Aunque el fracaso del comunismo es explicable y conocido, por algunas razones sigue siendo juzgado de manera más benévola que su pariente, el fascismo.
Por Ian Vásquez.
Hace cien años (2017), triunfó la revolución bolchevique. El imperio ruso se volvió comunista y, a lo largo del siglo, docenas de países tan diversos como China, Albania y Cuba iniciaron experimentos socialistas de los que ahora quedan pocos.
El fracaso del comunismo es explicable y bien conocido. La planificación central
no ha funcionado en ningún país en que se implementó. Más difícil de
entender es la enorme atracción que tuvo el comunismo por larguísimo
tiempo, incluso durante décadas de evidente declive. Es todavía menos
entendible que siga gozando de cierta aceptación, especialmente en vista
de las atrocidades que se cometieron bajo su bandera.
El comunismo es la ideología más sangrienta de la historia. Se estima
que entre 43 y 162 millones de personas fueron asesinadas o murieron de
hambre en su nombre. En promedio, el comunismo mató a más de 150
personas por hora durante la vida de la Unión Soviética. La hambruna que Stalin impuso en Ucrania terminó con la vida de casi 4 millones de personas, pero quedó corta comparada con las matanzas masivas de Mao: durante “El gran salto adelante” de los años cincuenta, murieron hasta 45 millones de chinos.
El comunismo ni siquiera fue exitoso juzgado por sus propios
estándares. En vez de liberar a los trabajadores, los alienó; en vez de
enriquecer a las sociedades, las empobreció; y en vez de eliminar la
desigualdad, creó una desigualdad de poder infinitamente mayor que la
brecha de riqueza que intentó reemplazar.
Si bien los crímenes y fallas del comunismo se reconocen hoy mucho
más que en el pasado, también es verdad que la ideología de la hoz y el
martillo no genera el mismo rechazo que el nazismo, que es igual de
repugnante. Es usual ver a personas de cualquier clase social usar
camisetas del Che, por ejemplo, pero es impensable que alguien se
presente con el símbolo de la esvástica sin que sea fuertemente
repudiado. Eso es a pesar de que el socialismo y el nacionalsocialismo comparten
raíces intelectuales y características de gobernanza como la censura de
los medios, el control de la economía y el Estado policial, entre
otras.
Las reacciones morales distintas a lo que terminan siendo ideologías muy parecidas en la práctica representan un curioso doble estándar. La simpatía por el marxismo,
especialmente marcada entre la élite intelectual, probablemente se debe
a que el comunismo se percibe como bien intencionado al prometer una utopía para todos, mientras que las metas criminales y discriminatorias del fascismo
son menos ocultas. Además, el comunismo se beneficia enormemente del
sesgo intelectual de los críticos de mercado o de los problemas sociales
o económicos que inevitablemente existen en Occidente.
Nada de eso cambia, como lo describiera alguna vez un observador, la
realidad acerca de las promesas de la izquierda extrema —que “la utopía
es una bellísima mujer con la cabeza en las nubes y los pies en un río
de sangre”—. Y si bien el comunismo no es un proyecto político que se
toma tan en serio como fue el caso en el pasado, el legado
del comunismo sigue presente en el mundo poscomunista. Se manifiesta en
el oeste en los estados benefactores sobredimensionados, que en parte se
construyeron en respuesta y como alternativa al comunismo. Y se
manifiesta también en la propaganda y actividades de los servicios de
inteligencia que sobrevivieron al colapso del comunismo y están haciendo
lo posible para socavar la confianza en las democracias liberales y apoyar a movimientos populistas en el oeste.
Hay que prestarle especial atención a lo que Anne Applebaum llama los “neobolcheviques” ahora en el poder o cerca de ello y que desprecian las instituciones liberales.
Este artículo fue publicado originalmente en El Comercio (Perú) el 7 de noviembre de 2017.
Una de las más famosas novelas escrita por Ayn Rand fue llevada al cine en Italia bajo el título Noi Vivi en el año 1942, en plena guerra mundial y bajo el gobierno de Mussolini. La autora no fue consultada ni supo que se estaba realizando la versión de su libro.
El gobierno fascista consideró que una imagen valía más que mil palabras y realizó la puesta en escena de esta historia sobre los primeros años de la revolución soviética: Kira, una joven de clase media de carácter independiente llega a Petrogrado con su familia y se enteran de que su casa y sus pertenencias han sido requisadas. Durante el viaje en tren va hablando de sus sueños: estudiar en la Universidad, tener una vida propia .. pero al poco tiempo de instalarse en la ciudad va tomando conciencia de que eso no será posible a menos que preste una obediencia ciega a los mandatos del régimen.
Los pisos compartidos por varias familias, las purgas políticas, los abusos de poder, los especuladores, todos los componentes de aquellos cáóticos años van desfilando ante nosotros.
Incluso su historia de amor será trastocada y transformada por el nuevo orden que no deja margen para los sentimientos personales.
Ayn Rand defensora a ultranza del “yo”, atea e inconformista, escribió un alegato contra el totalitarismo, exaltando al individuo por encima de la masa, incluso aunque ello supusiera falta de solidaridad con la sociedad. Detestaba Rusia y el comunismo y eso le hizo mantener posiciones extremas en sus relatos, ensalzando el mundo que ella consideraba como el ideal: Estados Unidos. No obstante, ese radicalismo queda en evidencia por el agudo romanticismo y la emotividad que subyace en toda la historia.: los claroscuros, la niebla que envuelve algunas escenas, la belleza etérea de Alida Valli, prestan un misterioso encanto al relato.
Ayn Rand que definió esta novela como casi su autobiografía, había visto a su familia ser desposeída del comercio del que vivían y sufrir estrecheces y pobreza. Uno de los grandes errores de la revolución fue el dar el mismo trato a la clase media compuesta de comerciantes, profesores y profesionales de todo tipo que suelen constituir el motor de cualquier sociedad que a la nobleza y los grandes terratenientes, auténticos parásitos del antiguo y feudal estado zarista.
La escritora tuvo tantos seguidores como detractores, de hecho el capitalismo en estado puro es otro totalitarismo, sobre todo para aquellos más desprotegidos o menos dotados; ella mantenía una doctrina “personalista”, cada uno debía velar por sí mismo y sin esperar nada de los demás. Parece que en America encontró su tierra prometida.
El gobierno de Mussolini se felicitó a sí mismo del éxito que obtuvo el film sin darse cuenta de que el suyo también era un régimen totalitario y quedaba retratado. De hecho sus aliados nazis lo consideraron una torpeza y les ordenaron retirar la película, motivo por el cual permaneció ignorada y sin llegar al resto del mundo. Actualmente solo se encuentra en versión original, con subtítulos en inglés.
El socialismo del siglo XXI: de fracaso en fracaso
Por Emilio Cárdenas.
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Cuando el fallecido Hugo Chávez gobernaba autoritariamente a Venezuela, calificó pomposamente a su experimento económico marxista de: «Socialismo del siglo XXI». Para así tratar de disimular la realidad, desde que la larga y triste experiencia cubana era ya evidentemente aleccionadora para la región toda, mostrando que ese presunto «sistema económico» termina en la postergación de los pueblos que de pronto son sometidos al mismo y en el deterioro manifiesto de sus niveles de vida. Peor aún, también en lo que, en el plano de la política, se ha dado en llamar las «dictaduras constitucionales».
Hoy, la situación económico-social de los tres países de nuestra región que de pronto fueran sumergidos en ese experimento acredita lo señalado. Me refiero a Cuba, Venezuela y Nicaragua.
Todos ellos establecieron, desde el Estado, mecanismos repulsivos de «control social», reñidos frontalmente con la democracia.
Así, transformaron a sus Poderes Judiciales en meros agentes del Poder Ejecutivo, sin independencia real alguna. Gobernaron a través de un partido único, que adormeció -o eliminó- a la oposición y rechazó las disidencias. Y sometieron a las autoridades electorales de sus respectivos países a la voluntad exclusiva del partido gobernante, de modo de transformarlas en instrumentos utilizados descaradamente para tratar de perpetuarse en el poder. Nada de ello tiene color democrático. Más bien, todo lo contrario.
En Venezuela, altos agentes cubanos de inteligencia fueron contratados abiertamente y, en algunos casos, hasta fueron designados como funcionarios públicos, a la vista de todos. Nadie invocó aquello de la «intervención en los asuntos internos de otros Estados». El silencio cómplice de muchos destiñó lamentablemente las pocas críticas aisladas.
Por lo demás, pese a que Venezuela es el país del mundo con las mayores reservas de hidrocarburos, hoy la ineficacia y la perversa actitud ideológica de los funcionarios públicos del país caribeño lo han enterrado en la pobreza, el desabastecimiento, la hiperinflación y en una situación lamentable de corrupción endémica.
No sólo eso, su producción petrolera está en su nivel más bajo de las últimas tres décadas y ya no alcanza siquiera para generar las divisas necesarias para pagar las importaciones requeridas para alimentar a su población, puesto que, insólitamente, Venezuela es -desde hace rato ya- una nación incapaz de alimentarse a sí misma.
A todo lo que se suma que algunas de sus más altas autoridades civiles y militares están siendo internacionalmente investigadas por presuntas violaciones de los derechos humanos de su pueblo y aparentes vinculaciones con el narcotráfico. De allí que se califique a Venezuela de «narco-estado».
Cuba, por su parte, es ya la definición misma de la escasez de prácticamente todo. Incluyendo, por cierto, a la libertad. Su pueblo tiene uno de los niveles de vida más bajos de la región, que supera sólo al de El Salvador. Con medio siglo continuado de marxismo y autoritarismo al hombro, esto hoy ya no sorprende demasiado a nadie. Era, más bien, de esperar. Ante la lamentable situación económica venezolana, la llegada de sus subsidios «fraternales» a Cuba -que comenzaron a pagarse en 1992, hace entonces ya más de dos décadas- se ha sustancialmente evaporado, empeorando repentinamente las cosas.
Nicaragua, que mantuvo una economía donde el sector privado sigue siendo un partícipe clave, también ha visto desaparecer los subsidios venezolanos. Hoy está envuelta en un creciente caos, en medio de las airadas protestas de un pueblo que parece harto de vivir sometido a la voluntad política de Daniel Ortega y de su intrigante y ambiciosa esposa: Rosario Murillo. Esas protestas se han reiterado y extendido, mientras las muertes de decenas de civiles inocentes generadas por la desaprensiva represión policial y por los matones a sueldo de Daniel Ortega siguen creciendo, muy desgraciadamente.
Hablamos, sin embargo, de tres regímenes autoritarios, pero longevos. Cuba lleva casi sesenta años en manos de sus dictadores marxistas. Venezuela, por su parte, ha estado ya nada menos que 19 años sumergida cada vez más en el marxismo, en su versión más torpe y populista. Y Nicaragua, por su parte, ha comenzado a crujir socialmente con alguna sonoridad y es testigo de protestas callejeras que no sólo son enormes sino que, además, son reiteradas. A lo que ahora se suma la aparente disconformidad de sus Fuerzas Armadas, que de pronto es notoria.
Tarde o temprano, las cosas previsiblemente cambiarán en esos tres países. Con sus propios ritmos y caminos. Todos, de un modo u otro, se sacudirán de encima por si mismos el marxismo que los asfixia y paraliza. No obstante, nada luce inminente.
Pero lo cierto es que el «socialismo del siglo XXI» como propuesta ha fracasado visiblemente y los daños que genera y el malestar que ya ha provocado -y sigue provocando- están a la vista de todos.
El actual estado de cosas, por sus consecuencias y por las inevitables tensiones que provoca, difícilmente pueda prolongarse mucho tiempo más. Se cierne entonces sobre todos ellos una temporada de tormentas.
El socialismo es la fanática insistencia en el error sostenido en la mentira
Hay dos tipos de socialismo, los que han colapsado y los que colapsarán.
Por Guillermo Rodríguez González.
Lenin definió el paso del capitalismo al socialismo por el momento en que el Estado toma los “centros de comando” de la economía. .
El socialismo se pudiera definir como la terca insistencia en el error. Se ha intentado de una u otra forma desde mucho antes de lo que a sus partidarios les gusta admitir, siempre contra viento y marea, para siempre fracasar, dejando montañas de cadáveres entre la inconmensurable destrucción material y moral de las sociedades sobre cuyas ruinas se enseñoreó.
Sus partidarios siempre dirán que lo que ya colapsó “no era socialismo”. Y que sí lo es, lo que todavía no ha colapsado. Eso dirán, hasta que colapse finalmente sin remedio. Entonces insistirán con la misma acomodaticia convicción en que “no era socialismo”. Como para sostenerse tercamente en su error deben insistir recurrentemente en la mentira, su socialismo será el error sostenido en la mentira.
¿Pudiera ser cuestión de grados? Hay sociedades en que la idea socialista se aplica parcialmente, causando daño limitado. De restar suficientes elementos capitalistas para diluir el veneno socialista en un sistema mixto, aparentarán –por algún tiempo– algo tan mítico como un “socialismo exitoso”. Pero siempre habrá dos mentiras en eso:
No son socialismos plenos –como aquellos en los que el socialismo prevalezca clara e indiscutiblemente sobre lo poco de capitalista que pudiera subsistir sojuzgado– sino sistemas mixtos con mucho y muy importante contenido capitalista. Su parte socialista es únicamente un lastre que desacelera y entorpece la productividad de la parte capitalista.
No se puede sostener por demasiado tiempo un contenido importante de socialismo en un sistema mixto, sin que la distorsión de los incentivos termine por debilitar severamente la parte capitalista remanente, al punto que no pueda producir más de los que la parte socialista destruye. Todo supuesto “socialismo exitoso” eventualmente dejará de ser socialista, o de ser exitoso.
La idea socialista
Pero ¿Cuál es la idea central del socialismo? ¿La que sería indiscutiblemente común a todas sus variopintas versiones? En eso ha sido útil la definición del revolucionario aristócrata que impuso el primer socialismo que retuvo el poder por décadas: Vladimir Uliánov (Lenin). Poco conocido, y algo que fue secreto de Estado soviético, es que los Uliánov eran miembros de la baja nobleza; como poco conocido es que Lenin al tomar el poder en Petrogrado se propuso apenas mantenerlo más tiempo que la efímera Comuna de París.
Muy conocido es que definió el paso del capitalismo al socialismo por el momento en que el Estado toma los “centros de comando” de la economía. Es discutible que sería, o dejaría de ser, un “centro de comando” de la economía. Pero establece el primer punto en el que el control de medios de producción por el Estado hace a una economía socialista.
La inviabilidad del socialismo
Ludwig von Mises, el primer economista que explicó la radical e irresoluble inviabilidad económica del socialismo como sistema económico, consideraba que: “El socialismo es el paso de los medios de producción de la propiedad privada a la propiedad de la sociedad organizada, el Estado”, aclarando que “si el Estado se asegura una influencia cada vez más importante sobre el objeto y los métodos de la producción, si exige una parte cada vez mayor del beneficio […] al propietario […] sólo le queda […] la palabra propiedad, vacía de sentido, pues la propiedad misma ha pasado enteramente a manos del Estado.” Son similares las definiciones de socialismo de Mises y Lenin.
El economista Friedrich von Hayek profundizó esa teoría de la inviabilidad del socialismo de Mises –concentrada en la imposibilidad del cálculo económico en un sistema que impide la formación de precios– llegando al problema general de la imposibilidad de transmitir conocimiento disperso por un sistema que al intentar centralizarlo impide su formación misma. En La fatal Arrogancia, explicó al socialismo como error de hecho.
Resultó inmediatamente obvio que tal error es común a todo socialismo: de utopías filosóficas de la antigüedad, y variantes religiosas en diferentes civilizaciones, a milenarismos comunistas medievales y renacentistas, socialismos cristianos y socialismos ateos, apoyados en totalitarios dogmas de fe para autodenominarse científicos. Con socialismos voluntarios, de falansterios de Fourier a Kibutz israelíes. O totalitarias y brutales variantes neopaganas del siglo pasado –como el nacional-socialismo alemán. Hasta la parte folclórica y malcriada del socialismo occidental contemporáneo. Y el casi infinito etcétera.
Hayek abrió –y recorrió– camino a las raíces de la maligna idea socialista. Estableció algo común a todas sus variopintas versiones: La pretensión –imposible– de reconstrucción voluntariosa e integral del orden social completo. En sus propias palabras, los partidarios de la idea socialista: “perciben la realidad de manera distinta […] y erran en cuestiones de hecho” debido a que simplemente tienen “una falsa apreciación […] de cómo la información requerida surge y es utilizada por la sociedad.”
Desconocer, negar o pretender superar, que la naturaleza dispersa, circunstancial y subjetiva de la información exige la decisión descentralizada para la armonía del orden evolutivo de la sociedad compleja, es lo que él bien llamó la fatal arrogancia del socialismo.
Hayek también nos reveló que ese error de hecho socialista partía de la atávica aspiración de imponer al complejo y descentralizado orden espontaneo de la sociedad civilizada, el simple orden centralizado del igualitarismo primitivo. Cómo Schoeck reveló que es la envidia, el ancestral elemento instintivo que está en la raíz de esas erróneas creencias y primitivas pretensiones socialistas. Entenderlos es vital para comprender cómo y por qué ese error sostenido en la mentira, depende de la fanática –y radicalmente falsa– creencia en el bien transcendente y total de la idea socialista. Porque así justifican los socialistas, sus pequeñas miserias a sus grandes crimines, fracasos y mentiras.
—Guillermo Rodríguez González es investigador del Centro de Economía Política Juan de Mariana y profesor de Economía Política del Instituto Universitario de Profesiones Gerenciales IUPG, de Caracas, Venezuela. Síguelo en @grgdesdevzla
La izquierda se mueve siempre en un plano ideal e impoluto, angelical. El plano de las utopías. Cada vez que agarra la manija, mete la mano en la lata, administra todo como si fuera suyo, aplica su natural intolerancia, se transforma en un fascismo. El fascismo estalinista, el fascismo de Maduro, etc.
Autor: Occam Occam (@corraldelobos)
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Escribe el periodista @GabyLevinas que “No hay nada más de derecha que, habiendo tantos recursos, dejar un país con 30% de pobreza, sin infraestructura y sin educación”.
Sin pretender refutarlo sino entenderlo, y sin hacer hincapié en su caso personal, tan solo diremos al respecto que Levinas se encolumna, entusiasta, en la larga fila de los que esquemáticamente identifican la izquierda con el Bien y la derecha con el Mal. Izquierda es salud, derecha es enfermedad; izquierda es amor, derecha es odio; izquierda es medio ambiente, derecha es contaminación; izquierda es producción, derecha es especulación; izquierda son industrias, derecha son bancos; izquierda son artesanos, derecha son policías, y así en un etcétera infinito.
Esa bella imagen en claroscuro maniqueo es por supuesto muy endeble. Es difícil ser, por ejemplo, ecologista e industrialista al mismo tiempo. O materialista e idealista. O demócrata y elitista. O perseguir la excelencia y buscar la igualdad. O aspirar a la prosperidad general deplorando la generación de riqueza. O ser pobrerista y sibarita. O repudiar la violencia pero sin reprimir al violento. Pero en fin, con la mentalidad del niño, que quiere todos los juguetes y las golosinas al mismo tiempo, que no puede elegir porque no está dispuesto todavía al sacrificio, construye un universo paralelo utópico, ajeno al sufrimiento y colmado de virtudes y placeres.
Lógicamente, ese castillo en las nubes se esfuma cuando la utopía se encuentra con la realidad, con el desafío de su aplicación en el plano práctico. Allí suele desembocar en una pesadilla más o menos invivible, con un control social irrespirable, un dirigismo autoritario, una planificación total y una gestión económica absoluta (o casi) que hace aguas por todas partes en ineficiencia y escaseces, y una corrupción intrínseca que genera rápidamente un nuevo clasismo de hierro entre el funcionariado burócrata-militante enriquecido y la ciudadanía de a pie empobrecida en igualdad.
Cuando pasa eso, el izquierdista tierno (le tomamos prestado el adjetivo a Espert) siempre busca una explicación que lo devuelva al solaz y la tranquilidad moral de sus convicciones a través del siguiente apotegma: Cada vez que un gobierno izquierdista hace lo que todos los gobiernos izquierdistas, se transforma automáticamente en gobierno de derecha.
La consecuencia práctica, lógicamente, debería ser que la izquierda no puede gobernar, y que debe mantenerse expectante en el plano de la intelectualidad (que domina con uniformidad aplastante, anclada en Frankfurt y el Mayo de 1968), o incluso en el marco de propuestas más o menos extravagantes a partir de una minoría parlamentaria. Sin embargo, no sólo persiste con una tozudez digna de las grandes gestas, sino que incluso impone la agenda de manera tan urgente, intensa y acuciante (magnificada por el brazo mediático), que sus imperativos y solo ellos, ocupan las políticas de todo gobierno: la igualdad se garantiza aumentando la presión impositiva para que luego el Estado redistribuya en planes sociales, subsidios, gratuidades y medidas de fomento; en lo educativo, bajando la vara lo suficiente para que todos pasen de grado sin mayor esfuerzo y consigan un diploma para colgar de un clavito; en lo sanitario, estableciendo intervenciones gratuitas que nada tienen que ver con la misión de prevenir ni con el arte de curar; en lo cultural, legitimando desde lo excelso hasta lo abyecto, poniendo en plano de igualdad La traviata y El humo de mi fasito; en lo social despenalizando conductas desde la vía legislativa o más frecuentemente, desde la práctica judicial; o bien equiparando las situaciones deseables con las anómalas, diluyendo todo en un marasmo de relativismo moral.
Porque la izquierda es el Bien y la derecha es el Mal, pero la izquierda a su vez deplora los conceptos de Bien y de Mal. Así entonces, ser bueno es desconocer que existe lo bueno y lo malo, lo lindo y lo feo, lo correcto y lo incorrecto, la sabiduría y la ignorancia, la salud y la enfermedad, el talento y la mediocridad, el éxito y el fracaso, la ley y el delito, la propiedad y el robo, la virtud y la perversión.
El resultado llega más temprano que tarde: el que parte y reparte se lleva la mejor parte, y el funcionariado sentado sobre una montaña de dinero de los contribuyentes anónimos tiende a pensar que nadie va a echar en falta un par de fajos de billetes más o menos, o una bolsa de papel madera, o un paquete termosellado de crujientes violetas de €500. Incluso se justifica. Tanto esfuerzo por planificar, dirigir, recaudar, distribuir, armar los pliegos y licitar, adjudicar y certificar las obras (o los inicios de obra) tiene que tener su recompensa. Y también, el diezmo para la política, para que nuestra fuerza tenga autonomía de movimiento frente a las corporaciones, independencia de criterio ante los poderosos, capacidad de enfrentar al imperialismo. Y luego, ya agrandados, en un proyecto milenarista, ¿qué mejor que expropiar a los poderosos y administrar todo desde el gobierno?
Paralelamente, el nivel educativo desciende casi hasta el analfabetismo funcional, se empobrece el lenguaje, se desincentiva la curiosidad y la competencia, la cultura se degrada, el plan de vida en general gira hacia el aburrimiento, el entretenimiento burdo y grosero, la droga recreativa, la promiscuidad, el delito.
Esa consecuencia sociocultural no desalienta al “proyecto”, más bien todo lo contrario. Estimula sus anhelos por eternizarse, al ser sometido al referendo cuatrienal de una población apática y sin mayores aspiraciones que la de una línea de merca, la jarra loca, el perreo y El humo de mi fasito, arrastrada por una juventud entusiasta y militante, pletórica de simbología, de relato y de canciones de hinchada, y en general rentada con algún cargo público en un organigrama cada vez más desmesurado y estrambótico.
A todo ese circo se lo denomina campo popular, y genera una democracia plebiscitaria que solo rige por 10 horas durante al acto electoral, y que implica algo así como firmar un cheque en blanco para que el régimen luego imponga su decisión sin restricciones ni cortapisas por 4 años. Quien se queje es el antipueblo, el aventajado, la derecha mala que no quiere que el campo popular sea feliz, cante y baile a la madrugada de un martes en todas las esquinas, que procree deportivamente, que disfrute del decodificador gratuito en su rancho de cartón y chapas.
El Estado absorbe la mano de obra que su propia intervención expulsa del mercado de trabajo, o la contiene mediante subsidios de desempleo y planes sociales variados. Así genera una clientela fiel y barata de votantes para mantener el nuevo statu quo. La certeza de la eternidad en el poder relaja cualquier prurito subsistente, y la corrupción comienza a ser flagrante y ostensible. Las rutas no sólo no se terminan, sino que ni siquiera se empiezan, los anticipos de obra comienzan a ser desproporcionados, los funcionarios se ponen a ostentar con fasto, y esa ostentación es signo de respetabilidad. Porque éste la sabe hacer. Se genera una nueva jerarquía en función de los metros cuadrados cubiertos, las hectáreas de estancia con espejo de agua propio y la climatización de la piscina.
Cuando el hombre de la izquierda sibarita percibe que el país bajó 50 escalones en las pruebas PISA, que la pobreza creció en forma alarmante, que reina el descontrol, la inseguridad y la violencia en las calles, que los funcionarios ostentosos regañan a los periodistas como a chicos impertinentes por cadena nacional o buscan cerrar sus medios o comprárselos con sus testaferros, se empieza a inquietar. Desde su silla BKF, con su habano doble corona humeando en la diestra, acariciando a su gato de pelo largo con la siniestra, un vaso gordo de dorado Macallan 36 sobre un libro de Pierre Bourdieu en la mesita, y escuchando un vinilo de Thelonious Monk, comienza a experimentar un sobresalto espiritual.
Ahí es cuando atisba nuevamente el apotegma salvador, aquél que ha acudido tantas veces para su sosiego: Cada vez que un gobierno izquierdista hace lo que todos los gobiernos izquierdistas, se transforma automáticamente en gobierno de derecha.
Recuerda las innumerables decepciones y ratifica su criterio de pureza. Él se ha mantenido siempre en su mismo sitio, los que se han movido de la izquierda, los que han traicionado los altos principios idealizados, son los que gobiernan. Se toma el poder con la izquierda pero se gobierna con la derecha, se dice. Reconoce que ha simpatizado con el gobierno de izquierda y lo ha acompañado con su voto y su opinión por varios años. En todo caso, ha pecado de ingenuo, de cándido. No ha visto, no ha podido ver, no se ha imaginado, hasta qué punto ese gobierno se empapaba de Mal, se hacía de derecha, hasta que la cosa ya no dio para más.
Una vez que ha podido explicarse el nuevo fracaso, vuelve a entrecerrar los ojos y a disfrutar de las evoluciones caprichosas de ese piano virtuosamente endemoniado en Brilliant Corners, mientras exhala una voluta de humo cubano, apenas más consistente que su idea.
Alfredo Bullard comenta la incredulidad de los alemanes orientales cuando se toparon con estanterías abarrotadas de frutas frescas día tras día.
En los 90 visité Berlín. Hacía pocos años (1989) había caído el muro que separaba a las dos Alemanias. Para mi sorpresa, no quedaban muchas evidencias de que allí había existido un muro que había dividido el mundo en dos.
Por razones de trabajo me reuní con varios funcionarios públicos alemanes. No pude resistir preguntarles cómo habían sido los días previos y siguientes al derrumbe del muro. Escuché muchas historias interesantes. Pero un relato es mi favorito.
En los días siguientes a la caída del muro, el Gobierno de Alemania Occidental decidió, como una señal de fe y confianza en la reunificación, entregar una pequeña cantidad de dinero a los alemanes orientales que cruzaban la que había sido una de la fronteras más inexpugnables del mundo. La idea era que los alemanes orientales experimentaran qué significaba vivir en un sistema económico diferente.
Estos alemanes se dirigían entonces desesperados a las tiendas a comprar los más diversos productos. Pero mostraron una clara preferencia por la fruta; en especial, por las naranjas y los plátanos. Aparentemente, en el lado soviético del muro esas frutas eran virtualmente inexistentes.
Los visitantes se lanzaban desesperados sobre las naranjas y plátanos, llenaban bolsas y cajas o trataban de sujetar torpemente entre sus brazos la mayor cantidad de unidades para llevarlas a sus casas.
Al día siguiente, regresaban al lado occidental de Berlín y no podían creer lo que veían sus ojos. Las góndolas, virtualmente saqueadas por los compradores el día anterior hasta no dejar ni un plátano y ni una naranja, estaban nuevamente llenas de plátanos y naranjas.
Los alemanes orientales repitieron entonces el ritual del día anterior y volvieron a llevarse todas las unidades que sus brazos les permitían cargar. Y así lo hicieron varios días seguidos hasta que descubrieron que siempre los anaqueles volvían a aparecer llenos de plátanos y naranjas.
El funcionario que me relataba esta historia me dijo que se hizo amigo de uno de los visitantes orientales. Este, intrigado por la aparición mágica de plátanos y naranjas, le preguntó quién era el genio que organizaba todo para que reapareciera la fruta todos los días. Cuando le explicó que nadie, que así funcionaba el mercado, su amigo no le creyó. De hecho, dice que lo interrogó por varios minutos tratando de descubrir cuál era la mentira y si le ocultaba el nombre de la persona o personas capaces de conseguir, como en el sermón de la montaña con panes y peces, la multiplicación milagrosa de la fruta. Recordaba que lo trataba como quien estuviera ocultando un secreto militar. Dice que algunos meses después su amigo le confesó que llegó a creer que todo era una trampa para engañar y esclavizar a los alemanes orientales.
¿Pero cuál era el secreto? En realidad ninguno. La historia de las naranjas y los plátanos alemanes es una simple muestra de cómo el mercado es una solución sencilla para un problema complejo. El problema complejo es cómo coordinar millones de decisiones para obtener millones de bienes y servicios que satisfacen millones de necesidades. El mercado es una respuesta asombrosamente sencilla: usa decisiones individuales agregadas a través de un mecanismo llamado sistema de precios. Este sistema envía señales (los precios) que coordinan la producción y suministro de bienes con las demandas de las personas en función a sus escaseces. Todos lo controlan y a la vez nadie lo controla.
Surge así como un orden espontáneo, no planificado por nadie. El problema es cuando se quiere reemplazar ese orden espontáneo por un orden centralizado. Los genios que pueden organizar todo no existen. Es una labor que supera toda capacidad de razonamiento (en especial la de los congresistas que continuamente tienen ideas para reemplazar al mercado). El intento está condenado al fracaso. Es una pena, sin embargo, que repitamos tozudamente el mismo error una y otra vez.
El sistema soviético se derrumbó porque el sistema capitalista encontró una solución menos costosa y efectiva para resolver un problema complejo. Los ex alemanes orientales lo descubrieron de golpe. Por esa misma razón se derrumbará el régimen de Nicolás Maduro que, en su afán de controlar, termina perdiendo todo el control. Y es que, como sentenció Richard Epstein, vivimos en un mundo muy complejo. Y un mundo complejo requiere de soluciones simples.
—Este artículo fue publicado originalmente en El Comercio (Perú) el 5 de agosto de 2017.
Ratas, ranas e insectos, los alimentos para combatir el hambre en Corea del Norte
El problema alcanza a toda la población y hunde sus raíces en la gran hambruna de los años 90.
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En los centros de detención política de Corea del Norte, según el testimonio de un hombre que nació en el Campo 14 y logró escapar, el hambre es la norma. Shin Dong-hyuk le contó al periodista Blaine Harden que en las noches de verano él y otros niños robaban pepinos y peras verdes y los devoraban en el mismo huerto, antes de que los guardias los encontrasen y los golpearan.
«A los guardias, sin embargo, no les importaba si Shin y sus amigos comían ratas, ranas, serpientes e insectos. Abundaban con intermitencia en la extensión que usaba pocos pesticidas y excrementos humanos como fertilizante», escribió Harden en Escape From Camp 14, la historia de Shin.
En las construcciones que comparten cuatro familias, un solo bombillo de luz ilumina —durante las dos horas de luz, de 4 a 5 y de 22 a 23— las cocinas de carbón donde se preparan los 700 gramos de maíz por adulto y los 300 por niño, más algo de col y sal, que se distribuyen por día. Pero si la escasez no fuera razón suficiente, la pelagra es un factor decisivo, en particular durante el invierno: una enfermedad que se deriva de la falta de proteína y de vitamina B3 que provoca debilidad, lesiones en la piel, diarrea y demencia.
«Cazar y asar ratas se convirtió en una pasión para Shin. Las cazaba en su casa, en los campos y en las letrinas. Al caer la tarde se encontraba con sus amigos en su escuela primaria, donde había una parrilla de carbón, y las asaba. Shin les pelaba la piel, descartaba las entrañas y le ponía sal a lo que quedaba», resumió el libro.
La situación de los detenidos es, a la vez que un elemento de control, un problema crónico. «El problema de la comida, como se suele llamar en Corea del Norte, no se limita a los campos de trabajo forzado», escribió Harden. «Ha atrofiado los cuerpos de millones en el país. Los adolescentes que se escaparon del Norte en la década pasada eran 5 pulgadas (casi 13 centímetros) más bajos y pesaban 25 libras (algo más de 11 kilos) en promedio que los que crecían en Corea del Sur».
El servicio militar —un eje de la vida cívica en el país que gobierna Kim Jong-un, y que gobernaron su abuelo y su padre desde el final de la Guerra de Corea— rechaza a la cuarta parte de los conscriptos potenciales debido al retraso mental que es una de las secuelas de la desnutrición infantil.
Las raíces de esta tragedia están en la gran hambruna que se vivió en la década de 1990. El gobierno la denominó «la ardua marcha» y reconoció 220.000 muertes. Los organismos internacionales creen que entre 1995 y 2001, con epicentro en 1996 y 1997, murieron entre 1,2 millones y 2 millones de personas. Las ONG especulan con hasta 3 millones de víctimas del hambre que comenzó con las inundaciones que arruinaron las cosechas de un país que, ya entonces, era pobre.
Shin Dong-hyuk, el único norcoreano que se conoce que nació en un campo de detención y logró escapar.
El diario español El Mundo visitó Hamhung, una de las ciudades más afectadas por aquella hambruna. Hoy «es uno de los principales referentes de la industria norcoreana», y una de las cosas que se fabrican allí lleva la marca de aquellos años: fertilizantes. El impulso a esta producción, que arrastra a la del rendimiento agrícola, «es una de las prioridades de Kim Jong-un, que en su primera alocución pública en abril de 2012 prometió que el país ‘no tendría que apretarse el cinturón de nuevo’, en una clara alusión a la crisis de los ’90«, según el artículo.
Sin embargo, la Organización de las Naciones Unidas (ONU) enfatiza que la mayor parte de los norcoreanos —más de 18 millones de 25— siguen expuestos a la «inseguridad alimentaria». El Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (Unicef) reconoce que el país mejoró desde que en 1998 el 62,3% de los habitantes sufría de malnutrición crónica, pero destacó que todavía uno de cada cuatro niños sufren ese problema y unos 200.000 padecen de malnutrición aguda.
A finales de 1998, en el primer estudio sobre el impacto del hambre en Corea del Norte, Unicef y el Programa Mundial de Alimentos de las Naciones Unidas (PMA) señalaron que el 60% de los menores de siete años presentaban «atrofia física o mental debida a la desnutrición«.
Hasta la década de 1990 Corea del Norte había mantenido la seguridad alimentaria de sus habitantes gracias a la ayuda de Moscú y de Beijing, que terminó con la disolución de la Unión Soviética y la manifestación del disgusto chino por la cepa de comunismo norcoreano. Según los voceros de Pyongyang, se combinaron entonces «tres grandes problemas: las inundaciones seguidas de sequías, que destruyen la poca superficie de Corea del Norte, la desaparición del mercado socialista y el embargo económico de los Estados Unidos».
Entre los años 2008 y 2009, mientras el país realizaba pruebas nucleares, hubo un déficit aproximado de 837.000 toneladas de cereales, según el PMA.
Paradójicamente el hambre ya estructural en Corea del Norte se basa en las ideas Juche, o de «autosuficiencia» —aunque el término coreano implica otras complejidades vinculadas a la autodeterminación—, emblema del nacionalismo que encarnan los Kim. Y que hace a los ciudadanos eternamente dependientes de la ayuda internacional.
En un artículo de John Hanas que me enviaran recientemente titulado El Mito del Rule of Law, el autor hace una crítica virulenta al sistema que cambiara la historia universal. El mismo fue llamado capitalismo por Marx, y de esa crítica surgió primero el comunismo y seguidamente la social democracia. La caída del Muro de Berlín y la actual crisis europea son la prueba manifiesta de lo que me permito calificar El Mito del Socialismo.
El sistema del Rule of Law comenzó en Inglaterra con la Revolución Gloriosa de 1688 cuando se tomo conciencia del pensamiento de John Locke respecto a la naturaleza humana y en función de ello se determinó la necesidad de limitar el poder político. Consecuentemente, abandonar el criterio prevaleciente del derecho divino de los reyes tomando conciencia de que los monarcas también son hombres. Seguidamente reconoció el derecho de propiedad y que el principio fundamental de la libertad era el derecho del hombre a la búsqueda de la felicidad. En virtud de la aplicación política de estos principios se produjo la Revolución Industrial. Es decir, el comienzo de la generación de riqueza por primera vez en la historia.
Esos principios fueron llevados a sus últimas consecuencias por los Founding Fathers en Estados Unidos a partir de la Constitución de 1.787 y el Bill of Rights de 1791. Dicho sistema parte de la concepción de que el gobierno es una administración de hombres sobre hombres, que implica la aceptación de la naturaleza humana y por consiguiente la falibilidad del hombre, que está reconocida en el Evangelio. En función de ese reconocimiento James Madison puso en claro que los hombres no eran ángeles y por ello era necesario el control de los gobernantes, para lo cual no bastaba la decisión del pueblo. Esa concepción fue también reconocida por David Hume que escribió: “Es imposible cambiar o corregir nada material en nuestra naturaleza, lo más que podemos hacer es cambiar nuestra circunstancia y situación y rendir a la observancia de las leyes de la justicia nuestro más cercano interés y su violación el más remoto”.
Al respecto el autor del artículo citado sostiene “que las leyes políticas no son consistentes con la ley natural, por tanto son descalificadas a priori”. Esta observación nos hace volver a Locke cuando dijo: lo que importa no es la ley sino qué ley”. Y en ese sentido Hayek escribió que “No es lo mismo una ley que regula el tránsito que una que dice dónde tenemos que ir”. Y siguiendo con la importancia de esta concepción Hume dijo: “El sentido de la justicia no está derivado de la naturaleza, sino que surge artificialmente. Esto no quiere decir que sea arbitrario, sino hecho por los hombres”. Por ello asimismo sostuvo: “Es solamente por el egoísmo y la limitada generosidad de los hombres, en conjunto con la escasa provisión que la naturaleza ha hecho para sus necesidades, que la justicia deriva su origen”.
En función de esa realidad en Estados Unidos se tomo igualmente conciencia de la justicia y en 1.793 en el caso Madison vs. Marbury el juez Marshall llegó a la siguiente conclusión: “Todo gobierno que ha formado una constitución, la considera la ley fundamental, por tanto toda ley contraria a la Constitución es nula. Y es la función y el deber del poder Judicial el decir qué es la ley”. A partir de ese concepto que había sido declarado previamente por Hamilton se constituyó el proceso denominado Judicial Review (Revisión Judicial). Y por ello también Adam Smith había tomado conciencia de esta realidad jurídica que escribió: “Cuando el Poder Judicial está unido al Ejecutivo, hay escasamente una probabilidad de que la justicia no sea convertida en lo que tradicionalmente se denomina política”.
Este sistema ha sido, no obstante su éxito histórico, descalificado éticamente por Marx como capitalismo que es la explotación del hombre por el hombre. La idea del socialismo por supuesto es la antítesis del liberalismo que entraña el Rule of Law. El principio original del socialismo parte del pensamiento de Rousseau respecto a la necesidad de crear un hombre nuevo y que la propiedad privada era el origen de las desigualdades del hombre. Estos principios fueron avalados por Kant que consideraba a Rousseau el Newton de las Ciencias Morales. Consecuentemente estableció los Imperativos Categóricos y por consiguiente descalificó éticamente el derecho del hombre a la búsqueda de la felicidad, pues no se hacía por deber sino por interés.
Siguiendo esos principios surgió Hegel quien sostuvo que “El Estado es la divina idea tal como se manifiesta en la Tierra”. En función de ese concepto concluyó que el individuo no tenía más razón de ser que su pertenencia al Estado, por tanto la guerra era el momento ético de la sociedad. Aquí se encuentra la fuente de la moral racionalista que determinara el totalitarismo en función de la Diosa Razón en sustitución del Derecho Divino de los Reyes. Finalmente llegó Marx que como antes se dijo descalificó el Rule of Law como capitalismo o la explotación del hombre por el hombre. Y discutiendo a Hegel sobre la virtud de la burocracia engendró la Dictadura del Proletariado con el objeto de eliminar la propiedad privada, y en función de ello el Estado desaparecería y se crearía un cielo en la Tierra.
De estos principios se derivaron los totalitarismos del Siglo XX, comunismo, fascismo y nazismo. El capitalismo quedaba degradado por crear la desigualdad económica. Y en busca de la igualdad llegó Eduard Bernstein, quien en su “Las Precondiciones del Socialismo” discutiendo a Lenín sostuvo que al socialismo se podía alcanzar sin revolución y democráticamente. Y llegó la social democracia que se padece hoy. Como antes he dicho el socialismo es la denominación dada por El Iluminismo a la demagogia, descripta por Aristóteles hace 2.500 años.
Una vez más puedo decir que el Rule of Law no es un mito, sino que el mito surge de quienes pretenden descalificarlo, ignorando la falibilidad del hombre y en virtud de ello provocar el absolutismo político. Así llegaron Robespierre, Mussolini, Hitler, Stalin y en la actualidad tenemos a Fidel Castro et al. Por tanto el intento de la izquierda de considerar al Fascismo como derecha, para descalificar los derechos individuales, es otra de las falacias que vive el mundo político.
Otro aspecto con el que discrepo con el autor es cuando se refiere a que la ley evoluciona. Lo que evoluciona es el mundo de acuerdo con la ley. Si se cambia la ley que permitió que el mundo evolucionara por primera vez en la historia, entonces es el mundo el que deja de evolucionar. La evolución ha sido la consecuencia de la ley basada en el principio fundamental de la libertad: “El derecho del hombre a la búsqueda de la felicidad”.
Por las razones expuestas también puedo concluir que la ideología tampoco evoluciona respecto a la que determinara el mundo en que vivimos. La ideología en que se basa el Rule of Law es determinante y un cambio de la misma implica por definición la negación del respeto a los derechos individuales. Consecuentemente aparece el socialismo en la supuesta búsqueda de la igualdad, que crea la desigualdad del absolutismo político y genera las crisis que se padecen hoy.
Hace 25 años ocurrió el entierro simbólico del comunismo.Una esperanzada muchedumbre de alemanes corrió hacia el Muro de Berlín y lo demolió a martillazos. Era como si golpearan las cabezas de Marx, Lenin, Stalin, Honecker, Ceaucescu y el resto de los teóricos y tiranos responsables de la peor y más larga dictadura de cuantas ha padecido el género humano. Por aquellos años una obra rigurosa pasó balance del experimento. Se tituló El libro negro del comunismo. Nuestra especie abonó los paraísos del proletariado con unos cien millones de cadáveres.
Era predecible. En la URSS, en 1989, fracasaban todos los esfuerzos de Gorbachov por rescatar el modelo marxista-leninista. En Hungría, un partido comunista, dirigido por Imre Pozsgay, un reformista decidido a liquidar el sistema, abría sus fronteras para que los alemanes de la RDA pasaran a Austria y de ahí a la fulgurante Alemania Federal, la libre. En Checoslovaquia, Vaclav Havel y un puñado de intelectuales valientes animaban el Foro Cívico como respuesta a la barbarie monocorde de Gustáv Husák. En junio, cinco meses antes del derribo del Muro, los polacos habían participado en unas elecciones maquiavélicamente concebidas para arrinconar a Solidaridad, pero, liderados por Lech Walesa, la oposición democrática ganó 99 de los 100 escaños del senado. El dictador Jaruzelski les tendió una trampa y acabó cayendo en ella.
¿Qué había pasado? El sistema comunista, finalmente, había sido derrotado. Los países que primero lo implementaron, y que primero lo cancelaron, eran empobrecidas dictaduras, crueles e ineficaces, que se retrasaban ostensiblemente con relación a Occidente en todos los órdenes de la convivencia. Ese dato era inocultable. Bastaba comparar las dos Alemania, o a Austria con Hungría y Checoslovaquia, los restantes segmentos del Imperio austrohúngaro, para confirmar la inmensa superioridad del modelo occidental basado en la libertad, el mercado, la existencia de propiedad privada y el respeto por los Derechos Humanos. El día y la noche.
El comunismo era un horror del que escapaba todo el que podía, mientras los que se quedaban ya no creían en la teoría marxista-leninista, aunque aplaudieran automáticamente las consignas impuestas por la jefatura. Por eso Boris Yeltsin pudo disolver el Partido Comunista de la Unión Soviética en 1991, con sus veinte millones de miembros, sin que se registrara una simple protesta. La realidad, no la CIA ni la OTAN, había derrotado esa bárbara y contraproducente manera de organizar la sociedad. Me lo dijo con cierta melancolía Alexander Yakovlev, el teórico de la Perestroika, en su enorme despacho de Moscú, cuando le pregunté por qué se había hundido el comunismo: “Porque no se adaptaba a la naturaleza humana”. Exacto.
¿Y los chinos? Los chinos, más pragmáticos, se habían dado cuenta antes. Les bastó observar el ejemplo impetuoso y triunfador de Taiwán, Hong Kong y Singapur. Eran los mismos chinos con diferente collar. Mao había muerto en 1976 y la estructura de poder inmediatamente rehabilitó a Deng Xiaoping para que comenzara la evasión general del manicomio colectivista instaurado por el Gran Timonel, un psicópata cruel dispuesto a sacrificar millones de compatriotas para poner en práctica sus más delirantes caprichos. Cuando el muro berlinés fue derribado, los chinos llevaban una década cavando silenciosamente en busca de la puerta de escape hacia una incompleta prosperidad sin libertades.
¿Por qué no cayeron o se transformaron las dictaduras comunistas de Cuba y Corea del Norte? Porque estaban basadas en dinastías militares centralizadas que no permitían la menor desviación de la voz y la voluntad del caudillo. El Jefe controlaba totalmente el Partido, el parlamento, los jueces, militares y policías, más el 95% del miserable tejido económico, mientras mantenía firmemente las riendas de los medios de comunicación. El que se movía no salía en la foto. O salía preso, muerto o condenado al silencio. El aparato de poder era sólo la correa de transmisión de los deseos del amado líder. No cabían las discrepancias y mucho menos las disidencias. Eran coros afinados dedicados a ahogar los gritos de la población.
Esta terquead antihistórica ha tenido un altísimo costo. Cubanos y norcoreanos han perdido inútilmente un cuarto de siglo. Si las dos últimas tiranías comunistas hubieran iniciado a tiempo sus transiciones hacia la democracia, ya Cuba estaría en el pelotón de avanzada de América Latina, sin balseros, “damas de blanco” o presos políticos, y Corea del Norte sería otro de los tigres asiáticos. Lamentablemente, la familia de los Castro y la de los Kim optaron por mantenerse en el poder a cualquier costo. Los muros continuaban impasibles desafiando la razón y el signo de los tiempos.
Fuente: Fundación Atlas para una Sociedad Libre, 09/11/14.
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