Una guía para principiantes sobre la economía socialista
Marian L. Tupy explica las principales razones por las cuáles la economía socialista fracasa: bloqueo del sistema de precios, incentivos perversos, entre otras.
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En estos últimos años me ha tocado hacer varias presentaciones a alumnos de colegios y universidades sobre la importancia de la libertad económica y de la amenaza persistente que representa el socialismo —como se puede observar, por ejemplo, en el reciente colapso económico de Venezuela. Un problema que he encontrado es que los jóvenes, hoy en día, no tienen una memoria personal sobre lo que fue la Guerra Fría, ni mucho menos un entendimiento de lo que fue la organización social y económica del bloque soviético, aspectos que no son priorizados o son ignorados por los programas educativos estadounidenses. Por esta razón he escrito una guía básica de la economía socialista, basada en mi propia experiencia creciendo en un país bajo un régimen comunista. Espero que este ensayo —tal vez un poco más largo— sea leído por muchos “millennials”, quienes frecuentemente son atraídos hacia ideas fracasadas de tiempos pasados.
Como un niño, creciendo en la Checoslovaquia comunista, por muchos años, pasaba caminando por un edificio en construcción que tenía como destino transformarse en un centro de salud o una clínica. La construcción de este edificio pequeño con forma de cuadrado era muy lenta y bien descuidada. Partes de la estructura se caían a pedazos incluso mientras el resto del edificio seguía construyéndose.
Recientemente volví a Eslovaquia. Un día, mientras manejaba a través de la capital, Bratislava, pude notar que un nuevo barrio se había desarrollado sobre una colina en la que dos años atrás no existía nada. Este enorme desarrollo de casas modernas y hermosas contaba con excelentes calles y un gran supermercado. Este nuevo barrio proveía hogares, privacidad y seguridad a cientos de familias.
¿Cómo puede ser posible para una empresa privada, planificar, construir y vender un vecindario completo en menos de dos años pero para un planificador central comunista imposible construir un edificio pequeño en casi una década?
Una parte importante de la respuesta yace en los “incentivos”. La empresa que construyó este vecindario en Eslovaquia no lo hizo por amor a la humanidad. Esta compañía desarrolló el proyecto, porque sus dueños (accionistas o inversores) buscaban obtener utilidades. Tal como lo expresó en 1776 Adam Smith, el padre fundador de la economía, “No es por la bondad del carnicero, del cervecero y del panadero que podemos contar con nuestra cena, sino por su propio interés”.
En un mercado que funciona de forma normal, es raro encontrar sólo una empresa que provea un tipo de producto o servicio. Las personas que compraron casas en el barrio que mencioné anteriormente, no estaban forzadas ni obligadas a hacerlo. Podrían haber comprados otras casas hechas por otros constructores en otras partes de la ciudad y probablemente a precios distintos. La competencia, en otras palabras, fuerza a los inversores (los capitalistas) a ofrecer productos mejores a precios más competitivos —un proceso que nos beneficia a todos.
Los comunistas se oponían tanto al lucro como a la competencia. Ellos veían al lucro como innecesario e inmoral. Desde su perspectiva, los capitalistas no trabajaban en un sentido convencional. El verdadero trabajo de construir puentes y de trabajar la tierra era hecho exclusivamente por los trabajadores. Los capitalistas simplemente se metían al bolsillo los excedentes de la compañía una vez que a los trabajadores se les había pagado el salario. En otras palabras, los comunistas creían que la clase capitalista explotaba a la clase trabajadora —y eso era incompatible con su objetivo de una sociedad igualitaria y sin clases.
Pero los capitalistas no son ni inmorales ni innecesarios. Por ejemplo, los capitalistas muchas veces invierten en nuevas tecnologías. Empresas que han revolucionado nuestras vidas como Apple o Microsoft, recibieron su financiamiento inicial de inversores privados. Dado que es su propio dinero el que está en juego, los capitalistas tienden a hacer un mejor trabajo en identificar las buenas oportunidades de inversión que el que hacen los burócratas del Estado. Es por esta razón que las economías capitalistas, y no las comunistas, son líderes en innovación y progreso tecnológico.
Más aún, invirtiendo en nuevas tecnologías y creando nuevas empresas, los capitalistas son capaces de proveer a los consumidores con una variedad abrumadora de productos y servicios, de crear empleo para miles de millones de personas y de contribuir con billones de dólares (“trillions” en inglés) al ingreso fiscal. Por supuesto que toda inversión involucra un nivel de riesgo. Los capitalistas solo cosechan grandes beneficios cuando invierten sabiamente. Cuando hacen malas inversiones, los capitalistas muchas veces deben enfrentarse a la ruina financiera.
Desafortunadamente, los comunistas no compartían la visión anterior y prohibieron la inversión privada, la propiedad privada, la toma de riesgos y el lucro. Todas las empresas privadas grandes que están en manos de privados, como las fábricas de zapatos y las siderurgias fueron nacionalizadas. La gran mayoría de pequeñas y medianas empresas, como almacenes de alimentos y granjas familiares fueron también expropiadas por el Estado. Sus dueños, rara vez recibieron compensación alguna. Todos se transformaron en trabajadores y todos trabajaban para el Estado.
Para prevenir nuevas desigualdades de ingreso y que se formen nuevas clases sociales, todos fueron pagados más o menos de la misma manera. Esto resultó ser un gran problema. Como las personas no podían ganar más cuando se esforzaban más en el trabajo, no se esforzaban más. Los comunistas trataron de motivar o incentivar a la fuerza laboral a través de la propaganda. Afiches y posters de trabajadores fuertes y determinados eran instalados por todas partes dentro del Imperio Soviético. Películas sobre los abnegados trabajadores de las minas y las granjas se proyectaban para inculcar a la población el fervor socialista.
La propaganda por sí sola no era capaz de aumentar la productividad de los trabajadores comunistas a los niveles del mundo occidental. Para incentivar a la fuerza de trabajo, los regímenes comunistas hicieron uso del terror. Los trabajadores que eran sorprendidos vagando en el trabajo muchas veces eran denunciados por sabotaje y eran fusilados. Comúnmente eran enviados a los Gulag —un sistema de campos de trabajo forzado. Algunas veces, las autoridades arrestaban y castigaban a personas inocentes a propósito. El terror arbitrario, los comunistas creían, harían que los trabajadores sean más productivos.
Al final, decenas de millones de personas en la Unión Soviética, China, Camboya y otros países comunistas fueron enviados a campos de concentración. Las condiciones de vida y de trabajo en estos campos de concentración eran inhumanas y millones de personas perdieron su vida en ellos. Mi tío abuelo, quien fue acusado y condenado por ser partidario de la oposición democrática y clandestina en la Checoslovaquia comunista, fue enviado a trabajar en las minas de uranio para proveer al programa soviético de armas nucleares. Trabajando sin protección alguna contra la radiación, murió de cáncer.
Para fines de los ochenta, los regímenes comunistas habían perdido gran parte de su fervor revolucionario. El terror y el miedo venían en declive y la productividad se desplomaba aún más. Así fue que hacia finales de los ochenta, un trabajador industrial promedio de Europa Occidental era casi ocho veces más productivo que su par polaco. En otras palabras, con el mismo tiempo y con los mismos recursos que un trabajador polaco producía $1 en valor de productos, su contraparte de Europa Occidental era capaz de producir $8 en valor de productos.
Conforme reemplazaron el fin de lucro con la propaganda y el terror, también reemplazaron la competencia con la producción monopolística. Bajo el capitalismo, las empresas compiten para atraer clientes bajando los precios y mejorando la calidad. Así es como un joven hoy puede elegir entre jeans hechos por Diesel, Guess, Calvin Klein, Levi´s, entre muchos otros.
Los comunistas pensaban que dicha competencia era tanto innecesaria como irracional. En su lugar, los países comunistas solían tener un productor monopólico de autos, zapatos, lavadoras, etc. Pero los problemas surgieron rápidamente. Dado que en los países comunistas los productores no tenían que competir contra alguien, no tenían ningún incentivo para mejorar sus productos. Compare, por ejemplo, el BMW 850 que se fabricaba en Alemania Occidental en 1989 con el Trabant que era fabricado en Alemania Oriental en el mismo año.
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Los fabricantes comunistas eran protegidos de competir localmente debido a que tenían un monopolio. También eran protegidos de la competencia extranjera mediante prohibitivamente altos aranceles e incluso la prohibición total de importaciones. Dicho de otra forma, los fabricantes tenían una base “cautiva” de consumidores. El fabricante de los autos Trabant no tenía que preocuparse de perder clientes, dado que los clientes no tenían a quién más comprarle automóviles.
Además, los trabajadores de la planta de autos Trabant recibían una remuneración fija e invariable, sin importar la cantidad de autos que produjeran. Como resultado, producían menos autos de los que se necesitaban. Las personas en Alemania Oriental debían esperar años, incluso décadas, antes de poder comprar un automóvil. De hecho, la escasez de la gran mayoría de productos de consumo, desde productos importantes como automóviles hasta los mundanos como el azúcar, era ubícua. Hacer fila se volvió parte del diario vivir.
En el capitalismo, la escasez se regula a través de los movimientos de los precios. Algunos precios, como por ejemplo el de las monedas que se transan globalmente, cambian virtualmente cada segundo. Otros precios cambian más lentamente. Si existe escasez de frutillas, por ejemplo, su precio aumentará. Como resultado, menos personas podrán comprar frutillas. De esta manera, las personas que valoran más las frutillas y están dispuestas a pagar el precio más alto siempre podrán obtenerlas.
El movimiento de los precios comunica información muy importante a los capitalistas. Los capitalistas invierten su dinero en aquellas oportunidades de negocios que son más rentables. Si el precio de algo está subiendo, quiere decir que no se está produciendo de eso lo suficiente. Los inversionistas se precipitan invirtiendo capital nuevo, esperando obtener ganancias. La producción aumenta. Así la economía en general tiende a un “equilibrio” o a un punto en el que el capital es distribuido en forma bastante aproximada a donde éste se necesita.
Los precios son una fuente de información fundamental, pero, ¿de dónde vienen? En una economía capitalista o de libre mercado, nadie establece o fija los precios. Estos surgen de manera “espontánea” en el mercado. Cada vez que compro una taza de café cuando voy al trabajo, por ejemplo, estoy incrementalmente subiendo el precio del grano de café. Cada vez que dejo de comprar mi taza de café, porque voy atrasado al trabajo, le bajo el precio en una cantidad pequeñísima. Si todos dejáramos de tomar café al mismo tiempo, el precio colapsaría.
Los comunistas prohibieron el lucro, los capitalistas, la competencia, el libre comercio y mucha de la propiedad privada (si no toda) —todo lo cual es necesario para que los precios precisos puedan surgir. Al contrario, decenas de millones de precios para productos desde tractores hasta un pedazo de pan eran fijados anualmente (o cada ciertos años) por burócratas del Estado. Dado que no podían predecir con precisión cuanto pan se debía producir (la oferta) ni tampoco cuanto pan se iba a consumir (la demanda), estos burócratas casi siempre se equivocaban en fijar los precios.
La fijación de precios asociada con la baja productividad hacían que la escasez fuera peor. Si el precio de la harina se fijaba muy alto, las panaderías harían muy poco pan y así el pan desaparecería de las tiendas rápidamente. Si el precio de la harina se fijaba muy bajo, se haría demasiado pan y gran parte de este terminaría echándose a perder. Dicho de otra forma, las economías comunistas eran muy ineficientes.
Para complicar aún más las cosas, los comunistas algunas veces fijaban mal los precios a propósito. El precio de la carne, por ejemplo, se mantenía bajo año tras año solamente por consideraciones políticas. Los precios bajos creaban una ilusión de que los productos eran asequibles. En viajes al exterior, usualmente los oficiales comunistas se llenaban la boca diciendo que los trabajadores en el Imperio Soviético podían comprar más carne y otros productos alimenticios que sus contrapartes occidentales. La realidad era que las tiendas generalmente estaban vacías. Como consecuencia, el dinero tenía un uso limitado. Para poder sortear la escasez, muchas personas en países comunistas recurrieron al trueque de bienes y favores (servicios).
Bajo el comunismo, el Estado era dueño de todos los medios de producción, como las fábricas, las tiendas y las granjas. Para poder tener algo con que hacer trueque primero se debía “robar” al Estado. Un carnicero, por ejemplo, robaba carne y la cambiaba por verduras que el verdulero había también robado. El proceso era ineficiente, pero también corrompía la moral. Mentir y robar se volvieron algo normal y la confianza entre las personas se deterioró. Lejos de motivar la hermandad entre las personas, el comunismo hizo que las personas sospecharan unas de otras y fuesen más resentidas.
Desde luego que no todos fueron afectados de la misma forma por la escasez. Los oficiales del gobierno y sus familias generalmente evitaban las dificultades diarias que el resto vivía, ya que tenían acceso a tiendas, colegios y hospitales especiales. El comunismo comenzó como un movimiento que buscaba mayor igualdad. En realidad, fue un retorno al feudalismo. Como las sociedades feudales, las sociedades comunistas tenían una aristocracia compuesta por los miembros del Partido. Como las sociedades feudales, las sociedades comunistas tenían una población de sirvientes prácticamente sin derechos y con muy poca posibilidad de movilidad social. Tal como las sociedades feudales, éstas se mantenían a través de la fuerza bruta.
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Muchas veces me preguntan cómo estas sociedades lograron mantenerse por tanto tiempo si eran tan ineficientes. Parte de la respuesta se debe a la fuerza bruta con la cual los comunistas se mantenían en el poder. También se explica por el surgimiento de contrabandistas que hicieron que la economía pudiera fluir un poco mejor. Por ejemplo, cuando a una fábrica comunista de zapatos se le acababa el pegamento, el gerente de la fábrica llamaba a su “contacto clandestino” del mercado negro. Este contacto lograba contrabandear de una fábrica de pegamento o del extranjero el pegamento. El contrabando era ilegal, evidentemente, pero muchas veces era mejor (o más eficiente) que tratar con la burocracia gubernamental, lo que podría haber tomado años. Por lo tanto, la longevidad del comunismo se debió, en parte, al surgimiento de un pseudo mercado de bienes y favores (servicios).
—Este artículo fue publicado originalmente en CapX (EE.UU.) el 16 de septiembre de 2016.
Cuando Orwell publicó su gran novela futurista 1984, estaba describiendo un mundo que todavía no existía. No había INADI o policía del pensamiento, lo que él llamaría el Ministerio de la Verdad… Tampoco había Corte alguna de Derechos Humanos, que bajo pretensión de justicia violan cuanto derecho natural y bien fundamentado exista: derecho a la vida, a la familia, a la búsqueda de la verdad. Y ni siquiera podía vislumbrarse o imaginarse un “lenguaje inclusivo”, con pronombres obligatorios como pasa en Canadá. La feminista radical marxista Monique Wittig todavía no lo había inventado como método de supresión del hombre y la mujer para dar lugar al mentado “género”… Pero aún así, Orwell vislumbró una sociedad totalitaria signada por la escasez, una oligarquía imposible de derrocar, y la manipulación y uso del lenguaje como herramienta política para dominar a la sociedad y negar la realidad. Y por eso introdujo en su novela la “neolengua” (newspeak), el lenguaje obligatorio impuesto por el gobierno para transformar el pasado y controlar el presente, o como lo dijo en frase inigualable: “Quien controla el pasado controla el futuro. Quien controla el presente controla el pasado”. Y parte de ese control se ejercía por medio de estadísticas mentirosas, por así decir como un INDEC de la mentira… Tampoco podía concebirse al gobierno como un Gran Hermano (Big Brother). El espionaje era el tradicional. Si querían saber sobre uno, te seguían, te intervenían la línea telefónica, pero si uno se cuidaba quedaba fuera de la órbita del Estado. Hoy en día eso es imposible, con TV o celulares que transmiten constantemente el alrededor, aplicaciones en el celular que reenvían todo tipo de información. Orwell lo vislumbró.
“Quien controla el pasado controla el futuro. Quien controla el presente controla el pasado” (1984)
1984 fue en su momento una advertencia sobre los peligros del totalitarismo presente en germen dentro de las democracias liberales de occidente (de hecho, Orwell estuvo presente en la conferencia de los Aliados en Teherán de 1944 y estaba totalmente convencido de que Stalin, Churchill y Roosevelt trabajaban unidos para dividir al mundo), como un “si esto continúa así, en su momento, tarde o temprano, el totalitarismo va a llegar a occidente”…. Y ese momento, hoy, ha llegado. Orwell no trató de profetizar, ya que el futuro siempre será tan complejo como el presente. Pero pudo vislumbrar situaciones que algún día podrían hacerse presentes si el mundo continuaba en el rumbo que venía. Y eso es lo que convierte a 1984 en una novela terroríficamente actual… Lo inimaginable en ese entonces se convirtió en la realidad cotidiana. ¿Quién hubiera pensado que un Estado aplicaría tecnología de reconocimiento facial por doquier, como está ocurriendo en China?
La primera vez que escuché sobre esta novela tenía 16 años. Fue junto a un lago en la Patagonia Argentina, mientras descansábamos con mis compañeros de curso luego de un día muy cansador en la montaña. Estábamos hablando de libros con nuestro rector, quien era y es una persona excepcional y que conocía a fondo la literatura apocalíptica, tanto la bíblica como la imaginaria. El Señor del Mundo de Benson y Su Majestad Dulcinea de Castellani ya los conocía bien, pero me llamaron la atención otros dos cuya existencia ignoraba y que él nos recomendó leer: 1984 y Farenheit 451. Más de 20 años pasaron de esa noche y 70 años de la publicación de 1984, que de novela pasó a ser una realidad. Dura realidad. Tan dura que leerlo hoy da miedo por la cercanía de ciertos eventos. Es decir, el futuro imaginario de Orwell es hoy totalmente posible y ya se está cumpliendo de modo incluso mucho más peligroso y sofisticado de lo imaginado por el autor inglés. De hecho en un principio la novela se iba a titular: “El último hombre en Europa” (The Last Man in Europe)…
La imposición internacional de la ideología de género es un ejemplo claro de ese “control de la realidad” descrito por Orwell, donde el Estado es omnipotente y se rechaza a la ciencia por ser objetiva: “El método empírico de pensamiento, sobre el cual se fundaron todos los logros científicos del pasado, se opone a los principios más fundamentales del Partido.” Aunque hoy en día el Estado o Partido de 1984 debería entenderse como la masonería, la ONU y sus tantos organismos supranacionales, cuyo tentáculo se inmiscuye en todo ámbito de la sociedad, sin importar la soberanía o leyes de un país. Ante el monstruo ideológico que se levanta, no debemos quedarnos quietos. Es ese deseo de despertar y actuar del personaje principal lo que mantiene la tensión durante toda la novela. Winston Smith, el héroe de la novela, cuenta cómo el Partido «le dijo que rechazara la evidencia de sus ojos y oídos». Pero Winston jura, por el contario, defender «lo obvio» y «lo verdadero». Frase épica ante tremenda coyuntura cultural. La mentira impuesta por el Estado ante la realidad visible de cada día: “El mundo sólido existe, sus leyes no cambian. Las piedras son duras, el agua moja, los objetos sin soporte caen hacia el centro de la tierra”. Defender lo obvio se convierte en un crimen. Y Winston entonces decide ser criminal antes que negar la realidad. Es ahí que la libertad llega al extremo de ser “la libertad de decir que 2+2=4”, aunque el Estado me obligue a decir que es 5.
En Oceanía, el país imaginario donde transcurren los eventos, el gobierno insiste en definir su propia realidad y la propaganda impregna las vidas de personas distraídas por periodismo sensacionalista «que no contiene casi nada excepto deporte, crimen y astrología» y películas llenas de sexo, que distraen de toda preocupación por la política o la verdad histórica. Demasiado parecido a nuestra realidad actual. Orwell supo describir en 1984 el mecanismo para adormecer a las masas. Hoy en día se ve en un Marcelo Tinelli, por ejemplo, perfecto pervertidor útil al servicio del Nuevo Orden Mundial.
El Estado tiene su INADI, que Orwell osa llamar el “Ministerio de la Verdad”, donde se vuelve a escribir la historia, y se reescriben artículos de noticias y libros pasados para cambiar los hechos y las fechas: el pasado se describe como una época ignorante que ha dado paso a los esfuerzos del Partido para hacer que Oceanía vuelva a ser grandiosa (no importa que la evidencia muestre lo contrario, como condiciones de vida aterradoras y gran escasez de alimentos y ropa, pintura perfecta de la Venezuela actual). Parecido a lo que el Iluminismo hizo en su momento con el gran momento medieval: pintarlo como oscurantismo para reescribir quién es el nuevo hombre.
Siempre me pregunté por qué se llamaba 1984. ¿Por qué esa fecha? ¿Será porque era un juego de números con el año en que fue escrito el libro en 1948 (aunque fue publicado en 1949)? ¿O porque el autor favorito de Orwell, G. K. Chesterton, había descrito a 1984 como el escenario de El Napoleón de Notting Hill? ¿O porque en una de las novelas de Jack London (The Iron Heel) un nuevo grupo político toma el poder en 1984? Lo cierto es que para 1984 ya teníamos institucionalizada la “postverdad” en las universidades. El Post Modernismo ya había alcanzado su esplendor máximo, la Escuela de Frankfurt había hecho su trabajo, la universidad moderna ya estaba totalmente infiltrada de una nueva serie de valores, con facultades de estudio de la mujer y el género dirigidas por feministas rabiosas que destilaban odio por doquier hacia nuestra Civilización Occidental. Para ese entonces, 1984 era más posible que nunca. Pero tuvieron que pasar varias cosas más para que nos percatemos del peligro. Y, aun así, la gran mayoría prefiere su letargo, sus diarios llenos de escándalos, horóscopos y crímenes, y por las noches su “Tinelli”, sea como se llame el perverso útil de turno.
A Mario Vargas Llosa, en una de sus visitas a Buenos Aires, le preguntaron si era progresista. Sonó agresiva la consulta, como si se infiriese a priori que no lo era. Así se desnudaba antes a quien era negro, judío, gitano, homosexual o alguna de las muchas condiciones que se discriminaban (y discriminan) en el mundo. Ahora, no ser «progre» implica un estigma infernal. El escritor se limitó a una respuesta educada. Hubiera sido conveniente que preguntase a la entrevistadora qué entendía ella por progresismo . Entonces le hubiera transferido la carga de explicar algo que se ha convertido en un nudo gordiano.
En efecto, el progresismo se asocia a los partidos políticos llamados de izquierda, en oposición a los conservadores, llamados de derecha. Preconizan el progreso (valga la redundancia) en todos los órdenes. Pero resulta que muchos de los partidos y líderes que se proclaman de izquierda llevan a cabo políticas crudamente opuestas al progreso: tiranizan sus naciones, cercenan la libertad de opinión, generan pobreza, someten la justicia a los miserables intereses del grupo dominante, son hipócritas, desprecian la dignidad individual, corrompen la democracia, quiebran la recta senda del derecho y otras calamidades por el estilo.
No obstante, por el hecho de proclamarse «de izquierda» o «progresistas», quedan protegidos por el escudo de una excepcional impunidad. Sin ese escudo, hubieran sido objeto de impugnaciones muy severas. Imaginemos que el gobierno actual de Venezuela estuviese compuesto por figuras que no se llaman a sí mismas «progres» y se las considerase «de derecha». Y que, como el actual, haya surgido de elecciones poco claras. Supongamos que un gobierno desprovisto del maravilloso título de «progre» cercena el disenso, mete en la cárcel a los opositores, cierra medios de comunicación que le resultan molestos, reprime manifestaciones en las que mueren decenas de ciudadanos en la calle. ¿Qué ocurriría? Seguro que habría incontables y muy sonoras expresiones de condena. Líderes que en este momento son tibios o cómplices activarían a las organizaciones internacionales para detener los abusos de ese poder satánico. Se enviarían comisiones investigadoras, se escucharía a los disidentes, se difundirían con más intensidad los crímenes, se implementarían sanciones políticas y económicas. No hay duda de que se haría todo eso y aún más. Pero resulta que el gobierno de Venezuela se llama «progre». Nació con la arrogante pretensión de crear un hombre nuevo (pretensión mesiánica que se repite de tanto en tanto y adquirió febril intensidad en 1917, con la fundación de la Unión Soviética). Cambió el nombre de la nación con el agregado de «bolivariana» y se proclamó adalid del «socialismo del siglo XXI», que sanaría las fallidas experiencias autoritarias del pasado. Desgraciadamente, igual que en las experiencias anteriores, fue hundiendo al país en las ciénagas de una dictadura empobrecedora, ignorante y brutal, que sólo mantiene como fachada la convocatoria a elecciones, a las que se contamina de fraude antes de que se realicen.
La revolución cubana también fue «progre». Muy «progre». Millones creyeron en ella con juvenil esperanza. Modestamente, yo también. Pero los ideales sólo flamearon en los discursos y las racionalizaciones. La gran revolución que devastó esa hermosa isla y ensangrentó con aventuras guerrilleras América latina, África y otros continentes degeneró pronto en una dictadura unipersonal férrea, asesina y estéril. Los hermanos que la conducen son los tiranos más viejos del mundo, son los que más duran en el poder, sin amagos de una mínima consulta popular. Pero a ese gobierno inepto, delirante, corrupto y asesino se lo sigue considerando «progre», es decir, de izquierda. La razón es simple: como se ha proclamado «progre» y sigue diciendo que es «progre», brinda certificado de «progre» a quienes lo apoyan, aunque ese apoyo cause náuseas. Hace poco desfilaron ante el senil monstruo que supo engañar a su pueblo y a la humanidad casi todos los presidentes de América latina. Fue un espectáculo bochornoso que ofende el concepto de democracia que se pretende cultivar. Fue una traición y una mofa a ese concepto.
Corea del Norte es una dictadura que ha elegido el aislamiento monacal. Es de izquierda porque nació con las bendiciones de la URSS y China, y sus líderes se proclaman marxistas-leninistas. Pero su socialismo ha optado por una forma de sucesión que debe convulsionar los huesos de Marx y Lenin, porque impuso el reaccionario modelo de la monarquía absoluta. Algo que ni siquiera en estado de delirio aquellas grandes cabezas hubieran sospechado. El Abuelo fundador fue seguido por su Hijo consolidador y su Nieto con cara de bebe perverso. Corea del Norte funciona como un colchón entre China y Corea del Sur y quizás por eso la dejan sobrevivir. El pueblo tiene hambre y debe mendigar comida, pero se gastan enormes cifras en bombas atómicas. Contra ese régimen no hay manifestaciones universitarias, ni políticas, ni de organismos humanitarios, porque evidencia su condición de «progre» mediante su odio al gran enemigo que encarna el imperialismo yanqui. Desde hace décadas ser enemigo de Estados Unidos condecora de inmediato con la credencial de «progre». No hace falta más. No importa si prevalece un salvajismo equivalente a las etapas más primitivas de la humanidad. No importa que el Amado Líder, para consolidar su fuerza basada en el terror, haya hecho devorar vivo por perros hambrientos a su tío.
Llama la atención la escasa fortuna que ha tenido una obra mayúscula como El libro negro del comunismo. Con una documentación farragosa y estilo subyugante, pasa revista a las experiencias de izquierda, «progres», que se concretaron desde comienzos del siglo XX. Los conflictos entre los reformistas socialdemócratas y los revolucionarios comunistas dieron por mucho tiempo ventaja a los comunistas. Tanta ventaja que ahora, cuando el comunismo ya está desenmascarado como una corriente ciega, que en la práctica nunca genera más libertad ni justa inclusión, todavía sigue gozando de tolerancia o silencio. No abundan las condenas a Stalin, a los gulags, a Mao, a Pol Pot y a los dictadores de las mal llamadas «democracias populares». No son recordados como etapas tenebrosas de las que se deben sacar enseñanzas para no repetirlas ni por asomo.
Con gran acierto, Horacio Vázquez Rial calificó a estos «progres» como la «izquierda reaccionaria«. ¡Gran definición! Los discursos de esa izquierda son falsos y engañosos, aunque no usen la palabra comunismo, sino socialismo, progresismo, nac&pop u otras variantes. No conducen a una mejor democracia ni a la consolidación de los derechos individuales, ni estimulan el pensamiento crítico, no consiguen un desarrollo económico sostenido, faltan el respeto a las opiniones diversas, destruyen la meritocracia en favor de la burocracia y la ineptocracia nutridas por el poder de turno. Operan como la trampa de almas ingenuas u oportunistas, que no son pocas. Sigue operando la palabra «progre» como el ademán hipnótico de un desactualizado Mandrake.
Como observación final, hago votos para que la palabra progresismo sólo se aplique a quienes de veras quieren el progreso (no lo contrario), la modernidad, la justicia, la decencia, el respeto, la ética, las instituciones de una vigorosa democracia y los derechos asociados siempre a las obligaciones.
El libro negro del comunismo: crímenes, terror y represión (1997) es un libro escrito por profesores universitarios y experimentados investigadores europeos y editado por Stéphane Courtois, director de investigaciones del Centre national de la recherche scientifique (CNRS), la mayor y más prestigiosa organización pública de investigación de Francia. Su propósito es catalogar diversos actos criminales (asesinatos, tortura, deportaciones, etc.) que el libro argumenta son el resultado de la búsqueda e implementación del comunismo (en el contexto del libro, se refiere fundamentalmente a las acciones de estados comunistas). El libro se publicó originalmente en Francia con el título Le Livre noir du communisme : Crimes, terreur, répression. En español fue publicado en 1998 por las editoriales Espasa Calpe y Planeta en 1998 (ISBN 84-239-8628-4), traducción de César Vidal. En 2010 Ediciones B publicó una nueva edición (ISBN 978-84-666-4343-6).
Contenidos
La introducción, a cargo del editor, Stéphane Courtois, mantiene que «…el comunismo real […] puso en funcionamiento una represión sistemática, hasta llegar a erigir, en momentos de paroxismo, el terror como forma de gobierno». De acuerdo con las estimaciones realizadas, cita un total de muertes que «…se acerca a la cifra de cien millones». El análisis detallado del total es el siguiente:
20 millones en la Unión Soviética,
65 millones en la República Popular China
1 millón en Vietnam
2 millones en Corea del Norte
2 millones en Camboya
1 millón en los regímenes comunistas de Europa oriental
150.000 en Cuba y otros países de Latinoamérica
1,7 millones en África
1,5 millones en Afganistán
10.000 muertes provocadas por «[el] movimiento comunista internacional y partidos comunistas no situados en el poder».
La introducción proporciona también un listado más detallado de los actos criminales descritos en el libro:
Unión Soviética: fusilamiento de rehenes o personas confinadas en prisión sin juicio y asesinato de obreros y campesinos rebeldes entre 1918 y 1922; la hambruna de 1922; la liquidación y deportación de los cosacos del Don en 1920; el uso del sistema de campos de concentración del Gulag en el periodo entre 1918 y 1930; la Gran Purga de 1937-1938; la deportación de los kuláks de 1930 a 1932; la muerte de seis millones de ucranianos (Holodomor) durante la hambruna de 1932-1933; la deportación de personas provenientes de Polonia, Ucrania, los países bálticos, Moldavia y Besarabia entre 1939 y 1941 y luego entre 1944 y 1945; la deportación de los alemanes del Volga en 1941; la deportación y abandono de los tártaros de Crimea en 1943; de los chechenos en 1944 y de los ingusetios en 1944.
Camboya: deportación y exterminio de la población urbana de Camboya.
China: destrucción de los tibetanos.
El libro, entre otras fuentes, usó material de los entonces recientemente desclasificados archivos del KGB así como de otros archivos soviéticos.
Los autores, o al menos la mayor parte de ellos, afirman ser de izquierdas, ofreciendo como motivación de su trabajo que no deseaban dejarle a la extrema derecha el privilegio de acaparar la verdad (pg. 14 y 50 de la edición finlandesa del libro, 2001).
“Resignificar” la historia, una herramienta de propaganda socialista
“Quien controla el pasado controla el futuro, quien controla el presente controla el pasado.”
Por Mamela Fiallo Flor.
En la Edad Media, la invención de la imprenta expandió el alcance y difusión del conocimiento. En la segunda mitad del siglo XX la televisión en el hogar permitió ver sucesos en tiempo real a pesar de la distancia. Eso complicó conservar el relato de los defensores del socialismo, ya que estaba a la vista la miseria y represión en los regímenes de turno.
Así nace la posmodernidad; del desencanto, del rechazo a lo previo y debido a la necesidad de reforma. Los pensadores de la época se vieron ante el reto de desvincular la teoría de la práctica para difundir sus ideas, no desde la evidencia sino desde la dialéctica. “Resignificaron” los conceptos, sucesos y ahora logran convertir a verdugos en héroes.
Uno de los principales autores y creador del “pensamiento débil”, el filósofo y político italiano Gianni Vattimo, sostiene que en la posmodernidad “lo importante no son los hechos sino sus interpretaciones”.
Propone un comunismo débil, distinto a la represión y hambruna de la Unión Soviética y China. En su obra Hermenéutica comunista cita como ejemplo a Hugo Chávez en Venezuela, Luis Inácio Lula en Brasil y Evo Morales en Bolivia, a quienes dedica su obra. Pretende resignificar el comunismo, o sea volver a significar. Es decir, cobra un nuevo significado, sentido e incluso valor.
“Quien controla el pasado controla el futuro, quien controla el presente controla el pasado”, decía George Orwell en su novela 1984, donde advertía al Reino Unido y el mundo cómo sería el futuro si gobernase el socialismo internacionalista.
Luego de décadas de militancia socialista, Orwell pudo ver desde adentro cómo se manejaba esta ideología que requiere la anulación del individuo en pos del colectivo, al punto de sacrificar la voluntad, el pensamiento y el sentimiento personal.
Este proceso se evidenció en Cuba, en la década de los sesenta. Bajo la consigna “el trabajo os hará hombres”, el Che Guevara condenaba a los homosexuales a campos de trabajo forzado. En cada Unidad Militar de Ayuda a la Producción (UMAP) quienes no eran considerados “aptos para la revolución” debían “hacerse hombres” por la fuerza.
Sin embargo, el socialismo actual, resignificado, no solo no lo castiga a este líder de izquierda, sino que lo promueve: ahora el rostro del Che aparece en banderas y sobre los cuerpos de los manifestantes de las marchas del orgullo gay. Igual ocurre con Eva Perón. Hoy en día en las marchas feministas de Argentina se repite la consigna “si Evita viviera, sería tortillera”, aduciendo que sería lesbiana en jerga local.
Sin embargo, la evidencia indica que Evita, quien fue primera dama, era abiertamente antifeminista. Así lo aclaró en su discurso El paso de lo sublime a lo ridículo:
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Parecían estar dominadas por el despecho de no haber nacido hombres, más que por el orgullo de ser mujeres.
Creían entonces que era una desgracia ser mujeres… Resentidas con las mujeres porque no querían dejar de serlo y resentidas con los hombres porque no las dejaban ser como ellos, las “feministas”, la inmensa mayoría de las feministas del mundo en cuanto me es conocido, constituían una rara especie de mujeres… ¡que no me pareció nunca mujer!
Y yo no me sentía muy dispuesta a parecerme a ellas.
Un día el General me dio la explicación que yo necesitaba.
“¿No ves que ellas han errado el camino? Quieren ser hombres. Es como si para salvar a los obreros yo los hubiese querido ser oligarcas. Me hubiese quedado sin obreros…”
En este discurso se refleja la voz del líder populista, al igual que Marx y Engels, equiparando a la mujer al proletario y al hombre con el burgués, obrero y oligarca en la versión nacionalista del socialismo.
A su vez, se ve (y escucha) que Evita no solo renegó de la ideología y conducta feminista, sino que confesó abiertamente el amor por su esposo, por ende su heterosexualidad.
Pero esto en la posmodernidad es irrelevante. No importan los hechos sino el significado que se les da.
Así permitió que el Che Guevara sea el ídolo de los homosexuales, aunque los reprimía, y Evita de las feministas, pese a que las consideraba ridículas, resentidas, feas y envidiosas de no haber nacido hombres.
—Mamela Fiallo Flor traduce al inglés en el PanAm Post. Es profesora universitaria, traductora, intérprete y cofundadora del Partido Libertario Cubano – José Martí e integrante del Área de Estudios Políticos de la Fundación LIBRE.
La técnica es la misma, inventar un problema, victimizar a un grupo y luego presentarse como un mesías liberador.
Por Vanesa Vallejo.
El marxismo se sostiene creando problemas en donde no los hay. Conquista seguidores gracias a que crea antagonías entre supuestos grupos oprimidos y grupos opresores.
El primer conflicto que inventó fue el de obrero vs patrón, el marxismo clásico le decía a los pobres que su situación era culpa de los dueños de los medios de producción. Así, el sueño de Marx era que los obreros del mundo se unieran en contra del capitalismo.
Pero hoy con ese discurso, en Europa por lo menos, donde se goza de cierto nivel de bienestar y donde lo que más quiere un obrero es ser contratado por una multinacional, no van a conseguir mucho. Y la izquierda desde hace bastante se dio cuenta de esto, por eso tuvo que reinventarse, su nueva arma es el marxismo cultural.
La técnica es la misma, inventar un problema, victimizar a un grupo y luego presentarse como un mesías liberador. Eso sí, tuvieron que buscar nuevos sujetos revolucionarios, porque los obreros ya no los van a apoyar para tumbar el sistema que más prosperidad ha traído.
El campo de batalla principal ahora no es el económico, sino el cultural. Los nuevos sujetos revolucionarios son las mujeres, los jóvenes, los negros, los homosexuales, los indígenas, los inmigrantes, etc. El objetivo último es destruir la cultura occidental con sus instituciones como la familia y la religión, y así conseguir la caída del capitalismo. Han entendido que este no se mantiene si no hay ciertos valores y estilos de vida.
No me voy a extender más explicando la estrategia y voy a pasar a mostrar algunos hechos que dejan claro que la izquierda ha establecido una dictadura cultural. Incluso la justicia ha sido tomada por la estrategia izquierdista.
Una de las pruebas más aterradoras de que el marxismo cultural, vía feminismo, ya ha establecido una tiranía y que incluso la justicia cede ante sus presiones, es el caso de “la manada” en España. Cinco hombres fueron condenados a nueve años de prisión por “abuso sexual continuado”. Los magistrados que llevaron el caso incluso reconocieron que no consideran que haya habido violencia ni intimidación, pero dicen que sí hubo un “consentimiento viciado” y por eso el delito sería abuso sexual.
Lo particular del caso es que hay vídeos que prueban que la mujer entró al lugar donde se desarrollaron los hechos, por cuenta propia. Que incluso ante la pregunta de uno de los hombres sobre si quería ser penetrada dijo “sí”. También queda en evidencia en el material audiovisual que la mujer participó activamente del acto sexual y, además, en el juicio la joven reconoció que nunca dijo “no”.
A pesar de todo esto, los jueces no fueron capaces de dejar en libertad a los jóvenes. La presión de las feministas y los medios de comunicación que le hacen el juego fue brutal, y por cuenta de su dictadura, cinco hombres que hicieron una orgía con una desconocida, y que pueden ser unos sucios, pero que no son unos violadores ni obligaron a esta española a hacer nada, están en la cárcel.
Este caso marca un punto de inflexión. De ahora en adelante si una mujer dice que fue violada, no importa que incluso haya vídeos de lo ocurrido en donde quede claro que ella quería, quien siempre va a perder es el hombre. La izquierda se ha ganado el voto de muchas mujeres diciéndoles que no son responsables de sus actos y que cualquier cosa que les ocurra es culpa del patriarcado.
Pero esto pasa siempre y cuando el hombre no sea un inmigrante árabe, de hecho, si es musulmán parece que tiene incluso derecho a violar. La explicación de esta extraña conducta de la izquierda y su obsesión por el multiculturalismo que los lleva a defender a violadores si estos son inmigrantes, es que en el fondo todo hace parte de una estrategia para acabar con la cultura occidental.
No atacan a los musulmanes, sin importar lo que hagan, porque ganan seguidores con su multiculturalismo, pero además y fundamentalmente los ven como un aliado para acabar con occidente y sus instituciones evolutivas.
A finales de 2016, también en España, cuatro hombres de nacionalidad marroquí violaron a una turista danesa a la que luego dejaron tirada en una calle de Gran Canarias. Los vídeos obtenidos de las cámaras de seguridad de los lugares aledaños muestran que la mujer fue llevada por la fuerza a una calle sola donde a pesar de su oposición firme fue violada por un hombre, luego tres amigos más del violador llegaron para abusar de la mujer mientras esta estaba inconsciente.
Los vídeos también muestran que después llegó al lugar un quinto hombre que intentó abusar de la mujer pero esta vez ella pudo defenderse y después de varios minutos de forcejeo logró escaparse.
A finales de 2017 cuando por fín tenía lugar el juicio, el juzgado de guardia de San Bartolomé de Tirajana, los dejó en libertad con medidas cautelares. ¿Por qué el mundo entero no se dio cuenta de este hecho como sí sucedió con “la manada”? ¿Donde estaban por esos días Podemos y las feministas militantes? ¿Qué hizo que en este caso no presionaran para que estos hombres fueran a la cárcel cuando aquí sí hay pruebas claras de una violación?
Pero este no es un caso aislado, ocurre en toda Europa, de manera sistemática las autoridades ocultan las violaciones y abusos sexuales cometidos por musulmanes.
Este viernes 25 de mayo lo que estoy diciendo ha quedado completamente claro cuando Tommy Robinson, fundador de la ‘English Defence League’ quien se desempeña como periodista de investigación y lleva años denunciando la islamización de la que es víctima Reino Unido, fue arrestado tras ser acusado de alterar el orden público mientras cubría a las afueras del tribunal de Leeds el juicio de 29 paquistaníes acusados de numerosas violaciones.
Con toda razón, Robinson se dirigía a su audiencia diciendo que ningún otro medio de comunicación estaba reportando el hecho. Tras una hora de streaming, varios agentes se le acercaron para proceder a su detención por “perturbar la paz fomentando la islamofobia”.
“¿Puede conseguirme un abogado? Esto es ridículo, no he dicho ni una palabra. No he hecho nada”, decía el periodista mientras era capturado. “Muchas personas han jurado matarme e incluso matar a mi familia y siguen en la calle. Yo no he dicho nada y me han detenido”, insistió sin resultado alguno.
Pues mientras en España tardan años en juzgar a los violadores árabes y luego los dejan en libertad, en Reino Unido se denuncian constantemente toqueteos y abusos sexuales por parte de musulmanes y las autoridades no hacen nada.
Y en Alemania, según datos de la Oficina de la Policía Federal, los crímenes de índole sexual cometidos por extranjeros pasaron de los 599 en 2013 hasta los 2.790 en 2016, coincidiendo con el punto álgido de la crisis migratoria, y se denuncia constantemente y sin respuesta por parte de la justicia a grupos de musulmanes que tocan a las mujeres en las calles, Robinson ya fue juzgado y condenado a 13 meses de cárcel por cubrir un juicio contra musulmanes violadores.
La noticia de lo sucedido con Robinson y su sentencia no ha salido en ninguno de los grandes medios de comunicación de Reino Unido porque las autoridades han prohibido hablar al respecto, así como tenían prohibido informar sobre el juicio contra los musulmanes.
He citado en esta columna solo unos pocos casos de cómo la izquierda a través del feminismo y el multiculturalismo se ha tomado Europa y parece haber convertido a sus habitantes en suicidas. Pero son muchos los frentes y cientos los casos que dejan claro que el marxismo cultural está hundiendo al continente europeo.
¿Sabías que Marx era vividor, plagiador y despectivo con los obreros?
Por Hana Fischer.
Hay una poderosa tendencia en los seres humanos a crear mitos. Esa dinámica no se circunscribe a los pueblos primitivos, sino que está siempre presente. Son narraciones producto de la imaginación, pero los sujetos las “viven” como si fueran verdad. Parecen incapaces de percibir que son “puro cuento”.
Según Carlos Jung, eso se debe a que existe un inconsciente colectivo –compartido por toda la humanidad–. del cual se nutren los inconscientes individuales. En el primero residen lo arquetipos, que son esquemas universales que condicionan nuestro pensamiento y modo de actuar. En el individual se activan mediante la experiencia emocional. Por eso, aunque el sustrato es común, la forma que adopta en cada quien es particular.
Uno de los arquetipos es el del héroe. Actualmente, abarca una amplia gama de apariencias que van desde el Hombre Araña hasta José “Pepe” Mujica.
Es sabido que multitudes adosan a Mujica una aureola romántica. La razón es que encaja a la perfección con el periplo del héroe descripto por Joseph Campell: fue llamado a la aventura y cruza el primer umbral al hacerse guerrillero. Llegó al abismo cuando fue confinado en condiciones crueles durante la dictadura militar. En ese momento habría tenido una revelación mística que lo había transformado por completo. Cruza el segundo umbral cuando acata las reglas democráticas y participa en las elecciones. Finalmente, se convierte en “maestro de dos mundos” produciendo su apoteosis.
Por tanto, las peripecias de la vida de Mujica –explotadas hábilmente– dan pie a que él encarne a ese arquetipo.
En cambio el mito de Karl Marx fue construido sobre otras bases. La razón es que no hay nada en su trayectoria personal equivalente al periplo del héroe. En consecuencia, se recurrió a otro arquetipo: la lucha entre el bien y el mal. Obviamente que él pretendía personificar al bien; los burgueses y todo aquel que no acepte sus ideas, al mal.
Marx ha sido tan exitoso con su “máscara” de humanista, amante de la libertad y del proletariado, que engaña incluso a los más sagaces. Uno de ellos fue Karl Popper, quien en La sociedad abierta y sus enemigos (1945) lo describe así. Pero veinte años después, al tener pruebas de lo contrario, cambió de parecer.
El mito de Marx fue erigido sobre dos pilares:
Uno, que explotó hábilmente la envidia que anida en muchos corazones. Ese vicio provoca en quien lo tiene, que proyecte su sombra sobre los que triunfan porque son quienes originan sus complejos de inferioridad. Ergo, la maldad no está fuera, sino dentro de ellos mismos.
Ludwig von Mises en su obra Socialismo afirma lo siguiente:
“Marx predica una doctrina de salvación que racionaliza el resentimiento (del pueblo) y transforma su envidia y deseo de revancha en una misión ordenada por la historia mundial. Les inspira una conciencia de su misión alabándoles como aquellos que albergan en sí mismos el futuro de la raza humana […] siempre hay beneficios en despertar la maldad en el corazón humano. Pero Marx ha hecho más: ha engalanado el resentimiento del hombre común con el halo de la ciencia y así lo ha hecho atractivo para aquellos que viven en un plano superior intelectual y ético. Todo movimiento socialista ha tomado prestado en este aspecto algo de Marx, adaptando la doctrina ligeramente a sus necesidades especiales”.
El otro pilar es el libro Carlos Marx: Historia de su vida (1918), escrito por Franz Mehring. No es una biografía, sino una apología. Lo cual no debe sorprender, dado que el compromiso del autor no era con la verdad histórica, sino con el proyecto de mitificar a Marx.
Para conocer al auténtico Marx existen dos relevantes obras: El Prusiano rojo: La vida y la leyenda de Karl Marx (1965), escrito por Leopold Schwarzschild, y el de Paul Johnson titulado Intelectuales (2008).
Schwarzschild se basó en pruebas documentales, principalmente la correspondencia que Marx mantuvo con Engels durante unos 50 años. Esta obra fue la que convenció a Popper de que la imagen que tenía de Marx era completamente falsa. Por eso sintió la necesidad moral de agregar esa información en su libro. Expresó, que la citada documentación es contundente en demostrar que “Marx fue menos humanitario y menos amante de la libertad de lo que yo pretendo en mi libro. Schwarzschild le describe como un hombre que vio en ‘el proletariado’, sobre todo, un instrumento de su propia ambición personal”.
Por su parte, Johnson demuele la imagen de Marx, tanto en su vertiente humana como en la intelectual.
Expone que siempre fue un vividor. Al principio vivía a expensas de su familia –que por cierto era burguesa– y luego sedujo a Engels para que lo mantuviera. O sea, que jamás trabajó. “Nunca realizó el más mínimo esfuerzo por visitar una fábrica o conocer un sistema productivo. Más bien, sus esfuerzos se volcaron en vivir de Engels, consiguiendo de su amigo una pensión vitalicia”.
Su correspondencia también emana racismo. Por ejemplo, a Ferdinand Lasalle lo trató de “negrito judío” y “judío grasiento”. En una carta que le escribió a Engels en 1862, expresa:
“Ahora no tengo la menor duda de que, como señala la conformación de su cráneo y el nacimiento de su cabello, desciende de los negros que se unieron a Moisés en su huida de Egipto (a menos que su madre o abuela paterna tuvieran cruza con negro)”.
Asimismo, se opuso al casamiento entre su hija y Paul Lafargue, porque este era de origen cubano y tenía la piel oscura. Como igual se casaron, tildaba despectivamente a su yerno de “negrillo” o “gorila”.
Además, tenía servidumbre, pero nunca les pagó un cobre. Incluso, tuvo un hijo con una criada, pero se negó a reconocerlo.
También con respecto al lado intelectual de Marx, lo que expone Johnson es terrible. Para empezar, dice que la mayor parte de las obras que se le atribuyen, en realidad las escribió Engles. Además, que fue plagiador en su doble vertiente: apropiarse de pensamientos de otras personas y citar mal para hacer decir a autores lo que en realidad no expresan.
Entre sus plagios se encuentran los siguientes: “Los proletarios no tienen nada que perder salvo sus cadenas”, es de Marat; “La religión es el opio del pueblo” de Heine; “Trabajadores del mundo, uníos” de Karl Schapper; y de Louis Blanc “De cada uno según sus capacidades, a cada uno según sus necesidades”.
La otra forma de plagio la utilizó primordialmente para apoyar las tesis expuestas en El capital. El uso incorrecto de las fuentes fue denunciado en 1880 por dos investigadores de Cambridge. A pesar de las advertencias, Marx no subsanó esa situación. Las tergiversaciones han continuado hasta hoy, lo cual es un dato muy elocuente sobre los marxistas.
Su desprecio por el proletariado –al que decía defender– quedó en evidencia en forma reiterada. Reaccionaba con violencia cuando algún obrero “ignorante” se atrevía a discutir con él sus teorías. Además, en forma recurrente los apartaba de la dirección de la Liga Comunista. Allí, solo tenían cabida los intelectuales afines.
En conclusión: sabiendo cómo era realmente Marx, es lógico que sus ideas hayan provocado tanto mal y sufrimiento.
Hemos escrito bastante sobre la gran tergiversación en los términos que significa la populista “derechos sociales” o “estado social”, “organizaciones sociales”, etc. Todas fórmulas y expresiones que ocultan un significado muy diferente al que quieren aparentar y que -en definitiva- esconden como objetivo el logro de porciones de riquezas que deberán ser detraídas a unos para ser entregadas al grupo que se oculta tras el adjetivo “social”.
“[…] los derechos individuales han pasado de ser “negativos”, una esfera protegida de acción, a “positivos” una exigencia de materialización de beneficios concretos que inevitablemente exige quitar a unos para dárselo a otros.”[1]
Antiguamente, la única noción concebible -tanto jurídica como filosófica y económicamente- era la de derechos individuales. Todo el mundo, en épocas ya idas, tenía clara conciencia de qué significaban estas palabras unidas, y nadie cuestionaba la claridad de su sentido, al punto que había un gran consenso en cuanto a que separados estos vocablos perdían total representación. Hoy en día las cosas al respecto han cambiado bastante.
“Las libertades sancionadas por las cartas constitucionales de los siglos XVIII y XIX proporcionaban espacios y garantías para la acción libre del hombre, pero no atribuían ventajas sustantivas a nadie. Eran derechos absolutos (incondicionales) porque no tenían “coste”, porque su satisfacción no exigía la cooperación forzosa de los demás.”[2]
No eran derechos positivos sino negativos, en el concepto de que tales garantías constitucionales aseguraban que nadie pudiera interferir con las acciones, libres, voluntarias y lícitas de toda persona, reconociendo la misma obligación negativa hacia los demás. En algunos casos, los autores se refieren a ellos como derechos naturales, propios e inherentes a la condición humana, y por esto recibían este nombre. Constituían la órbita de conducta donde cada uno -sin lesionar los iguales derechos del prójimo- podía hacer lo que se le viniera en gana.
“Si tengo derecho a trabajar y nadie quiere contratarme, alguien (el gobierno) debe forzar a otro para que lo haga. Así, los derechos iguales para todos del liberalismo clásico se han transmutado en desiguales, en discriminaciones. Los modernos derechos sociales son costosos y además generan expectativas de satisfacción crecientes que inexorablemente se traducen en un deterioro, por no decir, en un creciente quebranto de los primeros.”[3]
Los “derechos sociales” son la más pura expresión de la negación del Derecho mismo, y son la causa de todos los males sociales (aunque resulte paradójico). Se tratan -como han expresado profundos pensadores, como el Dr. Alberto Benegas Lynch (h)- de pseudoderechos. Sin embargo, es la corriente imperante y dominante, no sólo en el campo jurídico sino en el económico que es donde más daño causan, ya que para que se cumplan tales “derechos sociales” se deben violar los derechos naturales de otra persona o de un conjunto de ellas. La misma necesidad de tener que calificar la palabra derecho, que ha perdido su sentido univoco para pasar a adquirir otro equivoco, nos da la pauta del caos legislativo y económico en la materia en el que se vive.
“Los derechos, que resultan significativos, son los derechos naturales, no los que se confieren por una autorización legislativa. Los llamados “derechos sociales” de hoy en día no son “derechos” y, sin dudas, no son “programas de ayuda social” pues nadie tiene la facultad de ayudar a expensas de otro; son más bien demandas que la sociedad puede o no satisfacer.”[4]
Participamos de la utilización de la locución derechos naturales que consideramos auténtica y la adecuada para expresar la naturaleza y esencia de los verdaderos derechos a los que antiguamente no era necesario adjetivar. Como bien expresa el autor que ahora comentamos, los derechos jamás provienen de la ordenanza gubernamental, ni de decreto, ni aun de ley positiva alguna. El poder político ha de reconocer los derechos individuales o naturales, mas no puede crearlos y, por supuesto, mucho menos abolirlos. Así, la Constitución de la Nación Argentina reconoce tales derechos individuales, aunque -lamentablemente- después de la infortunada reforma sufrida en el año 1994 su texto se vio desnaturalizado por completo.
“Y no obstante, en las democracias industriales modernas, a un gran número de ciudadanos se les exige trabajar para mantener a otros: en Suecia, el Estado más retrógrado en este sentido, por cada ciudadano que se gana la vida, 1.8 son mantenidos completa o parcialmente por los impuestos que él debe pagar; en Alemania y Gran Bretaña la proporción es de 1:1, y en los Estados Unidos de 1:0.”[5]
Si este es el panorama de las democracias industriales modernas imagínese el lector cual será el de los populismos latinoamericanos, donde del asistencialismo social se ha hecho más que una cultura, sino un culto mismo, y en los cuales postular la disminución o eliminación de los programas sociales de “ayuda” (en el caso particular de Argentina conocidos como “planes sociales”) es un tema tabú y merecedor de la más severa condena social para quien siquiera lo insinúe.
“Los pensadores comunistas y fascistas insistieron en que las personas somos sólo títeres de los supuestamente inapelables “capitanes de la industria”, un argumento falaz pero atractivo y conveniente para justificar que la política nos recorte o arrebate la libertad. Podemos decir que estamos en manos de leyes históricas inapelables, como diría Marx, o de héroes imprescindibles, como diría Carlyle, o de sombríos poderes económicos, como han sostenido cientos de artistas.”[6]
Para evitar esto, los propios comunistas han propuesto -como lo aclara el mismo autor líneas más abajo- la creación de los denominados “derechos sociales”. Es justamente en esos falsos “males” invocados por socialistas y fascistas (como los nombrados) que se sostiene que estamos “necesitados” de “derechos sociales”. Lo que realidad quieren es suprimir los únicos derechos reales existentes: los individuales o naturales (como lo han hecho y lo continúan haciendo). La idea de fondo es que el gobierno pueda manejar nuestras vidas y recursos como mejor le parezca.
[1] Lorenzo Bernardo de Quirós “Las consecuencias políticas del liberalismo: La declaración de derechos y el debido proceso”. Seminario Internacional sobre la Democracia Liberal. Democracia, Libertad e Imperio de la Ley. Sao Paulo. 15/16 de mayo Pág. 18-19.
«Los seres humanos somos las criaturas extremas y podemos ser y hacer las cosas más insólitas.”
Fuimos nazis, inquisidores, guardia rojos y camisas rojas. Un funámbulo cruzó de una a otra las dos Torres Gemelas caminando sobre una cuerda. Cazábamos brujas en una época y las quemábamos.
Creo que todavía existe la Sociedad Tierra Plana en California, que de acuerdo con su nombre, afirma que eso de la redondez del planeta es un estúpido error, ya que, por el contrario, es casi perfectamente plana. Los marlenistas grupo newyorquino de seguidores de Trostky, decían que la Segunda Guerra Mundial fue un plan salido de la conspiración entre EEUU y la Unión Soviética para repartirse el mundo, gracias a la ingenuidad de Hitler, que se dejó engañar por Stalin en el Pacto Nazi-Soviético de 1932.
Alguien dijo que Marx sin Lenin hubiera sido un bodrio y hoy lo leeríamos tan aburridos como a Shopenhauer o Plotino. Marx defendía el colonialismo británico en la India, la necesaria llegada de la civilización y evaluaba los países atrasados como bárbaros, primitivos, subdesarrollados, y las resistencias culturales al avance del “capitalismo”, revueltas parroquiales que se debían aplastar. Lenin por el contrario inventó la noción revolucionaria moderna del “imperialismo” que oprimía a los pueblos atrasados, muy útil a los comunistas en el Tercer Mundo. Fue en ese sentido, el nervio del tercermundismo, la falsa pero exitosa idea de que los males de los países pobres son causados por los países ricos. Y lo cierto es que aunque entre Marx y Lenin haya un océano de diferencias insalvables, el marxismo-leninismo fue el pensamiento para la acción que rigió la revolución del siglo XX para la toma del poder.
Muere el marxismo-leninismo
Sin esa noción farsesca, demagógica e irresponsable, gran parte de la política latinoamericana del siglo XX no hubiera tenido lugar, puesto que en su conjunto, la historia política de la región resuda odio a Estados Unidos. Las primeras rupturas conceptuales con el leninismo las realizan V.R. Haya de la Torre y Rómulo Betancourt a comienzos de los años 30. Surge así una izquierda democrática, no leninista, socialdemócrata, que pronto deja de ser izquierda y se convierte en centro. El marxismo- leninismo triunfante toma prácticamente toda África, avanza abrumadora en Asia, se cuela en Latinoamérica y disputa la política en Europa. Por eso el gigantesco Carlos Rangel murió en la idea de que el comunismo derrotaría la democracia. Pero en 1989 se desploma aquél monstruoso y podrido andamiaje construido de apariencias y engaños, aunque los sectores informados sabían que todo era mentira, que era el reino del horror.
En un largo proceso de mutilaciones, desde la primera en 1933 hasta 1967, fecha de su edición completa en Occidente, El maestro y Margarita la genial novela de Mihaíl Bulgacov, dejaba en ridículo el paraíso socialista. El personaje era un irónico diablito que se desplazaba por aquél mundo inerte, inservible, muerto, de la administración soviética, cuyo personal medraba en los escritorios bajo la inmortal consigna: “el Estado finge que nos paga y nosotros fingimos que trabajamos”. Y de hecho, cuando aquella estructura podrida se desploma como consecuencia de la operación concertada entre Ronald Reagan, Juan Pablo II, Gorbachev y Solidaridad, 98% de su población activa fingía trabajar y cobrar para el Estado y el país tenía por lo menos 15 años de retraso tecnológico con respecto a Estados Unidos y 50 años de rezago en materia social.
Cadáver a la basura
La producción del mundo comunista había caído en 60% y la Iniciativa de Defensa Estratégica gringa convertía a la Unión Soviética en un tigre de papel. Uno a uno los países de la órbita comunista, sin violencia, sin caos, revolución ni muerte (salvo Rumania) realizan sus procesos electorales, sus acuerdos de gobernabilidad y salen del comunismo por la vía suave. Ante la muerte del dragón rojo, Fidel Castro convoca en 1991 a un grupo de extremistas y demás ñángaras continentales que se habían quedado colgados de la brocha y les propone que inventen algo para hacer renacer la revolución. Es el Foro de Sao Paulo. Coinciden en que el leninismo, los valores revolucionarios asociados al derrumbe, debían ceder el paso a nuevas banderas en el lenguaje estrictamente democrático y electoral: el multiculturalismo, la igualdad de género, la participación.
La lucha contra los monopolios, el neoliberalismo y las cúpulas de poder, y el regreso al poder originario, constituyente, para regenerar ese mundo enfermo de capitalismo. El enemigo es la hidra cuyas cabezas son el FMI el Banco Mundial y las transnacionales. En 1998 triunfa Hugo Chávez con una revolución de corte nacionalista radical divorciada del leninismo, los paredones, los juicios populares, las expropiaciones masivas y la expulsión del capital extranjero. Al mismo tiempo Cuba se desleniniza demasiado lentamente, porque ha quedado claro para el mundo: el marxismo leninismo es la forma más segura de matar de hambre al mundo. Oír de políticos autodefinidos marxista leninistas suena como el descubrimiento de nuevos restos de neandertales y puede matar a alguien con un ataque de piojos ideológicos.
—Carlos Raúl Hernández, Ph.D y Mg.S Ciencias Políticas Sociólogo. Titular, jefe de la Cátedra de América Latina en la UCV. Obras: La Democracia Traicionada, Vertigo Comunicacional entre otras. Escribe en El Universal.
Fuente original: EL UNIVERSAL. Caracas, 19/03/17.
El Marxismo Cultural se refiere a una escuela o rama del marxismo que analiza la cultura como el factor decisivo en la opresión planteado, en lugar de los factores económicos que Karl Marx enfatizó. Una consecuencia del marxismo occidental (especialmente Antonio Gramsci y la Escuela de Frankfurt) y la búsqueda de popularidad en la década de 1960 como los estudios culturales, el marxismo cultural sostiene que existen estructuras de poder opresivas dentro de los artefactos culturales tradicionales de la sociedad occidental como el capitalismo, el nacionalismo, la familia nuclear, el género, la raza o la identidad cultural, y que el objetivo del marxismo cultural es utilizar métodos de Marx (por ejemplo, el materialismo dialéctico) dentro de la academia para exponer y desafiar a esa «hegemonía capitalista».
Para sus críticos, el término también se emplea para describir un conjunto de ideas y actitudes que se ejecutan en oposición directa de los principios y valores básicos o fundamentales de la sociedad occidental y la religión cristiana mediante su rechazo como atrasados, obsoletos u opresivos. Este programa sería presuntamente el verdadero propósito detrás de la corrección política y el multiculturalismo, que se identifican con el marxismo cultural. Este uso es aceptado por varios expertos políticos de derecha y particularmente de habla inglesa, que se ven en una guerra cultural con marxistas que asumen haber subvertido las instituciones occidentales como escuelas, universidades, medios de comunicación, la industria del entretenimiento y las iglesias principales. Fuente: Wikipedia, 2017.