La falacia del Garantismo
enero 24, 2018 · Imprimir este artículo
De leyes blandas y jueces «garantistas»
Una noticia tan triste como repetida en la Argentina: presos que, cumpliendo condena por sucesos de extrema crueldad y violencia, son beneficiados por la elasticidad del criterio de algunos jueces y, a las pocas horas de haber recuperado la libertad, vuelven a cometer hechos similares a aquellos que los habían llevado a prisión. Recién entonces recuperamos la memoria y deploramos, con amargos lamentos, que la imprevisión (de los otros, eso sí, porque aquí la culpa siempre es del otro) nos ha llevado a cosechar nuevas víctimas para la fría estadística, que esas víctimas podrían perfectamente haberse evitado y prevenirse el desastre, porque su autor ya había dado muestras de su incapacidad para reinsertarse en el seno de la sociedad.
Una incapacidad que no suele originarse en un trastorno mental insuperable ni en una condición social o económica de vulnerabilidad y postergación. Sino en una falta total de arrepentimiento, en una ostentosa burla por el sistema que permite nuestra convivencia y las leyes que lo hacen posible y, finalmente, en una insensibilidad brutal hacia las víctimas de sus crímenes y delitos.
Es esa sideral lejanía con el dolor de los ofendidos por agresiones cada día más violentas, graves y frecuentes, la que descompensa el concepto de reparación justa y deja a los damnificados en un pozo de frustración y desamparo. El desconsuelo aflige de manera unilateral y unívoca: ofende a los muertos, pero también a las víctimas de secuestros, violaciones, asaltos y saqueos, humilla a sus familias y desprecia el desasosiego del hombre común que, se levanta rezando por terminar el día sin que a alguien de su familia o de su círculo le toque la tragedia de una violencia injusta.
Si para colmo el criminal no paga el precio debido, está claro que todo ese padecimiento se diluirá en la impunidad y el olvido, porque la ley habrá naufragado en su obligación de proteger la integridad moral del sistema.
No habrá salida si cada vez que fracasan los mecanismos tendientes a obtener la readaptación de estos individuos a la vida en sociedad, nos limitamos a cargar todas las responsabilidades en el Estado. Y volvemos al mantra remanido de esa visión estrábica y deformada que, al servicio de una finalidad política e ideológica, se fue imponiendo en Argentina. Es falsa: eso no es garantismo ni es nada; eso no es más que un lucrativo parloteo de señorones y vacas sagradas que al delito lo llaman “conflicto”, al Código Penal “una herramienta al servicio de los poderosos” y al delincuente “la víctima de un sistema social injusto”.
Aunque parezca mentira esos disparates fueron paulatinamente hegemonizando los artículos de doctrina jurídica, las sentencias judiciales, la orientación de la cátedra universitaria y los honores y distinciones académicas.
El supuesto al que me refiero resulta tan desvergonzadamente falso como casi todos los mandamientos de ese credo. Postula, en síntesis, que es del Estado la obligación ineludible de reinsertar al preso con independencia del preso mismo.
Se olvida así, intencionadamente, que la re inserción es un derecho del reo no una obligación del Estado; que la sociedad debe colaborar con ese proceso valorando adecuadamente los esfuerzos de quienes luchan por volver a conquistar una posición digna y una vida honrada y evitar las etiquetas estigmatizantes o los preconceptos excluyentes para con aquellos que, en razón de su humana condición, han cometido un error. Pero todo ello no puede hacernos olvidar que, en definitiva, nadie puede obligar a otro a reinsertarse si éste no quiere hacerlo.
Al Estado han de exigírsele todas las medidas materiales necesarias para que el sujeto de tal derecho pueda alcanzar la consecución de ese fin. Pero corresponde al reo, y sólo a él, acreditar con hechos y de forma inequívoca que es capaz de reincorporarse como un elemento útil al cuerpo social que antes agredió y ha invertido tiempo, esfuerzo y recursos para darle una nueva oportunidad.
En realidad no existe más que un camino: que la ley penal se cumpla de manera íntegra e irremisible. Que el aparato estatal funcione y lo haga en forma coherente, sin contradicciones, contramarchas ni retrocesos, de modo tal que toda violación a aquélla determine la respuesta inexorable del sistema. Que se atienda a la especial situación de los «profesionales del delito», aquellos que hacen del delito su medio de vida habitual.Necesitamos un posicionamiento diferenciado para este género de delincuencia y que esa distinción acarree -como consecuencia- un drástico recorte de las posibilidades de excarcelación.
He clamado, más de una vez en mis dictámenes y memoriales, por una normativa que avance hacia una mayor limitación de las solturas alegremente generalizadas y que determine expresamente supuestos en los que la gravedad del hecho y los antecedentes del acusado habiliten la prisión preventiva durante la tramitación del proceso. Quien vive permanentemente inmerso en el delito, sea cometiéndolo, sea colaborando con su consumación, sabe perfectamente que está apostando a un riesgo y cabe presumir que ha asumido en plena conciencia las consecuencias de perder esa apuesta. Es preciso dejar atrás tanta insensatez y encaminarnos a conformar una Justicia que subordine las opiniones políticas y las tendencias ideológicas de sus magistrados al ejercicio independiente de la misión que les ha sido confiada y supere la confusión entre el papel del juzgador y el del asistente social. Que, en suma, sometiéndose a los dictados del sentido común, proteja a toda la ciudadanía sin distinciones y sin otro instrumento que la sujeción irrestricta al imperio de la Ley.
—Germán Moldes es Fiscal ante la Cámara Nacional de Apelaciones.
Fuente: Clarín, 24/01/18.
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