Renuncié a un buen trabajo porque me sentía un sapo de otro pozo

abril 8, 2017 · Imprimir este artículo

Renuncié a un buen trabajo porque me sentía un sapo de otro pozo en la empresa: mi deseo era escribir.

El dilema no siempre es sencillo porque se arriesga demasiado. La opción de hacer lo que a uno le gusta se enfrenta al temor a no poder mantenerse y quedar marginado.

Mundos íntimos. Renuncié a un buen trabajo porque me sentía un sapo de otro pozo en la empresa: mi deseo era escribir.

Dualidad. Ariel recuerda: Fue difícil tomar la decisión. Mi sueldo había aumentado y parecía que seguiría aumentando».
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Mientras los demás disfrutaban el trabajo que hacían —brindar soporte técnico para un gigante de la informática—, yo estaba más cerca de padecerlo. Había en la oficina un fanatismo general por las computadoras, los servidores, los programas de software y todo tipo de novedades tecnológicas que yo no compartía. Eran años muy difíciles para el país. La crisis de 2001 lentamente iba quedando atrás, pero los estragos que produjo aún se hacían sentir. Haber conseguido ese trabajo significaba un alivio y un desafío pero igual, me sentía un sapo de otro pozo.

Había arrancado con muchas ganas, pero el entusiasmo no me duró demasiado. La lógica empresarial se me atravesaba, nunca la pude asimilar. No sé en qué momento fue que me di cuenta de que mi vida estaba yendo hacia un lugar que no era el yo que quería. Trabajar en una empresa, fuera cual fuese el rubro o el puesto, no era mi vocación. Lo que realmente quería era escribir. Y por alguna razón que desconozco, mientras trabajé en una oficina nunca pude ponerme a escribir al llegar a casa o los fines de semana. Necesitaba otro tipo de trabajo. Uno que me permitiera manejar mejor mis tiempos y que se relacionara más con la palabra. Esta idea se me fue haciendo cada vez más clara, hasta llegar al punto en que ya no podía entender siquiera cómo se me había ocurrido estudiar Sistemas. Por la crisis, solía decirme. Pero echarle la culpa a la crisis era desentenderme de lo que realmente deseaba para mi futuro.

Tal vez por todo esto me pasaba que, cuando se barajaba la posibilidad de un ascenso, tenía sentimientos encontrados. Me gustaba la idea de contar con un mejor sueldo, pero al mismo tiempo sabía que la estabilidad económica me podía condicionar a hacer carrera en la compañía. Años de carrera, cambios de sector. Horas extras. Nuevas capacitaciones, nuevos jefes, nuevos índices de satisfacción del cliente con los cuales cumplir. Tarde o temprano me ofrecerían otro puesto.

¿Me interesaba un ascenso en el organigrama de la empresa, un ascenso que no necesariamente significaba un crecimiento personal? ¿Qué ganaría y qué perdería? Yo entendía que un ascenso podía significar un progreso, pero también una rutina de la cual sería imposible salir. Sentía que el tiempo pasaba y que aquello que en definitiva quería —escribir— se alejaba cada vez más.

Aunque parezca paradójico, en esos años leí como pocas veces. No escribía, pero leía mucho. Al regresar a casa, en el horario del almuerzo y hasta en el trabajo, al menos cuando trabajé en el horario tarde-noche y cumplía una especie de guardia esperando, a las 21 o 22 horas, una improbable llamada de un desarrollador de sistemas. Ya a eso de las 20, cuando los jefes se iban, yo apoyaba un libro sobre el teclado y me concentraba en la lectura. Por suerte, había días en los que a esa hora no entraba una sola llamada. Mis compañeros me miraban extrañados. Se darían cuenta de que yo no pertenecía a ese lugar.

Un día, el jefe del sector nos llamó a todos, uno por uno, para hablar con él en su oficina. La compañía se encontraba en expansión y quería saber si estábamos dispuestos a cambiar de sector o a dar servicio de un producto diferente al que estábamos acostumbrados. Claro que el cambio conllevaba un mayor esfuerzo, una mayor dedicación. Cuando fue mi turno, el jefe me dijo que, si bien era cierto que hacía bien mi trabajo, notaba que me faltaba iniciativa para anticiparme a los problemas.

Fui sincero con él: yo estaba dispuesto a cumplir con todo lo que mi trabajo exigía, pero no tenía expectativas de hacer carrera en la empresa. Mis intereses eran otros. Incluso le confesé que había empezado a estudiar el traductorado de inglés, que quería dedicarme a la traducción. No sé si le mencioné que me gustaba escribir; lo más probable es que no. A juzgar por lo que pasó después, mi jefe le restó importancia a mis comentarios. Supongo que habrá pensado que se trataba de una vaga intención que no iba a prosperar. O tal vez no me mostré muy convencido. Yo mismo lo veía como algo lejano, difícil de concretar en el corto plazo.

Pocos meses después, mi jefe se me acerca y me dice: “¿Tenés tu pasaporte al día? OK, andá a hacer las valijas. Mañana salís para México”. El apuro se debía a que la persona seleccionada en primer lugar no había podido tramitar su pasaporte a tiempo. Me enviaban a México para hacer una capacitación, y al regreso trabajaría en otra área, dando soporte de un programa que antes ni siquiera sabía que existía. Me pregunté por qué el jefe me había elegido a mí, habiendo tantos otros con más conocimientos y mejor predispuestos. ¿Acaso se había olvidado de la charla que habíamos tenido? Enviar a alguien a hacer una extensa capacitación en el exterior representa una inversión, y yo, en el fondo, sabía que no estaban invirtiendo bien, que si por mí fuera, dejaría ese trabajo en la primera oportunidad que se me presentara, mucho antes de que la empresa pudiera recuperar lo invertido.

Mundos íntimos. Renuncié a un buen trabajo porque me sentía un sapo de otro pozo en la empresa: mi deseo era escribir.

México corporativo. En este edificio el autor tuvo su formación, pero no se sentía feliz.
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Otro México. Cuando podía, Ariel se «escapaba» a las pirámides de Teotihuacán.
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El viaje a México (viaje que, muchos años después, me sirvió a la hora de buscar las voces de los personajes del libro No hay risas en el cielo) y el cambio de sector hicieron que por un tiempo recuperara el interés por mi trabajo. A diario sostenía conversaciones telefónicas con clientes de toda Latinoamérica, especialmente de México y Colombia. Conversaciones que a veces derivaban en otros temas (como fútbol, política o aspectos idiosincráticos o culturales de los diferentes países) y que resultaban muy interesantes.

Tal vez es eso lo que más extraño de esa época. El sistema para el que yo daba soporte no había sido implementado aún por ninguna empresa argentina. ¿Por qué capacitar a alguien para que, desde Buenos Aires, diera soporte a otros países? La respuesta es simple y conocida por todos. La Argentina se estaba recuperando de la crisis de 2001 y el peso argentino, devaluado, hizo que muchas compañías internacionales buscaran personal en nuestro país para brindar servicio vía telefónica o por internet.

Lectura recomendada:  El problema del Trabajo en España

Mi trabajo en el nuevo sector no empezó de la mejor manera. El primer día tras mi capacitación en México, encendí la computadora y leí un mensaje anónimo. Era un insulto interminable acompañado por mi nombre. Nunca llegué a saber quién lo había escrito ni por qué. Creo que no le di demasiada importancia. Digo “creo” porque no tengo muy vivo ese recuerdo (supongo que de eso se trata la memoria selectiva). La cuestión es que en poco tiempo llegué a tener un muy buen trato con mis nuevos compañeros y también con mi nuevo jefe.

Antes de cumplirse un año desde mi cambio de sector, se me presentó la oportunidad de trabajar como traductor freelance. Era 2006; no había terminado mi carrera de traductor (de hecho, nunca la terminé) pero poco importaba. Ya para entonces había hecho algunos trabajos esporádicos los fines de semana, y ahora surgía una propuesta para hacer traducciones de forma regular, lo que significaba tener que dejar mi trabajo.

Fue muy difícil tomar la decisión. Mi sueldo había aumentado y todo indicaba que seguiría aumentando. Tenía un trabajo estable, el ambiente laboral no era malo y, algo no menor, con mi novia estábamos a punto de mudarnos a un departamento nuevo. A pesar de todo esto, y aunque lo pensé mucho antes de aventurarme, creo que en el fondo ya estaba decidido desde el mismo instante en que recibí la oferta. Había llegado el momento que tanto había esperado y no podía desperdiciarlo. Pero por otro lado estaba la presión social, el mandato que determina que un trabajo fijo en una oficina, con un sueldo en blanco y con posibilidades de ascender, siempre será mejor que trabajar por nuestra cuenta para diferentes clientes, con la incertidumbre de no saber cuáles serán exactamente nuestros ingresos mensuales.

Cuando se enteró de que me iba, mi antiguo jefe (el que me había enviado a México a pesar de mi advertencia sobre cuáles eran mis planes) intentó convencerme de que me quedara. Mi nuevo jefe también lo había intentado, pero yo me mantuve firme en mi postura, simulando tener todo resuelto aunque mi cabeza fuera pura confusión. Pensaba en la mudanza que estábamos preparando con mi novia, en el sueldo que hacía solo un par de meses acababan de aumentarme, en la gran incógnita que eran por entonces mis futuros ingresos como traductor. Al enterarse de la noticia, mis padres hicieron silencio. Un silencio que fue más claro que cualquier comentario. Mi suegro, en cambio, fue más directo: “¿Te parece que este era el momento oportuno, che?”.

Yo de alguna manera sabía que sí, que era el momento adecuado a pesar de que todo pareciera indicar lo contrario. Pero no tenía argumentos para poder convencer a nadie, ni siquiera a mí mismo.

Podría decir que finalmente todo salió bien, aunque más de una vez me pregunté si había sido correcto irme de la empresa, sobre todo cuando otras personas de mi entorno me invitaban a hacer comparaciones: “¿Ganás mejor ahora?” “Cuando querés tomarte vacaciones, ¿alguien te las paga?” “¿Tenés garantizado que siempre va a haber trabajo haciendo esas traducciones que hacés?”. Mi respuesta para todas esas preguntas era “no”. Así y todo, desde entonces me he dedicado a hacer traducciones y trabajos de corrección de textos de manera ininterrumpida. Y lo mejor de todo fue que la escritura, que había estado entumecida varios años, con el nuevo trabajo se fue reactivando. Recuperar el hábito de escribir fue lo que me terminó de convencer de que había tomado la decisión correcta.

De todas maneras, no fue fácil; todavía no lo es. Hay veces que, después de varias horas de traducir o corregir, mi mente está contaminada por voces ajenas, o me encuentro demasiado cansado como para concentrarme en un texto propio. Pero por otro lado, en la traducción y la corrección de textos encuentro un placer cercano al de la escritura. Jugar con las posibilidades del idioma, saborear las palabras, buscar la frase más apropiada.

Creo que cuando somos jóvenes nos resulta difícil elaborar un plan de ruta que se aparte del que han seguido las personas de nuestro entorno. Si nadie cercano a nosotros hizo algo parecido a lo que pretendemos hacer, es posible que ni siquiera podamos visualizar con claridad el camino que queremos seguir. Lo que tomamos como parámetros es lo que nos resulta familiar, lo que hacen las personas que nos rodean. Tal vez por eso mi idea era que debía buscarme un trabajo en relación de dependencia y, en todo caso, hacerme un tiempo para escribir, desarrollar en mi casa ese otro mundo paralelo. Y si bien este modelo puede funcionar (qué mejor ejemplo que el de Franz Kafka, que trabajó durante muchos años en una oficina como inspector de seguros), en mi caso sentía que la rutina empresarial no se llevaba bien con mi personalidad y, sobre todo, con mi proceso creativo. Necesito ser dueño de mis tiempos. Si es necesario, traducir o hacer correcciones durante diez o doce horas seguidas si eso me garantiza poder contar después con unas cuantas horas para concentrarme en la escritura. Trabajar hasta cualquier hora de la madrugada un día y al siguiente escribir todo lo que tenga ganas o simplemente salir a caminar mientras pienso en un argumento o trabajo un personaje en mi cabeza.

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—Ariel Urquiza es escritor, traductor y corrector. Estudió también periodismo y análisis de sistemas. Es más bien de pocas palabras; tal vez por eso el estilo de su escritura es conciso. Con el libro “No hay risas en el cielo”, publicado en 2016 por Ediciones Corregidor, ganó el premio Casa de las Américas 2016 en la categoría cuentos. En 2013, su novela inédita “Ya pueden encender las luces” fue finalista del III Premio Eugenio Cambaceres, organizado por la Biblioteca Nacional. Además de la literatura y el teatro, lo que más le gusta es conocer y recorrer ciudades, a las cuales considera dotadas de un alma que se trasluce en la gente y sus costumbres.

Fuente: Clarín, 08/04/17.


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