1984, un Manual de Filosofía política

julio 13, 2022

1984, una novela más actual que nunca

Por Pablo Muñoz Iturrieta.

Cuando Orwell publicó su gran novela futurista 1984, estaba describiendo un mundo que todavía no existía. No había INADI o policía del pensamiento, lo que él llamaría el Ministerio de la Verdad… Tampoco había Corte alguna de Derechos Humanos, que bajo pretensión de justicia violan cuanto derecho natural y bien fundamentado exista: derecho a la vida, a la familia, a la búsqueda de la verdad. Y ni siquiera podía vislumbrarse o imaginarse un “lenguaje inclusivo”, con pronombres obligatorios como pasa en Canadá. La feminista radical marxista Monique Wittig todavía no lo había inventado como método de supresión del hombre y la mujer para dar lugar al mentado “género”… Pero aún así, Orwell vislumbró una sociedad totalitaria signada por la escasez, una oligarquía imposible de derrocar, y la manipulación y uso del lenguaje como herramienta política para dominar a la sociedad y negar la realidad. Y por eso introdujo en su novela la “neolengua” (newspeak), el lenguaje obligatorio impuesto por el gobierno para transformar el pasado y controlar el presente, o como lo dijo en frase inigualable: “Quien controla el pasado controla el futuro. Quien controla el presente controla el pasado”. Y parte de ese control se ejercía por medio de estadísticas mentirosas, por así decir como un INDEC de la mentira… Tampoco podía concebirse al gobierno como un Gran Hermano (Big Brother). El espionaje era el tradicional. Si querían saber sobre uno, te seguían, te intervenían la línea telefónica, pero si uno se cuidaba quedaba fuera de la órbita del Estado. Hoy en día eso es imposible, con TV o celulares que transmiten constantemente el alrededor, aplicaciones en el celular que reenvían todo tipo de información. Orwell lo vislumbró.

Quien controla el pasado controla el futuro. Quien controla el presente controla el pasado (1984)

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1984 fue en su momento una advertencia sobre los peligros del totalitarismo presente en germen dentro de las democracias liberales de occidente (de hecho, Orwell estuvo presente en la conferencia de los Aliados en Teherán de 1944 y estaba totalmente convencido de que Stalin, Churchill y Roosevelt trabajaban unidos para dividir al mundo), como un “si esto continúa así, en su momento, tarde o temprano, el totalitarismo va a llegar a occidente”…. Y ese momento, hoy, ha llegado. Orwell no trató de profetizar, ya que el futuro siempre será tan complejo como el presente. Pero pudo vislumbrar situaciones que algún día podrían hacerse presentes si el mundo continuaba en el rumbo que venía. Y eso es lo que convierte a 1984 en una novela terroríficamente actual… Lo inimaginable en ese entonces se convirtió en la realidad cotidiana. ¿Quién hubiera pensado que un Estado aplicaría tecnología de reconocimiento facial por doquier, como está ocurriendo en China?

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La primera vez que escuché sobre esta novela tenía 16 años. Fue junto a un lago en la Patagonia Argentina, mientras descansábamos con mis compañeros de curso luego de un día muy cansador en la montaña. Estábamos hablando de libros con nuestro rector, quien era y es una persona excepcional y que conocía a fondo la literatura apocalíptica, tanto la bíblica como la imaginaria. El Señor del Mundo de Benson y Su Majestad Dulcinea de Castellani ya los conocía bien, pero me llamaron la atención otros dos cuya existencia ignoraba y que él nos recomendó leer: 1984 y Farenheit 451. Más de 20 años pasaron de esa noche y 70 años de la publicación de 1984, que de novela pasó a ser una realidad. Dura realidad. Tan dura que leerlo hoy da miedo por la cercanía de ciertos eventos. Es decir, el futuro imaginario de Orwell es hoy totalmente posible y ya se está cumpliendo de modo incluso mucho más peligroso y sofisticado de lo imaginado por el autor inglés. De hecho en un principio la novela se iba a titular: “El último hombre en Europa” (The Last Man in Europe)…

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La imposición internacional de la ideología de género es un ejemplo claro de ese “control de la realidad” descrito por Orwell, donde el Estado es omnipotente y se rechaza a la ciencia por ser objetiva: “El método empírico de pensamiento, sobre el cual se fundaron todos los logros científicos del pasado, se opone a los principios más fundamentales del Partido.” Aunque hoy en día el Estado o Partido de 1984 debería entenderse como la masonería, la ONU y sus tantos organismos supranacionales, cuyo tentáculo se inmiscuye en todo ámbito de la sociedad, sin importar la soberanía o leyes de un país. Ante el monstruo ideológico que se levanta, no debemos quedarnos quietos. Es ese deseo de despertar y actuar del personaje principal lo que mantiene la tensión durante toda la novela. Winston Smith, el héroe de la novela, cuenta cómo el Partido «le dijo que rechazara la evidencia de sus ojos y oídos». Pero Winston jura, por el contario, defender «lo obvio» y «lo verdadero». Frase épica ante tremenda coyuntura cultural. La mentira impuesta por el Estado ante la realidad visible de cada día: “El mundo sólido existe, sus leyes no cambian. Las piedras son duras, el agua moja, los objetos sin soporte caen hacia el centro de la tierra”. Defender lo obvio se convierte en un crimen. Y Winston entonces decide ser criminal antes que negar la realidad. Es ahí que la libertad llega al extremo de ser “la libertad de decir que 2+2=4”, aunque el Estado me obligue a decir que es 5.

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En Oceanía, el país imaginario donde transcurren los eventos, el gobierno insiste en definir su propia realidad y la propaganda impregna las vidas de personas distraídas por periodismo sensacionalista «que no contiene casi nada excepto deporte, crimen y astrología» y películas llenas de sexo, que distraen de toda preocupación por la política o la verdad histórica. Demasiado parecido a nuestra realidad actual. Orwell supo describir en 1984 el mecanismo para adormecer a las masas. Hoy en día se ve en un Marcelo Tinelli, por ejemplo, perfecto pervertidor útil al servicio del Nuevo Orden Mundial.

El Estado tiene su INADI, que Orwell osa llamar el “Ministerio de la Verdad”, donde se vuelve a escribir la historia, y se reescriben artículos de noticias y libros pasados para cambiar los hechos y las fechas: el pasado se describe como una época ignorante que ha dado paso a los esfuerzos del Partido para hacer que Oceanía vuelva a ser grandiosa (no importa que la evidencia muestre lo contrario, como condiciones de vida aterradoras y gran escasez de alimentos y ropa, pintura perfecta de la Venezuela actual). Parecido a lo que el Iluminismo hizo en su momento con el gran momento medieval: pintarlo como oscurantismo para reescribir quién es el nuevo hombre.

Siempre me pregunté por qué se llamaba 1984. ¿Por qué esa fecha? ¿Será porque era un juego de números con el año en que fue escrito el libro en 1948 (aunque fue publicado en 1949)? ¿O porque el autor favorito de Orwell, G. K. Chesterton, había descrito a 1984 como el escenario de El Napoleón de Notting Hill? ¿O porque en una de las novelas de Jack London (The Iron Heel) un nuevo grupo político toma el poder en 1984? Lo cierto es que para 1984 ya teníamos institucionalizada la “postverdad” en las universidades. El Post Modernismo ya había alcanzado su esplendor máximo, la Escuela de Frankfurt había hecho su trabajo, la universidad moderna ya estaba totalmente infiltrada de una nueva serie de valores, con facultades de estudio de la mujer y el género dirigidas por feministas rabiosas que destilaban odio por doquier hacia nuestra Civilización Occidental. Para ese entonces, 1984 era más posible que nunca. Pero tuvieron que pasar varias cosas más para que nos percatemos del peligro. Y, aun así, la gran mayoría prefiere su letargo, sus diarios llenos de escándalos, horóscopos y crímenes, y por las noches su “Tinelli”, sea como se llame el perverso útil de turno.

© Pablo Muñoz Iturrieta 2019

Fuente: pablomunoziturrieta.com, 2019


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Futuros distópicos

julio 20, 2019

¿Pueden convertirse en realidad las tiranías de la ficción?

Pueden convertirse en realidad las tiranías de la ficción
El cuento de la criada

Tal vez, en un mundo futuro superpoblado y sobreexplotado, cuando vaya al mercado, encuentre un producto alimenticio sintético, sabroso y con todas las propiedades nutricionales que necesita. En la etiqueta indica que se elabora con plancton marino muy energético. Hasta aquí, todo parece ir bien, pero ¿qué ocurre si se descubre que no existe ese plancton y que las galletas están hechas con los restos procesados de humanos fallecidos?

Ése es el argumento de la película Soylent Green de 1973, que en España se llamó Cuando el destino nos alcance.

Cartel de la película ‘Soylent green’
Cartel de la película ‘Soylent green’ (Richard Fleischer, 1973)

Las ficciones políticas cinematográficas y televisivas nos han mostrado mundos terribles. Muchas veces son consecuencia de un comportamiento poco responsable por parte de los humanos respecto al planeta y sus recursos, o resultado de un enfrentamiento bélico generalizado, o crisis económicas que desquician por completo el orden social conocido (Mad Max).

A veces, ni siquiera tienen lugar en nuestro mundo, sino en otros completamente inventados (Juego de Tronos). Tampoco tiene por qué tratarse necesariamente de una visión del futuro: El cuento de la criada, por ejemplo, transcurre en nuestros días, como también lo hace la serie británica Utopía.

Aunque no todas las ficciones son pesimistas o presentan un mundo desagradable (Star Trek es mucho más optimista), parece que la audiencia disfruta viendo mundos en los que resulta poco apetecible vivir. Tal vez porque consuela comprobar que, en comparación con los ficticios, el nuestro no es tan malo.

Ilustración de la primera edición de Utopía
Ilustración de la primera edición de Utopía, de Tomás Moro (1516)

A estos mundos no deseables los llamamos distópicos para diferenciarlos de las más apetecibles utopías. Una distinción algo falaz: prueben a leer la descripción de la vida en la Utopía de Tomás Moro, o en La Ciudad del Sol de Campanella, y hallarán mil y un motivos para desear que no se hagan nunca realidad. Tanto en las utopías como en las distopías no existe libertad política, se vive bajo un régimen tiránico.

En la mencionada serie televisiva El cuento de la criada(inspirada por el relato de la escritora Margaret Atwood), un grupo, con una visión muy particular del papel que el cumplimiento de las sagradas escrituras tiene para salvar a la humanidad (que se enfrenta a un problema de ausencia de natalidad alarmante), toma el poder en los Estados Unidos e implanta una especie de república religiosa (Gilead) en la que las mujeres son objetos propiedad de los hombres. Se instauran rituales de violación sistemáticos de las mujeres fértiles por los hombres con poder político que se llaman a sí mismos comandantes.

Margaret Atwood, autora de ‘El cuento de la criada’, junto a un ejemplar de la obra
Margaret Atwood, autora de ‘El cuento de la criada’, junto a un ejemplar de la obra

Todo está en la Historia

En esta ficción, el sistema político despótico se establece a través de una serie de atentados terroristas con los que, poco a poco, se consigue desmantelar el sistema político previo para instaurar la nueva república religiosa. Margaret Atwood decía que en su relato no hay nada que no haya ocurrido ya en algún momento de la historia. Aún hoy en día el número de regímenes políticos que excluyen de las libertades políticas a parte de su población (especialmente a las mujeres) resulta alarmante y desesperanzador.

Ver El cuento de la criada y otras series similares puede llevar a preguntarnos si es posible que ocurra algo parecido en la realidad. No descarte tan rápido la idea. Richard Weaver advertía que cuando la libertad de la gente desaparece no lo hace de golpe con una explosión, sino en silencio, en medio de la comodidad de sentirse cuidado. El proceso es terroríficamente sencillo:

  1. Primero aparecerá un problema. No un problema cualquiera, sino uno que, real o no, por el motivo que sea, se convierte en el más urgente y preocupante, aquél que pone en juego la supervivencia de la colectividad (el problema de la natalidad en El cuento de la criada).
  2. Como ocurre con todo problema político, habrá opiniones distintas sobre cómo resolverlo. La política es opinión; la verdad es cosa de la ciencia.
  3. Aparecen entonces los expertos. Afirman tener la solución al problema. Pero, ¡cuidado!, no dicen que la suya sea una opinión más. Los expertos hablan como si estuvieran en posesión de la verdad.
  4. Como no todos los expertos defienden lo mismo, hay que decidir quiénes son los verdaderos expertos, los mejores.
  5. Aparece entonces la fe en la medición y en los rankings. Es una fe, porque, como señala Jerry Z. Muller, exige creer en tres cosas que son dogmas: que es posible sustituir el juicio, el talento y la experiencia personal por mediciones; que si esas mediciones son públicas las cosas funcionarán como deben; que medir es la mejor manera de motivar a las personas. Por supuesto, esto exige ignorar que no todo lo importante se puede medir y que casi siempre acaba por medirse lo que no importa.
  6. El ranking acaba por aplicarse a las personas. Los habrá excelentes y los habrá mediocres. El criterio de clasificación es arbitrario en tanto en cuanto no tiene que ver con lo se pretende medir en realidad, pero no importa. La excelencia, que es una ideología totalitaria, ya ha hecho su aparición.
  7. La única opinión válida es ahora la de los expertos excelentes, los mejores (siempre, claro está, según el ranking elaborado por ellos mismos). Pero cuando sólo hay una opinión, ya no es opinión, sino verdad indiscutible. Por otro lado, la adopción de este sistema meritocrático hace que los expertos estén convencidos de su propia buena fe, de que son justos, de que sus juicios no contienen prejuicio ni error, que los demás están equivocados y, lo que es peor, que actúan de mala fe, que son malos.
  8. Puesto que las contradicciones de la vida, la creatividad, la invención, el arte, la filosofía, etc. no son medibles, la solución al problema pasa siempre por ser una idea artificial del ser humano. Así que todos han de ajustarse al modelo teórico de los expertos por la fuerza. Recuerde: el que no se ajusta es malo, el que piensa por sí mismo, el creativo, el inspirado, también.
  9. Para que el ajuste sea completo, todos los aspectos no políticos de las relaciones sociales han de ser públicos: la vida familiar, el amor, la educación, las opiniones (que ya no podrán expresarse libremente porque están equivocadas y cargadas de mala intención). Todo será sometido a escrutinio público (quien haya visto o leído El cuento de la criada habrá comprobado que hasta el sexo es cosa de la que se ocupa el poder).
  10. Et, voilà! El poder político pasa a ser un asunto arbitrario totalmente privatizado, en manos de los expertos, formen estos un partido político (que acabará siendo único), una asociación, un grupo religioso… Pero el caso es que la política no se puede privatizar; si se privatiza deja de ser política para ser tiranía. A quien pregunte, entonces, por el motivo de la obediencia se le responderá lo mismo que a los niños en las escuelas de la Italia fascista: “Obedece porque se debe obedecer”.

Nos queda, sin embargo, algo de esperanza. Como se ve en muchas de las series de televisión distópicas, el ser humano actúa, y la acción es siempre imprevisible, ambigua, no encaja en los modelos teóricos, los descoloca. Siempre hay un grupo de resistencia que lucha contra la negación de la política que supone la tiranía totalitaria. Al final, la tiranía es derrotada. Aunque, eso sí, puede que haya que esperar mucho tiempo para ver su fin, y como decía Sancho, “¿qué mayor desdicha puede ser de aquella que aguarda al tiempo que la consuma?” Lo mejor será, pues, que hagamos lo posible por evitar que ese futuro distópico nos alcance.

Roberto Losada Maestre, Profesor de Teoría Política, Universidad Carlos III

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.

Fuente: grandesmedios.com, 2019.

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Más información:

Soylent green

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George Orwell, 1984 y Argentina 2012

septiembre 1, 2012

1984

«Leí 1984 cuando tenía 20 años y me deslumbró. Lo leí nuevamente esta semana, quince años después y me estremecí del miedo ante la similitud con la Argentina de 2012: por los índices mentirosos, los porcentajes que engañan, la manipulación de la verdad, la falta de libertad, la invasión a la intimidad, el entretener para distraer, el adoctrinamiento para no pensar. (Y mientras escribo esto, veo a mi vecino que mira Tinelli en su LED). Me aterra el deseo del poder absoluto de las personas que nos gobiernan.»

Rosario Leone

Fuente: La Nación, 31/08/12. Cartas de Lectores.

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1984 es una novela política de ficción distópica, escrita por George Orwell en 1948 (de la transposición surge 1984) y publicada en 1949. La novela introdujo los conceptos del omnipresente y vigilante Gran Hermano o Hermano Mayor, de la notoria habitación 101, de la ubicua Policía del Pensamiento y de la neolengua, adaptación del inglés en la que se reduce y se transforma el léxico con fines represivos, basándose en el siguiente principio: Lo que no está en la lengua, no puede ser pensado.

Muchos analistas detectan paralelismos entre la sociedad actual y el mundo de 1984, sugiriendo que estamos comenzando a vivir en lo que se ha conocido como sociedad orwelliana. El término orwelliano se ha convertido en sinónimo de las sociedades u organizaciones que reproducen actitudes totalitarias y represoras como las representadas en la novela. La novela fue un éxito en términos de ventas y se ha convertido en uno de los más influyentes libros del siglo XX.

Se la considera como una de las obras cumbre de la trilogía de las distopías de principios del siglo XX (también clasificadas como ciencia ficción distópica), junto a la novela de 1932 Un mundo feliz (Brave new world en inglés), de Aldous Huxley, y Fahrenheit 451 de Ray Bradbury. Algunos consideran a esta novela un plagio de la obra Nosotros escrita por Yevgeni Zamiatin en 1921. Por su parte Orwell reconoció la influencia de la misma en su novela.

Adaptado de Wikipedia.

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Distopía

Una distopía, llamada también antiutopía, es una utopía perversa donde la realidad transcurre en términos opuestos a los de una sociedad ideal. El término fue acuñado como antónimo de «utopía» y se usa principalmente para hacer referencia a una sociedad ficticia, frecuentemente emplazada en el futuro cercano, donde las consecuencias de la manipulación y el adoctrinamiento masivo —generalmente a cargo de un Estado autoritario o totalitario— llevan al control absoluto; al condicionamiento o, incluso, al exterminio de sus miembros, bajo una fachada de benevolencia.

Etimología

De acuerdo al Oxford English Dictionary, el término fue acuñado a finales del siglo XIX por John Stuart Mill, quien también empleaba el sinónimo creado por Bentham «cacotopía», al mismo tiempo. Ambas palabras se basaron en el término «utopía» acuñada por Tomás Moro como «ou-topía» o «lugar que no existe», normalmente descrito en términos de una sociedad perfecta o ideal. De ahí, entonces, se deriva «distopía» como una «utopía negativa» donde la realidad transcurre en términos antitéticos a los de una sociedad ideal. Comúnmente, la diferencia entre «utopía» y «distopía» depende del punto de vista del autor de la obra o, en algunos casos, de la percepción del propio lector, que juzgue el contexto descrito como deseable o indeseable.

Temática y uso

Los textos basados en distopías surgen como obras de advertencia, o como sátiras, que muestran las tendencias actuales extrapoladas en finales apocalípticos. Las utopías, en cambio, no se basan en la sociedad actual, sino que transcurren en una época y un lugar remotos, o indeterminados, o luego de una ruptura de la continuidad histórica (por ejemplo, las obras de H.G. Wells).

Las distopías guardan mucha relación con la época y el contexto socio-político en que se conciben. Por ejemplo, algunas distopías de la primera mitad del siglo XX advertían de los peligros del socialismo de Estado, de la mediocridad generalizada, del control social, de la evolución de las democracias liberales hacia sociedades totalitarias, del consumismo y el aislamiento (Nosotros, 1984, Mercaderes del espacio, Un mundo feliz y Fahrenheit 451).

Otras más recientes son obras de ciencia ficción ambientadas en un futuro cercano y etiquetadas como ciberpunk, que utilizan una ambientación distópica en que el mundo se encuentra coercitivamente dominado por las grandes transnacionales capitalistas con altos grados de sofisticación tecnológica y carácter represivo.

Otras distopías son presentadas como utopías en su visión superficial, pero a medida que los personajes se adentran en la misma descubren que el aparente mundo utópico mantiene ocultas características propias de las distopías que resultan indispensables para su funcionamiento. Estas distopías suelen estar pensadas para advertir sobre los riesgos de la manipulación mediática o política.

Fuente: Wikipedia.

 

George Orwell, 1984.