Argentina: Los jueces y la noción de guerra

diciembre 16, 2017 · Imprimir este artículo

Los jueces y la noción de guerra

Por Vicente Massot y Agustín Monteverde.

argentinaNo se requiere ser un contertulio habitual de Miguel Ángel Pichetto para tomar conocimiento de que, en el transcurso de estos años, la cámara alta del Congreso Nacional ha desarrollado una suerte de doctrina propia respecto del desafuero de sus integrantes. A diferencia de la enarbolada por sus primos hermanos de la cámara baja, los senadores consideran que sólo es pertinente dejar a la intemperie a uno de sus pares si éste tuviese una condena firme. Por eso Carlos Menem no ha perdido todavía sus fueros y, por la misma razón, Cristina Fernández podrá dormir tranquila, consciente de que —cualquiera que sean sus diferencias con la bancada del PJ— de momento no le soltarán la mano.

Algo que —no se necesita recordarlo— sabía de antemano el juez Claudio Bonadío cuando decidió lo que es de todos conocido. El magistrado no llegó ayer a Comodoro Py y no es un novato en las lides de la política. Peronista confeso y conocido de Pichetto, no se le escapaba que su pedido iba a dormir el sueño de los justos. ¿Por qué, entonces, no se adelantó un par de días, cuando la viuda de Néstor Kirchner aún no había asumido su cargo y carecía de los fueros que ahora la dejan a cubierto de las inclemencias de la cárcel?  Las conjeturas que se pueden tejer sobre el particular resultan innumerables. Al mismo tiempo, son hoy irrelevantes.

A veces la espectacularidad de una medida, de un determinado acontecimiento o de un escándalo nos hacen perder de vista que los mismos —con toda la importancia que acrediten— son parte de fenómenos, menos rutilantes quizá, pero de mayor trascendencia. La diligencia hecha por Bonadío y la posibilidad —poco probable en el corto plazo— de que la ex–presidente siga los pasos de algunos de sus más conspicuos colaboradores, ha sido, sin duda, la noticia del año. Dicho lo cual, cuanto no debe perderse de vista es algo de más calado que la suerte que eventualmente pueda correr Cristina Fernández. Nos referimos al proceso que viene desarrollándose en estas playas, similar en punto a su naturaleza al Mani Pulite de los italianos y al Lava Jato desenvuelto, sin solución de continuidad, en la vecina República del Brasil.

Nunca antes, en un país tan poco transparente como el nuestro, unos jueces federales que, a su vez, son parte del problema, se habían  involucrado de tal manera en investigar a fondo el sistema de corrupción montado por un gobierno reciente. Nunca antes, en el marco de la democracia, habían sido procesados y detenidos ex–funcionarios, sindicalistas de horca y cuchillo, empresarios de nota, y militantes, como en los pasados dos años. Que Amado Boudou, Carlos Zanini, Julio De Vido, Roberto Baratta, Ricardo Jaime, Lázaro Báez, el Caballo Suárez, el Pata Medina, Luis D’Elía y Miguel Esteche se hallen tras la rejas, era algo literalmente impensable poco tiempo atrás. Para no hablar de Héctor Timerman —que cumple arresto domiciliario— y de lo que pueda ocurrir con la otrora presidente, su hijo Máximo, Cristóbal López, Aníbal Fernández y demás figuras del universo K.

El terremoto —si cabe denominarlo así— excede con creces el destino de  Cristina Fernández. Aunque permanezca en libertad —el escenario, dicho sea de paso, más favorable al macrismo— igual en la Argentina algo cambió para siempre. Montar una asociación ilícita desde el poder, de la forma que lo hizo el kirchnerismo, difícilmente pueda repetirse.      La cadena delictiva que tenía su cabeza en el matrimonio santacruceño y se extendía hasta su chofer particular no sólo ha quedado al descubierto sino que la mayoría de sus integrantes tendrán que dar explicaciones y, casi con seguridad, penar sus culpas en prisión. Que la impunidad de las clases gobernantes —no así la corrupción— se ha quebrado en la Argentina,   es más que una sensación.  Representa una realidad.

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Los argumentos expuestos en el pronunciamiento del juez Bonadío, con el propósito de respaldar la acusación de traición a la Patria, fulminada contra Cristina Fernández, y su decisión de dictarle la prisión preventiva y solicitar, por lógica consecuencia, su desafuero, han levantado no sólo críticas provenientes de las filas kirchneristas —que eran de esperar— sino también de sectores nada favorables o complacientes con la administración derrotada en octubre de 2015.

Si se dejan de lado las quejas y acusaciones de los imputados, convencidos de que el estado de derecho ha desaparecido y que ellos resultan las víctimas propiciatorias de un titiritero perverso —Mauricio Macri— cuyas órdenes acata sin pestañar su títere por excelencia —Claudio Bonadio— las impugnaciones no ideológicas se centran en la presunta discrecionalidad de este magistrado.

Conviene ir por partes. El supuesto delito de traición y la prisión preventiva son figuras jurídicas de suyo controvertidas. Pero no han sido sacadas de la galera o inventadas de   la nada. Quien repase desapasionadamente el artículo 319 del Código Procesal Penal caerá en    la cuenta de cuán amplias y subjetivas son las prerrogativas del juez a la hora de justificar una medida por el estilo. Deberá atender a las características del hecho, a la magnitud de la pena que pueda aplicar, a la reincidencia —si la hubiese— y a las condiciones personales del imputado, para estimar la posibilidad de fuga o de obstrucción de justicia. Ello sin contar la vuelta de tuerca que al tema le ha dado la así denominada doctrina Irurzún, de reciente data.

Bonadio da por probado que hubo un pacto espurio con Irán y lo ha considerado una traición a la Patria. Si quedase demostrado que, al margen de sus implicancias económicas, ese tratado implicaba dejar fuera de la lista de Interpol a los funcionarios persas acusados de participar, directa o indirectamente, en el atentado a la AMIA, el cargo hecho a Cristina Fernández  y a los demás implicados, no parece gratuito. Tampoco lo es traer al ruedo la existencia de una guerra.

El mayor del Ejército Argentino, Guillermo Mac Hannaford, en plena contienda del Chaco —donde cruzaron enemistades Bolivia y Paraguay, en 1936— fue acusado de traición a la Patria, procesado y degradado por haber revelado secretos militares a los guaraníes. Que se sepa, nuestro país no intervino en esa guerra. En el mismo orden de cosas, suponer que un acto como la voladura de la mutual judía puede calificarse de terrorista y dar así por clausurada la posibilidad de definirlo como un hecho bélico, es no entender la dimensión de la guerra y la enemistad en el tercer milenio.

Si Irán efectivamente estuvo detrás del atentado a la AMIA, el dato terrorista pasa a ser un simple medio, inscripto en el marco estratégico superior de una guerra. Las guerras,     en nuestro tiempo, no siempre se declaran ni requieren de ejércitos convencionales dispuestos a dar batalla con banderas desplegadas al viento.

Lo que en las semanas por venir deberá evaluar la cámara correspondiente —a la que apelarán, si no lo han hecho ya, los acusados— es si considera o no consistente la categoría bélica y el cargo de traición a la Patria derivado del hecho de que el kirchnerismo habría favorecido la situación jurídica internacional de los responsables del atentado a la AMIA.       Los jueces actuantes, quizá sin cabal conocimiento de la naturaleza del problema, tendrán que resolver sobre una cuestión metajurídica: la guerra.  Tarea nada fácil, por cierto.

Fuente: Massot / Monteverde & Asoc., 12/12/17.


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