Un rincón de París en Buenos Aires
diciembre 10, 2016 · Imprimir este artículo
El Palacio Pereda: un rincón de París en el barrio de Recoleta
Cómo es la tradicional mansión que hizo construir en 1917 el médico Celedonio Pereda, de la aristocracia porteña, y donde hoy reside el embajador de Brasil; desde las lujosas paredes de nogal hasta las aberturas de bronce.
Las agujas de un reloj antiguo marcan las cinco de la tarde. El vestíbulo del Palacio Pereda, donde funciona la residencia del embajador de Brasil, se embebe de un sonido que emula el de varias campanadas. El ambiente está frío. Las paredes, pisos y columnas de mármol del hall central impiden que el calor de la tarde penetre por el enorme ventanal que alumbra la mansión de estilo academicista francés. Allí, los zapatos de taco retumban entre puertas ovaladas recubiertas de espejo y que dan al ambiente una mayor amplitud. Las columnas, con fuste de mármol, basamento de bronce y detalles en dorado a la hoja, terminan de darle al lugar una impronta palaciega.
Debajo de la escalera principal, una pila bautismal recuerda que los bautismos de la familia Pereda, de quien era esta residencia, se hacían allí mismo a principios del siglo XX. Y aunque no hay registro de ello, se cree que los seis hijos de don Celedonio Pereda y María Justina Girado nacieron en una sala del primer piso que hoy funciona como capilla y que había sido creada originalmente como sala de juego.
Esta embajada, que comenzó a funcionar como tal en 1945 y donde reside actualmente el embajador Sérgio França Danese y su mujer, es un tesoro perdido en pleno corazón de Recoleta, en Arroyo 1130, frente a la plaza Carlos Pellegrini. Ambos viven en el segundo y tercer piso y reservan la planta baja y el piano nobile (primer piso) para cócteles y ceremonias protocolares. A pesar del paso del tiempo, unos cien años desde que comenzó a construirse alrededor de 1917, el lugar conserva su esencia.
Dentro del programa «Embajadas abiertas», que es impulsado por el Ente de Turismo del gobierno de la ciudad, LA NACION recorrió el lugar. Los dos portones del Palacio posibilitaban antaño la entrada y salida de carruajes. Y aunque hoy quienes ingresan y salen son vehículos motorizados, los gobelinos -tapices-, el cortinado, la boiserie de las paredes y los muebles de época de las numerosas salas del primer piso sumergen a cualquiera que lo visita en una nebulosa francesa suspendida en el tiempo.
Solo se advierte que ese suelo es brasileño por el guaraná que contienen unos vasos sobre una mesa; y que la casona queda en Buenos Aires, por la vista a la plaza Pellegrini a la que da la gran terraza ubicada contra la biblioteca, el salón de música, el salón dorado y el comedor principal del primer piso.
A diferencia de la mayoría de los salones de esa planta, que poseen madera de Eslabonia en sus paredes, el comedor principal ostenta paredes de nogal y se alumbra por una gran araña de caireles. En el siglo XX, la familia solía abrigarse con el fuego que despedía la estufa a la cabecera de la gran mesa. En el cielo raso, se observa la obra El aseo de Don Quijote del artista europeo José María Sert. En cada sala se descubre una obra suya si se mira hacia el techo.
Además del piano de cola, la sutil advertencia para descubrir que se está ante la sala de música son los dibujos de violines en lo más alto de las paredes. En el techo, yace la obra El agujero celeste. Al lado, el salón dorado alberga a Diana Cazadora.
Las salas se replican entre grandes cortinados antiguos y pesados, aberturas de bronce de minucioso diseño, tapizados, boiseries con destellos dorados y candelabros grandes y pequeños.
En el cielo raso del gran salón que da al jardín, y que alguna vez oficio como sala de baile, la obra Los equilibristas muestra a Susana Pereda -una de las hijas de Celedonio- representada entre muchos otros equilibristas.
Al pasar por la biblioteca, donde resaltan dos armaduras al lado de un escritorio y algunos libros acomodados cada lado de la estufa de estilo Tudor, un visitante comenta: «Por los pocos libros que hay en la biblioteca, que además es chica, parece que Pereda no era un hombre muy ilustrado». «Puede que haya tenido una biblioteca también en su cuarto o en otro espacio del segundo piso, dale una chance», contesta otro. A los pisos superiores el público no tiene acceso. Según explicó a LA NACION el historiador Eduardo Lazzari, presidente de la Junta de Estudios Históricos del Buen Ayre, en esa época no era usual tener grandes bibliotecas. Con lo cual, la cantidad de volúmenes acumulados por el dueño no sería un gran indicador de su intelecto.
El diseño del Palacio construido por el acaudalado y hacendado médico Pereda, recibido en la UBA y perteneciente a la aristocracia porteña, surgió ante su deseo de realizar un pastiche, es decir, una copia de una obra preexistente y que él adoraba, el museo Jacquemart-André, de París. Cuando hacia 1917 Pereda contrata al arquitecto Louis Martin, que había estudiado en la École des Beaux Arts de París, le pidió explícitamente que en el diseño de la casa se respetaran dos cosas: que la escalera central fuera igual a la del museo de Francia (con forma de herradura) y que tuviera la misma fachada y distribución de salones. Sin embargo, por la disposición del terreno, al arquitecto le fue imposible construir una escalera en herradura. Eso generó que el belga Julio Dormal, que había estudiado en la École Centrale París y que antes había concretado la obra del Teatro Colón de Buenos Aires, terminara el edificio.
El capricho de don Celedonio pudo concretarse afuera, en la escalera con forma de herradura que baja desde el gran salón al parque de la casa. Pero no adentro, donde la escalera principal que recorre los cuatro pisos tiene forma de caracol.
Según Lazzari, la característica más importante del Palacio es que lo que se ve desde la calle es la parte de atrás de la casa. «La fachada está en el jardín. La casa está hecha de espaldas a la calle», explicó.
Los Pereda vivieron allí desde 1920 hasta el momento de su venta, que luego se convirtió en embajada.
Una placa de mármol recuerda la visita, en 1935, del cuatro veces presidente de Brasil Getúlio Vargas. Por aquel entonces, según contaba la guía de la visita, Soraya Chaina, no se estilaba que las familias acaudaladas se hospedaran en hoteles, sino en las mansiones de las familias aristocráticas que les cedían el lugar y se iban a otra residencia por esos días. Vargas, que había quedado fascinado con la casa, la compró no bien estuvo en venta en 1941, tras la muerte del matrimonio. Al gobierno de Brasil la casa le valió cuatro mil toneladas de hierro. Recién tomaron posesión en 1945.
En ese entonces, la embajada era también el lugar de trabajo del embajador; hoy, solo es la residencia. Dentro del mismo programa del ente de turismo, otras dos embajadas fueron abiertas. El Palacio Bosch -embajada de Estados Unidos-, que por primera vez recibió a unos 300 vecinos en octubre pasado, y el Ortiz Basualdo -embajada de Francia-, que también se sumó a la iniciativa.
Fuente: La Nación, 09/12/16.
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