo de antiguos ex guerrilleros que creían en la acción armada y en la violencia. Suben en unas elecciones libres y la democracia no sólo no sufre mella sino que es muy dinámica y progresista que está introduciendo reformas muy liberales: la legalización de la marihuana, el matrimonio gay, la ley del aborto, y al mismo tiempo economía de mercado, gran estímulo a la inversión extranjera. Es una izquierda muy moderna, una izquierda en la que lo mejor del socialismo y lo mejor del liberalismo se han co-fundido. Es un país muy pequeño con unas características muy especiales, uno de los casos más estimulantes en un panorama del mundo bastante negativo.

-¿Cómo ve el caso argentino, al que se ha referido críticamente?

En este momento la esperanza es que acabe la época de los esposos Kirchner, que han conducido a este gran país a una situación de caos económico que ahora ha alcanzado la categoría de default en medio del descrédito internacional y del caos del desgobierno. Ese desgobierno ha conducido a Argentina a la caída libre. Pero finalmente parece que la población, la opinión pública, refleja en las encuestas que los Kirchner pierden popularidad y se producen por tanto perspectivas de renovación porque es inevitable un cambio. Eso levanta el ánimo, porque a nadie le puede satisfacer el descrédito de su país, sobre todo cuando éste es tan ejemplar como Argentina, en el que funcionó durante muchos años un sistema educativo sin parangón en nuestro mundo. Esta esperanza se debe a que ya no se aguantan más las políticas populistas e irresponsables que ahora producen una reacción que ojalá se deje ver en la votación próxima. Ojalá eso ocurra y Argentina vuelva a ser, para bien del propio país y del mundo, la gran nación que tantos admiramos.

-El artículo sobre el horror de «las guerras del fin del mundo» mostró su contrariaredad como intelectual y como hombre comprometido con la realidad. Después se le alivió el ánimo con lo ocurrió en Escocia.

Lo que refleja que no hay que perder nunca las esperanzas, que hay que creer que sí hay cosas buenas y cosas malas y que las buenas son preferibles a las malas. Parece muy obvio decirlo pero a ratos se olvida. Europa está mucho mejor después del voto escocés de lo que lo hubiera estado si Escocia se hubiera independizado y hubiera provocado una catástrofe, la desaparición de Gran Bretaña, quizá la de la Unión Europea. Nada de eso ocurrió, más bien ha recibido un gran aliento. No hay que ceder al pesimismo y al mismo tiempo hay que tratar de mantener la lucidez, incluso si la lucidez te obliga a aceptar que hay periodos muy negativos en la Historia.

-Al final de su texto recuerda que en el 89 Fukuyama dijo que era irreversible la victoria de la democracia. Lo pone entre interrogantes…

La victoria final no existe, son siempre victorias parciales de la libertad. Va a haber retrocesos, caídas, ojalá se llegara a esa visión idílica respecto a la libertad y la democracia que daba Fukuyama en sus profecías. Creo que nunca se va a llegar, pero lo que sí creo es que hemos progresado, estamos mejor que en la época de las cavernas sin ninguna duda, estamos mejor que en la Edad Media, que durante la Inquisición desde luego, mejor que en la época del colonialismo, muy reciente y muy vivo hace 50 o 60 años, y que en el mundo de hoy se encoge y casi desaparece.Progreso sí hay pero los progresos no vienen solos, no son accidentes naturales. Detrás de los progresos hay una acción humana y lo importante es que esa acción humana se mantenga, esté bien orientada y no cundan ni el pesimismo ni la parálisis.

-¿No encuentra que entre los instrumentos que han dañado la democracia o la libertad está la falta de instrucción política en la sociedad?

La política pasó a ser muy despreciada. SiEs comprensible y al mismo tiempo peligrosísimo: si das la espalda a la política, la política puede quedar en manos de los peores. los mejores creen que la política es asquerosa y que hay que alejarse de ella, la política quedará en manos de rufianes, de mediocres y de pobres diablos. Algo de eso ha empezado a ocurrir en las democracias más avanzadas y es una de las explicaciones del gran deterioro de la vida política. Es importante convencer a los más brillantes, inteligentes, decentes, generosos e idealistas para que hagan política. Sólo puedes adecentar la política si la gente decente hace política. Si la dejas en manos de los rufianes porque te parece asquerosa, la política será cada vez más asquerosa.

Fuente: Clarín, 19/10/14.

Más información, menos conocimiento

marzo 4, 2014

Más información, menos conocimiento

Por Mario Vargas Llosa.

Nicholas Carr estudió Literatura en Dartmouth College y en la Universidad de Harvard, y todo indica que fue en su juventud un voraz lector de buenos libros. Luego, como le ocurrió a toda su generación, descubrió el ordenador, Internet, los prodigios de la gran revolución informática de nuestro tiempo, y no sólo dedicó buena parte de su vida a valerse de todos los servicios online y a navegar mañana y tarde por la Red, sino que, además, se hizo un profesional y un experto en las nuevas tecnologías de la comunicación sobre las que ha escrito extensamente en prestigiosas publicaciones de Estados Unidos e Inglaterra.

Un buen día descubrió que había dejado de ser un buen lector y, casi casi, un lector. Su concentración se disipaba luego de una o dos páginas de un libro y, sobre todo, si aquello que leía era complejo y demandaba mucha atención y reflexión, surgía en su mente algo así como un recóndito rechazo a continuar con aquel empeño intelectual. Así lo cuenta: «Pierdo el sosiego y el hilo, empiezo a pensar qué otra cosa hacer. Me siento como si estuviese siempre arrastrando mi cerebro descentrado de vuelta al texto. La lectura profunda que solía venir naturalmente se ha convertido en un esfuerzo».

Preocupado, tomó una decisión radical. A finales de 2007, él y su esposa abandonaron sus ultramodernas instalaciones de Boston y se fueron a vivir a una cabaña de las montañas de Colorado, donde no había telefonía móvil e Internet llegaba tarde, mal y nunca. Allí, a lo largo de dos años, escribió el polémico libro que lo ha hecho famoso. Se titula en inglés The Shallows: What the Internet is Doing to Our Brains y, en español: Superficiales: ¿Qué está haciendo Internet con nuestras mentes? (Taurus, 2011). Lo acabo de leer, de un tirón, y he quedado fascinado, asustado y entristecido.

Carr no es un renegado de la informática, no se ha vuelto un ludita contemporáneo que quisiera acabar con todas las computadoras, ni mucho menos. En su libro reconoce la extraordinaria aportación que servicios como el de Google , Twitter , Facebook o Skype prestan a la información y a la comunicación, el tiempo que ahorran, la facilidad con que una inmensa cantidad de seres humanos pueden compartir experiencias, los beneficios que todo esto acarrea a las empresas, a la investigación científica y al desarrollo económico de las naciones.

Pero todo esto tiene un precio y, en última instancia, significará una trasformación tan grande en nuestra vida cultural y en la manera de operar del cerebro humano como lo fue el descubrimiento de la imprenta por Johannes Gutenberg en el siglo XV, que generalizó la lectura de libros, hasta entonces confinada en una minoría insignificante de clérigos, intelectuales y aristócratas. El libro de Carr es una reivindicación de las teorías del ahora olvidado Marshall MacLuhan, a quien nadie hizo mucho caso cuando, hace más de medio siglo, aseguró que los medios no son nunca meros vehículos de un contenido, que ejercen una solapada influencia sobre éste, y que, a largo plazo, modifican nuestra manera de pensar y de actuar. MacLuhan se refería sobre todo a la televisión, pero la argumentación del libro de Carr, y los abundantes experimentos y testimonios que cita en su apoyo, indican que semejante tesis alcanza una extraordinaria actualidad relacionada con el mundo de Internet.

Los defensores recalcitrantes del software alegan que se trata de una herramienta y que está al servicio de quien la usa y, desde luego, hay abundantes experimentos que parecen corroborarlo, siempre y cuando estas pruebas se efectúen en el campo de acción en el que los beneficios de aquella tecnología son indiscutibles: ¿quién podría negar que es un avance casi milagroso que, ahora, en pocos segundos, haciendo un pequeño clic con el mouse , un internauta recabe una información que hace pocos años le exigía semanas o meses de consultas en bibliotecas y a especialistas? Pero también hay pruebas concluyentes de que, cuando la memoria de una persona deja de ejercitarse porque para ello cuenta con el archivo infinito que pone a su alcance un ordenador, se entumece y debilita como los músculos que dejan de usarse.

No es verdad que Internet sea sólo una herramienta. Es un utensilio que pasa a ser una prolongación de nuestro propio cuerpo, de nuestro propio cerebro, el que, también, de una manera discreta, se va adaptando poco a poco a ese nuevo sistema de informarse y de pensar, renunciando poco a poco a las funciones que este sistema hace por él y, a veces, mejor que él. No es una metáfora poética decir que la «inteligencia artificial» que está a su servicio soborna y sensualiza a nuestros órganos pensantes, los que se van volviendo, de manera paulatina, dependientes de aquellas herramientas, y, por fin, sus esclavos. ¿Para qué mantener fresca y activa la memoria si toda ella está almacenada en algo que un programador de sistemas ha llamado «la mejor y más grande biblioteca del mundo»? ¿Y para qué aguzar la atención si pulsando las teclas adecuadas los recuerdos que necesito vienen a mí, resucitados por esas diligentes máquinas?

No es extraño, por eso, que algunos fanáticos de la Web, como el profesor Joe O’Shea, filósofo de la Universidad de Florida, afirme: «Sentarse y leer un libro de cabo a rabo no tiene sentido. No es un buen uso de mi tiempo, ya que puedo tener toda la información que quiera con mayor rapidez a través de la Web. Cuando uno se vuelve un cazador experimentado en Internet, los libros son superfluos». Lo atroz de esta frase no es la afirmación final, sino que el filósofo de marras crea que uno lee libros sólo para «informarse». Es uno de los estragos que puede causar la adicción frenética a la pantallita. De ahí, la patética confesión de la doctora Katherine Hayles, profesora de Literatura de la Universidad de Duke: «Ya no puedo conseguir que mis alumnos lean libros enteros».

Esos alumnos no tienen la culpa de ser ahora incapaces de leer Guerra y paz o el Quijote . Acostumbrados a picotear información en sus computadoras, sin tener necesidad de hacer prolongados esfuerzos de concentración, han ido perdiendo el hábito y hasta la facultad de hacerlo, y han sido condicionados para contentarse con ese mariposeo cognitivo a que los acostumbra la Red, con sus infinitas conexiones y saltos hacia añadidos y complementos, de modo que han quedado en cierta forma vacunados contra el tipo de atención, reflexión, paciencia y prolongado abandono a aquello que se lee, y que es la única manera de leer, gozando, la gran literatura. Pero no creo que sea sólo la literatura a la que Internet vuelve superflua: toda obra de creación gratuita, no subordinada a la utilización pragmática, queda fuera del tipo de conocimiento y cultura que propicia la Web. Sin duda que ésta almacenará con facilidad a Proust, Homero, Popper y Platón, pero difícilmente sus obras tendrán muchos lectores. ¿Para qué tomarse el trabajo de leerlas si en Google puedo encontrar síntesis sencillas, claras y amenas de lo que inventaron en esos farragosos librotes que leían los lectores prehistóricos?

La revolución de la información está lejos de haber concluido. Por el contrario, en este dominio cada día surgen nuevas posibilidades, logros, y lo imposible retrocede velozmente. ¿Debemos alegrarnos? Si el género de cultura que está reemplazando a la antigua nos parece un progreso, sin duda sí. Pero debemos inquietarnos si ese progreso significa aquello que un erudito estudioso de los efectos de Internet en nuestro cerebro y en nuestras costumbres, Van Nimwegen, dedujo luego de uno de sus experimentos: que confiar a los ordenadores la solución de todos los problemas cognitivos reduce «la capacidad de nuestros cerebros para construir estructuras estables de conocimientos». En otras palabras: cuanto más inteligente sea nuestro ordenador, más tontos seremos.

Tal vez haya exageraciones en el libro de Nicholas Carr, como ocurre siempre con los argumentos que defienden tesis controvertidas. Yo carezco de los conocimientos neurológicos y de informática para juzgar hasta qué punto son confiables las pruebas y experimentos científicos que describe en su libro. Pero éste me da la impresión de ser riguroso y sensato, un llamado de atención que -para qué engañarnos- no será escuchado. Lo que significa, si él tiene razón, que la robotización de una humanidad organizada en función de la «inteligencia artificial» es imparable. A menos, claro, que un cataclismo nuclear, por obra de un accidente o una acción terrorista, nos regrese a las cavernas. Habría que empezar de nuevo, entonces, y a ver si esta segunda vez lo hacemos mejor.
Fuente: La Nación, 06/08/11.
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Nicholas Carr


Portada del libro

Un mundo distraído. Nicholas Carr autor de Superficiales. ¿Qué está haciendo Internet con nuestras mentes?

MADRID.- La tercera parte de la población mundial ya es ‘internauta’. La revolución digital crece veloz. Uno de sus grandes pensadores, Nicholas Carr, da claves de su existencia en el libro Superficiales. ¿Qué está haciendo Internet con nuestras mentes? El experto advierte de que se “está erosionando la capacidad de controlar nuestros pensamientos y de pensar de forma autónoma”, según ‘El País’.

El correo electrónico parpadea con un mensaje inquietante: “Twitter te echa de menos. ¿No tienes curiosidad por saber las muchas cosas que te estás perdiendo? ¡Vuelve!”. Ocurre cuando uno deja de entrar asiduamente en la red social: es una anomalía, no cumplir con la norma no escrita de ser un voraz consumidor de twitters hace saltar las alarmas de la empresa, que en su intento por parecer más y más humana, como la mayoría de las herramientas que pueblan nuestra vida digital, nos habla con una cercanía y una calidez que solo puede o enamorarte o indignarte.

Nicholas Carr se ríe al escuchar la preocupación de la periodista ante la llegada de este mensaje a su buzón de correo. “Yo no he parado de recibirlos desde el día que suspendí mis cuentas en Facebook y Twitter. No me salí de estas redes sociales porque no me interesen.

Al contrario, creo que son muy prácticas, incluso fascinantes, pero precisamente porque su esencia son los micromensajes lanzados sin pausa, su capacidad de distracción es enorme”. Y esa distracción constante a la que nos somete nuestra existencia digital, y que según Carr es inherente a las nuevas tecnologías, es sobre la que este autor que fue director del Harvard Business Review y que escribe sobre tecnología desde hace casi dos décadas nos alerta en su tercer libro, Superficiales. ¿Qué está haciendo Internet con nuestras mentes? (Taurus).

Cuando Carr (1959) se percató, hace unos años, de que su capacidad de concentración había disminuido, de que leer artículos largos y libros se había convertido en una ardua tarea precisamente para alguien licenciado en Literatura que se había dejado mecer toda su vida por ella, comenzó a preguntarse si la causa no sería precisamente su entrega diaria a las multitareas digitales: pasar muchas horas frente a la computadora, saltando sin cesar de uno a otro programa, de una página de Internet a otra, mientras hablamos por Skype, contestamos a un correo electrónico y ponemos un link en Facebook.

Su búsqueda de respuestas le llevó a escribir Superficiales… (antes publicó los polémicos El gran interruptorEl mundo en red, de Edison a Google y Las tecnologías de la información. ¿Son realmente una ventaja competitiva?), “una oda al tipo de pensamiento que encarna el libro y una llamada de atención respecto a lo que está en juego: el pensamiento lineal, profundo, que incita al pensamiento creativo y que no necesariamente tiene un fin utilitario. La multitarea, instigada por el uso de Internet, nos aleja de formas de pensamiento que requieren reflexión y contemplación, nos convierte en seres más eficientes procesando información pero menos capaces para profundizar en esa información y al hacerlo no solo nos deshumanizan un poco sino que nos uniformizan”.

Apoyándose en múltiples estudios científicos que avalan su teoría y remontándose a la célebre frase de Marshall McLuhan “el medio es el mensaje”, Carr ahonda en cómo las tecnologías han ido transformando las formas de pensamiento de la sociedad: la creación de la cartografía, del reloj y la más definitiva, la imprenta. Ahora, más de quinientos años después, le ha llegado el turno al efecto Internet.

Pero no hay que equivocarse: Carr no defiende el conservadurismo cultural. Él mismo es un usuario compulsivo de la web y prueba de ello es que no puede evitar despertar a su ordenador durante una breve pausa en la entrevista. Descubierto in fraganti por la periodista, esboza una tímida sonrisa, “¡lo confieso, me has cazado!”. Su oficina está en su residencia, una casa sobre las Montañas Rocosas, en las afueras de Boulder (Colorado), rodeada de pinares y silencio, con ciervos que atraviesan las sinuosas carreteras y la portentosa naturaleza estadounidense como principal acompañante.

PREGUNTA. Su libro ha levantado críticas entre periodistas como Nick Bilton, responsable del blog de tecnología Bits de The New York Times, quien defiende que es mucho más natural para el ser humano diversificar la atención que concentrarla en una sola cosa.

RESPUESTA. Más primitivo o más natural no significa mejor. Leer libros probablemente sea menos natural, pero ¿por qué va a ser peor? Hemos tenido que entrenarnos para conseguirlo, pero a cambio alcanzamos una valiosa capacidad de utilización de nuestra mente que no existía cuando teníamos que estar constantemente alerta ante el exterior muchos siglos atrás. Quizás no debamos volver a ese estado primitivo si eso nos hace perder formas de pensamiento más profundo.

P. Internet invita a moverse constantemente entre contenidos, pero precisamente por eso ofrece una cantidad de información inmensa. Hace apenas dos décadas hubiera sido impensable.

R. Es cierto y eso es muy valioso, pero Internet nos incita a buscar lo breve y lo rápido y nos aleja de la posibilidad de concentrarnos en una sola cosa. Lo que yo defiendo en mi libro es que las diferentes formas de tecnología incentivan diferentes formas de pensamiento y por diferentes razones Internet alienta la multitarea y fomenta muy poco la concentración. Cuando abres un libro te aíslas de todo porque no hay nada más que sus páginas. Cuando enciendes el ordenador te llegan mensajes por todas partes, es una máquina de interrupciones constantes.

P. ¿Pero, en última instancia, cómo utilizamos la web no es una elección personal?

R. Lo es y no lo es. Tú puedes elegir tus tiempos y formas de uso, pero la tecnología te incita a comportarte de una determinada manera. Si en tu trabajo tus colegas te envían treinta e-mails al día y tú decides no mirar el correo, tu carrera sufrirá. La tecnología, como ocurrió con el reloj o la cartografía, no es neutral, cambia las normas sociales e influye en nuestras elecciones.

P. En su libro habla de lo que perdemos y aunque mencione lo que ganamos apenas toca el tema de las redes sociales y cómo gracias a ellas tenemos una herramienta valiosísima para compartir información.

R. Es verdad, la capacidad de compartir se ha multiplicado aunque antes también lo hacíamos. Lo que ocurre con Internet es que la escala, a todos los niveles, se dispara. Y sin duda hay cosas muy positivas. La Red nos permite mostrar nuestras creaciones, compartir nuestros pensamientos, estar en contacto con los amigos y hasta nos ofrece oportunidades laborales. No hay que olvidar que la única razón por la que Internet y las nuevas tecnologías están teniendo tanto efecto en nuestra forma de pensar es porque son útiles, entretenidas y divertidas. Si no lo fueran no nos sentiríamos tan atraídos por ellas y no tendrían efecto sobre nuestra forma de pensar. En el fondo, nadie nos obliga a utilizarlas.

P. Sin embargo, a través de su libro usted parece sugerir que las nuevas tecnologías merman nuestra libertad como individuos…

R. La esencia de la libertad es poder escoger a qué quieres dedicarle tu atención. La tecnología está determinando esas elecciones y por lo tanto está erosionando la capacidad de controlar nuestros pensamientos y de pensar de forma autónoma. Google es una base de datos inmensa en la que voluntariamente introducimos información sobre nosotros y a cambio recibimos información cada vez más personalizada y adaptada a nuestros gustos y necesidades. Eso tiene ventajas para el consumidor. Pero todos los pasos que damos online se convierten en información para empresas y Gobiernos. Y la gran pregunta a la que tendremos que contestar en la próxima década es qué valor le damos a la privacidad y cuánta estamos dispuestos a ceder a cambio de comodidad y beneficios comerciales. Mi sensación es que a la gente le importa poco su privacidad, al menos esa parece ser la tendencia, y si continúa siendo así la gente asumirá y aceptará que siempre están siendo observados y dejándose empujar más y más aún hacia la sociedad de consumo en detrimento de beneficios menos mensurables que van unidos a la privacidad.

P. Entonces… ¿nos dirigimos hacia una sociedad tipo Gran Hermano?

R. Creo que nos encaminamos hacia una sociedad más parecida a lo que anticipó Huxley en Un mundo feliz que a lo que describió Orwell en 1984. Renunciaremos a nuestra privacidad y por tanto reduciremos nuestra libertad voluntaria y alegremente, con el fin de disfrutar plenamente de los placeres de la sociedad de consumo. No obstante, creo que la tensión entre la libertad que nos ofrece Internet y su utilización como herramienta de control nunca se va a resolver. Podemos hablar con libertad total, organizarnos, trabajar de forma colectiva, incluso crear grupos como Anonymous pero, al mismo tiempo, Gobiernos y corporaciones ganan más control sobre nosotros al seguir todos nuestros pasos online y al intentar influir en nuestras decisiones.

P. Wikipedia es un buen ejemplo de colaboración a gran escala impensable antes de Internet. Acaba de cumplir diez años…

R. Wikipedia encierra una contradicción muy clara que reproduce esa tensión inherente a Internet. Comenzó siendo una web completamente abierta pero con el tiempo, para ganar calidad, ha tenido que cerrarse un poco, se han creado jerarquías y formas de control. De ahí que una de sus lecciones sea que la libertad total no funciona demasiado bien. Aparte, no hay duda de su utilidad y creo que ha ganado en calidad y fiabilidad en los últimos años.

P. ¿Y qué opina de proyectos como Google Books? En su libro no parece muy optimista al respecto…

R. Las ventajas de disponer de todos los libros online son innegables. Pero mi preocupación es cómo la tecnología nos incita a leer esos libros. Es diferente el acceso que la forma de uso. Google piensa en función de snippets, pequeños fragmentos de información. No le interesa que permanezcamos horas en la misma página porque pierde toda esa información que le damos sobre nosotros cuando navegamos. Cuando vas a Google Books aparecen iconos y links sobre los que pinchar, el libro deja de serlo para convertirse en otra web. Creo que es ingenuo pensar que los libros no van a cambiar en sus versiones digitales. Ya lo estamos viendo con la aparición de vídeos y otros tipos de media en las propias páginas de Google Books. Y eso ejercerá presión también sobre los escritores. Ya les ocurre a los periodistas con los titulares de las informaciones, sus noticias tienen que ser buscables, atractivas. Internet ha influido en su forma de titular y también podría cambiar la forma de escribir de los escritores. Yo creo que aún no somos conscientes de todos los cambios que van a ocurrir cuando realmente el libro electrónico sustituya al libro.

P. ¿Cuánto falta para eso?

R. Creo que tardará entre cinco y diez años.

P. Pero aparatos como el Kindle permiten leer muy a gusto y sin distracciones…

R. Es cierto, pero sabemos que en el mundo de las nuevas tecnologías los fabricantes compiten entre ellos y siempre aspiran a ofrecer más que el otro, así que no creo que tarden mucho en hacerlos más y más sofisticados, y por tanto con mayores distracciones.

P. El economista Max Otte afirma que pese a la cantidad de información disponible, estamos más desinformados que nunca y eso está contribuyendo a acercarnos a una forma de neofeudalismo que está destruyendo las clases medias. ¿Está de acuerdo?

R. Hasta cierto punto, sí. Cuando observas cómo el mundo del software ha afectado a la creación de empleo y a la distribución de la riqueza, sin duda las clases medias están sufriendo y la concentración de la riqueza en pocas manos se está acentuando. Es un tema que toqué en mi libro El gran interruptor. El crecimiento que experimentó la clase media tras la II Guerra Mundial se está revirtiendo claramente.

P. Internet también ha creado un nuevo fenómeno, el de las microcelebridades. Todos podemos hacer publicidad de nosotros mismos y hay quien lo persigue con ahínco. ¿Qué le parece esa nueva obsesión por el yoinstigado por las nuevas tecnologías?

R. Siempre nos hemos preocupado de la mirada del otro, pero cuando te conviertes en una creación mediática -porque lo que construimos a través de nuestra persona pública es un personaje-, cada vez pensamos más como actores que interpretan un papel frente a una audiencia y encapsulamos emociones en pequeños mensajes. ¿Estamos perdiendo por ello riqueza emocional e intelectual? No lo sé. Me da miedo que poco a poco nos vayamos haciendo más y más uniformes y perdamos rasgos distintivos de nuestras personalidades.

P. ¿Hay alguna receta para salvarnos’?

R. Mi interés como escritor es describir un fenómeno complejo, no hacer libros de autoayuda. En mi opinión, nos estamos dirigiendo hacia un ideal muy utilitario, donde lo importante es lo eficiente que uno es procesando información y donde deja de apreciarse el pensamiento contemplativo, abierto, que no necesariamente tiene un fin práctico y que, sin embargo, estimula la creatividad. La ciencia habla claro en ese sentido: la habilidad de concentrarse en una sola cosa es clave en la memoria a largo plazo, en el pensamiento crítico y conceptual, y en muchas formas de creatividad. Incluso las emociones y la empatía precisan de tiempo para ser procesadas. Si no invertimos ese tiempo, nos deshumanizamos cada vez más. Yo simplemente me limito a alertar sobre la dirección que estamos tomando y sobre lo que estamos sacrificando al sumergirnos en el mundo digital. Un primer paso para escapar es ser conscientes de ello. Como individuos, quizás aún estemos a tiempo, pero como sociedad creo que no hay marcha atrás.
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