Por si algún loco está oyendo la tele sin ver la imagen, le diré q lo de Payet a Cristiano no es ni falta y q CR sigue teniendo dos piernas
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enero 29, 2017 · Imprimir este artículo
Por Iñako Díaz-Guerra.
Ese fue el tuit que me desenmascaró (al menos para aquellos que todavía no me conocían) como un ser despreciable: el futbolista portugués sufrió en esa entrada un fuerte esguince de rodilla y estuvo dos meses de baja. Así que aquí me tienen: soy el imbécil que se alegró de una lesión de Cristiano Ronaldo.
Y no lo digo sólo yo, lo dicen miles de personas. Desde que lo escribí, el pasado 10 de julio, lo han leído 145.000 tuiteros y 1.120 se han tomado la molestia de responderme. Unos quieren quedar para comentar la jugada: «Dime dónde y hora, que te voy a hacer yo lo mismo… pero luego no me llores ni digas que es falta. #Tonto». Otros me desean lo mejor para mi futuro: «A ver si te atropellan y con suerte quedas paralítico cerebral hijo de puta». Alguno se preocupa por mi trabajo: «Ojalá un ERE y que sigas teniendo brazos y cabeza para escribir en una cloaca, perro». Y los más amables se acuerdan de mi hija de dos años, que salía conmigo en mi foto de perfil: «La niña pasa en rojo, un camión francés le pasa encima, cuando la levantes piernas colgando, seguro que dirás mala suerte¡¡¡». Gracias, amigos.
Lo curioso es que jamás me alegré de la lesión de Cristiano. Era la final de la Eurocopa y, tras ser atendido en la banda, el portugués regresó al campo. El partido siguió y los comentaristas de TV se olvidaron del juego para hablar sin parar de la entrada. Ahí, con Cristiano aparentemente recuperado, tuiteé. Era una crítica a la retransmisión, pero… Un minuto después, se fue al suelo entre lágrimas y no pudo seguir. De inmediato supe que iba a ser una mala noche para mí también.
Cuando comenzó la avalancha de insultos, intenté explicar en varios tuits que el comentario de la vergüenza era anterior, que no estaba riéndome del caído, pero fue inútil y sólo sirvió para alimentar al troll. Un error de principiante, porque hay tres cosas que no tienen cabida en Twitter: el contexto, la ironía y la buena ortografía.
Estaba decidido. Soy el imbécil que se alegró de una lesión de Cristiano Ronaldo.
¿Me siento especial? No. ¿Mi tuit, incluso en su contexto adecuado, podía resultar molesto? Sin duda. ¿Soy una víctima injustamente perseguida? En absoluto. Así son las redes sociales en 2017 y todos los que participamos conocemos las normas. Pensábamos que iba a ser La casa de la pradera y se han convertido en Los juegos del hambre: todos contra todos y que gane el más violento. No exagero (demasiado): el 38% de los tuits son escritos con la intención de molestar, insultar o amenazar al alguien, según un estudio de la Universidad de Texas. Otra investigación, ésta en la Universidad de Beihang (Pekín), señala la emoción más común y que más rápido se propaga en Twitter: la ira.
«La culpa es de Twitter». Es una excusa que sirve para todos hoy en día: periodistas, políticos, famosos… Pero, ¿es eso cierto? ¿De verdad las redes sociales nos han hecho más agresivos, mentirosos, envidiosos y desagradables? ¿O, sencillamente, casos tan lamentables como el de Bimba Bosé nos muestran una realidad que siempre ha estado ahí, pero que ni veíamos ni queríamos ver desde nuestros acogedores círculos cerrados?
«Twitter no transforma a las personas, al contrario: nos muestra su rostro real. Las redes son el mejor instrumento que tenemos para ver a la gente tal y como es, sin la cobardía del cara a cara. Funciona como un espejo fiel de la realidad», afirma Silvia Barrera, inspectora de Policía especializada en cibercrimen y autora del libro Claves de investigación en redes sociales. «Pero, cuidado, las redes han normalizado la agresividad, la han convertido en algo que vemos a diario y no le damos importancia, y eso sí es un problema porque a menudo las víctimas no se dan cuenta de cuándo un troll es algo más que un troll, cuándo es un peligro».
Hablemos de trolles, pues. Aunque en su origen el término trollear se refería al gancho utilizado por los ladrones online para pescar víctimas, se ha popularizado para definir el comportamiento de ciertos usuarios de redes sociales que pretenden desvirtuar la conversación y generar una reacción en su interlocutor virtual mediante insultos, mentiras y provocaciones varias. Como las cucarachas, sólo se gustan entre ellos, pero hay millones y seguramente nos sobrevivan al resto. Todos los usuarios de redes tenemos nuestro troll de cabecera. Yo tengo a Fel_blan.
Fel_blan es un tipo con una vida normal. Es abogado, madridista y neoliberal. Sabe escribir correctamente, tiene gracia y considera que casi todo lo que haga un barbudo de principios sospechosos como yo merece un comentario. Negativo y/o ofensivo, por supuesto. Fel_blan también es líder de manada, pues ha logrado con su ingenio un disciplinado ejército de seguidores: un tuit suyo te garantiza una tarde animada.
Me parecía interesante para este reportaje quedar con él: ponerle cara, que me explicara de dónde saca horas y ganas para dedicar tanto tiempo a meterse con la gente, qué satisfacción le genera… Pero olvidé un detalle clave: como buen troll, Fel_blan sólo es valiente a distancia y se negó a quedar, alegando que no quería robarme protagonismo cuando me dieran el Pulitzer. Una cobra en toda regla.
«El troll tiene una percepción muy fuerte de su virtualidad. Considera que Twitter no es el mundo real, que es un juego y que todo vale. Insultan sin representar físicamente al otro, obviando así el daño que le pueden causar, y por eso no quieren poner cara a sus víctimas», explica Fernando Miró, catedrático de Derecho Penal y Criminología y director del centro Crímina.
Pero el anonimato y la ausencia de castigo, aunque significativos, no son las principales motivaciones del troll. Diversos estudios señalan al narcisismo (junto a la psicopatía) como el rasgo de personalidad más frecuente en este tipo de individuos y, por tanto, la cuestión que se plantean antes de actuar es: ¿qué pensarán los demás de mí si escribo esto? ¿Me hará más popular?. Y cuando miran a su alrededor llegan a una conclusión: pueden ser agresivos porque en redes todo el mundo lo es.
Incluso el hombre más poderoso del mundo. Sí, señores, Donald Trump es un troll orgulloso de serlo. Un hombre capaz de hacer público el teléfono de un rival en las primarias o de tuitear cualquier barbaridad contra medios de comunicación, programas de TV o contrincantes. Su uso de las redes sociales durante la campaña fue una de esas sangrientas películas gore en las que no quieres mirar y te tapas la cara con las manos, pero es imposible no abrir un poco los dedos y observar de reojo porque hay algo magnético. Una clase magistral de cómo hacer llegar tu mensaje a su destino… si te da exactamente igual que sea cierto o no.
En EEUU, el fenómeno troll ha tenido un claro posicionamiento político, al ser las redes la plataforma principal de la llamada Alt-right, movimiento reaccionario, machista y antiinmigración que ha resultado clave en el ascenso del nuevo presidente. «Se ha producido una degradación del debate social y político que ha tenido como consecuencia el aumento de la tensión y la agresividad. Trump lo vio claro. 200 millones de personas tienen Facebook en EEUU y casi un 50% dijo que sólo se informaba de política a través de esta red. Era un medio perfecto para él: transmitía su mensaje en cápsulas sin verificación ni contexto. La paradoja es que aumentando la calidad tecnológica de las redes se ha empobrecido la dinámica de pluralidad, contraste e inteligencia colectiva», analiza Antoni Gutiérrez-Rubí, asesor de comunicación política.
En España no resulta tan sencillo encasillar al troll medio. Sí existe el componente sexista (lo veremos luego), pero no el ideológico: en cualquier debate la agresividad llega por los dos lados. «El troll en España no es político sino envidioso. Como me molesta que tú seas conocido y yo no soy nadie, mi manera de sentirme alguien es insultándote», afirma Daniel Lacalle, economista, rostro televisivo e hiperactivo en Twitter desde 2009, la prehistoria de la plataforma.
«¡Insultarían hasta a Gandhi!», bromea Andrea Levy, vicesecretaria del PP y tuitera militante, que lo mismo te pone un eslogan que una canción. «Me tomo Twitter con desenfado, como una herramienta estupenda para conocer a un montón de gente que se dedica a otras cosas y para permitir que me conozca más aquel al que le interese, pero ha acabado por banalizarse el insulto. Me dicen cosas que jamás escucho por la calle. En Twitter no hay límites y el ruido lo puede todo, así que al final vas limitando tu interacción a grupos concretos. Bueno, al menos se desahogan y evitaremos algún infarto».
Se equivoca Levy: la Universidad de Pennsylvania asegura que los tuits iracundos son un indicador de infartos más fiable que la obesidad, el tabaco y la hipertensión.
Fuente: elmundo.es, 29/01/17.
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