A 90 años de la gran crisis de 1929

octubre 16, 2019

90 años del Gran Crack de la bolsa de Nueva York y las lecciones aprendidas

En 1929 la FED era una institución relativamente nueva pues había sido establecida en diciembre de 1913

DESTACADOECONOMÍAESTADOS UNIDOSPor Luis Guillermo Vélez Álvarez El Oct 15, 2019354Share

La idea de gastar hoy sin aumentar los impuestos es música celestial. (Youtube)

El próximo martes 29 de octubre se cumplen 90 años del Crack de la bolsa de Nueva York —el célebre martes negro— que los historiadores toman como el inicio de la Gran Depresión de los años 30. Además de sus desastrosos efectos inmediatos, entre los cuales se cuenta el ascenso del nazismo en Alemania, la Gran Depresión tuvo consecuencias que todavía afectan la economía y la política de todos los países del mundo, como son el derrumbe del sistema monetario del patrón oro y la implantación de monedas fiduciarias nacionales gestionadas por un banco central y el prodigioso crecimiento de la intervención del gobierno en la economía.

El desarrollo económico, caracterizado por una sucesión de fases de expansión alternadas con fases de recesión, separadas por crisis financieras que marcaban el fin de las primeras y el inicio de las segundas, era un fenómeno que había llamado la atención de los economistas desde mediados del siglo XIX. Se reconoce a Clément Juglar (1819-1905) como el primero en haber dado cuenta de forma sistemática de esa alternancia en una obra, publicada en 1862, cuyo título describe con precisión el fenómeno analizado: Las crisis comerciales y su reaparición periódica en Francia, Inglaterra y Estados Unidos. En sus cálculos, Juglar estableció que entre cima y cima (o entre sima y sima) ese ciclo tenía una duración de unos diez años. Durante las primeras décadas del siglo XX, el estudio de los ciclos económicos ocupaba la atención de muchos economistas y estadísticos.

Que se presentara pues una crisis financiera en octubre de 1929 y que a esta siguiera una recesión era algo que no sorprendía a ningún economista. En los más de 100 años anteriores se habían presentado diez de ellas: 1816, 1825, 1836, 1847, 1857, 1866, 1873, 1890, 1907 y 1921. Entonces como hoy, cualquier economista sabe que todo auge llegará a su término en medio de una crisis financiera y que será seguido por una recesión. Lo que ninguno puede establecer con certeza científica es la fecha en la que se producirá la inflexión y si tiene alguna buena conjetura, seguramente, en lugar de divulgarla, tratará de sacarle partido con una especulación provechosa.

No existe consenso, quizás nunca lo habrá, entre los historiadores económicos y los economistas, sobre las causas que provocaron que la recesión se transformara en la profunda depresión que duró diez años y se extendió a casi todos los países del mundo[2]. Hay, no obstante, un par de hipótesis bastante plausibles que tienen además el interés de responder al interrogante sobre las lecciones aprendidas objeto de este diálogo. Se trata de los errores de política monetaria del Sistema de la Reserva Federal (FED) y la guerra comercial que se desató después de que Estados Unidos adoptara el arancel proteccionista Smoot-Hawley.

Las cosas, que iban bastante mal después del colapso de la bolsa, empeoraron un año más tarde con el pánico bancario que, según muchos analistas como Milton Friedman, se desató con la quiebra del Banco de los Estados Unidos de Nueva York. Este era un banco privado, no un banco oficial, como mucha gente creía a causa de su nombre, lo que lo hacía más atractivo para muchos depositantes. Ni los demás bancos de la ciudad ni el banco de la Reserva Federal de Nueva York quisieron acudir a su rescate, subestimando, probablemente, el alcance de sus relaciones con otros bancos y la economía real. Aunque ya otros bancos habían quebrado antes del de los Estados Unidos, esta quiebra desató un pánico de tal magnitud que al poco tiempo condujo a la quiebra de la tercera parte de los bancos del país. En Europa se presentó una situación similar.

La Ley de aranceles Smoot-Hawley se había aprobado en la Cámara de Representantes en mayo de 1929, pasó por el Senado en abril de 1930 y se promulgó en junio de este mismo año. Aunque, después del fracaso de negociaciones internacionales tendientes a evitar una guerra arancelaria, varios países habían subido sus aranceles, la promulgación del arancel Smoot-Hawley causó una especie de reacción en cadena que, si no lo provocó por sí misma, contribuyó a la severa contracción del comercio internacional que en cuatro años se redujo a una tercera parte.

Hay que decir, en honor de mi profesión, que la mayoría de los economistas de Estados Unidos desaprobaron la adopción del arancel Smoot-Hawley: más de mil de ellos le dirigieron al presidente Hoover una carta en la que le suplicaban se abstuviera de promulgarlo, explicándole que para que los otros países pudieran comprar los productos de Estados Unidos había que comprarles los suyos[3]. En cuanto a la política monetaria, los economistas también sabían que, si bien el crecimiento excesivo del crédito era responsable de los auges exagerados que terminaban en crisis, una vez sumidos en ella no quedaba más alternativa que aplicar una “política monetaria expansiva a ultranza”, como la denominó Hayek, para evitar un colapso mayor.

La crisis financiera de 2008 fue, desde el tema que aquí interesa, un experimento a escala global del grado en que el mundo había aprendido por lo menos esas dos lecciones de los años 30.

En su momento, me causó gran preocupación el fracaso de las negociaciones para rescatar a Lehman Brothers y que la FED permitiera que esta venerable institución se declarara en bancarrota el 15 de septiembre de 2008. Dos días más tarde se rectificó el rumbo y la FED acudió al rescate de American International Group (AIG), con un préstamo de ochenta y cinco mil millones de dólares. AIG había tenido un comportamiento irresponsable, como buena parte de las entidades financieras que entran en situación de insolvencia, pero era un 50 % más grande que Lehman y operaba en 130 países, tenía más de 74 millones de clientes y las empresas aseguradas empleaban 106 millones de personas[4]. En Europa el Banco de Inglaterra y el Banco Central Europeo también rescataban bancos privados, llevaban las tasas de interés al piso y, como la FED, inyectaban liquidez a la economía comprando toda clase de títulos de deuda públicos y privados.

Prácticamente todos los países permanecieron fieles a las reglas de la Organización Mundial de Comercio y a los tratados de libre comercio suscritos entre ellos. Inicialmente, el comercio mundial sintió el impacto de la crisis y es así como entre 2008 y 2009 las importaciones mundiales cayeron un 23 %, al pasar de 15,8 billones de dólares a 12,2 billones. Sin embargo, se recuperaron rápidamente y en 2010 y 2011 crecieron vigorosamente a tasas 20 % en cada uno de esos años. Posteriormente, continuaron aumentando, aunque a tasas inferiores, 2 % anual. La gráfica, construida con datos de Kindleberger[5] y de la OMC[6], muestra la evolución del índice del comercio mundial de mercancías en las dos grandes crisis. El contraste no puede ser más marcado.

También se tomó conciencia, y esta sería una tercera lección, de que los auges exagerados, ocasionados por políticas de crédito extremadamente laxas, que llevan a inversiones descabelladas, se traducen, a la postre, en recesiones más profundas. De ahí la idea de usar la política monetaria y la política fiscal para tratar de suavizar el ciclo, generando, en el caso de la segunda, ahorro en las expansiones para gastarlo en las recesiones. Aunque el mecanismo es bien conocido, no es fácil lograr siempre que los gobiernos procedan de esa forma.

Además de las lecciones mencionadas, que podríamos llamar lecciones de política económica práctica, la crisis tuvo otras dos grandes consecuencias de alcance más estructural, que se extienden en todo mundo económico actual: el papel preponderante de la banca central y el prodigioso crecimiento de la intervención del Estado en la economía.

En 1929 la FED era una institución relativamente nueva, pues había sido establecida en diciembre de 1913. Los bancos centrales de los países europeos eran mucho más antiguos mientras que los países de América Latina se crearon casi todos a comienzo del siglo XX. El de Colombia nace en 1923. Lo importante a destacar es que, con la desaparición del patrón oro, esos bancos fueron asumiendo el control de la emisión de la moneda nacional fiduciaria en cada país, lo que les confiere un enorme poder sobre la orientación y la expansión del crédito, que les permite provocar catástrofes o evitarlas. Se ha buscado poner un límite al uso arbitrario de ese poder haciendo que los bancos centrales se ajusten a ciertas reglas de emisión y tratando de sustraerlos al juego político, dándoles un estatuto de autonomía. En Colombia dicha autonomía se consagró en la Constitución de 1991 y ha sido fundamental para el control de la inflación y la estabilidad macroeconómica del país.

La otra consecuencia de la crisis, tal vez la más profunda y duradera, es el crecimiento de la intervención del Estado en la economía, supuestamente fundamentado en la teoría económica. Keynes consiguió venderle a mundo, y durante mucho tiempo a buena parte de la profesión, la idea de que la crisis era el resultado de una falla estructural de la economía capitalista que hacía necesaria la intervención del gobierno para remediarla. En 1930, en un intercambio con Josiah Stamp, gran industrial británico, Keynes, irritado, preguntó:

“¿No es la mera existencia del desempleo generalizado, y por cualquier período de tiempo, un absurdo, un reconocimiento del fracaso y una avería desesperada e inexcusable de la maquinaria económica?”.

A lo que Stamp respondió:

“Su lenguaje es bastante violento. No esperará usted que se puedan reparar los daños de un terremoto en unos pocos minutos, ¿no? Objeto a la postura de que el no poder reparar una complicada maquinaria de inmediato es el reconocimiento del fracaso”[7].

El hecho es que prevaleció, y aún prevalece en la mente de la mayoría de la gente, la postura de Keynes, no la de Lord Stamp.

Keynes era un hombre inteligente y extremadamente elocuente, rasgo este que hace que la gente parezca dos o tres veces más inteligente de lo que es en realidad. Keynes retomó una vieja idea procedente de Malthus, que había sido refutada una y otra vez por distinguidos economistas, y para exponerla se inventó todo un lenguaje y unos agregados cuyo desarrollo dio lugar a una nueva rama de la disciplina económica: la macroeconomía.

Aunque el planteamiento de Keynes es mucho más sutil, la idea que quedó en la mente de la gente es que el gasto total, que él llamó demanda agregada, puede ser insuficiente para comprar el total de la producción, que llamó oferta agregada. Y que esa insuficiencia podía —y debía— ser suplida por un “gasto autónomo” del gobierno financiado con deuda. Para los políticos de entonces, y los de hoy, que no se detienen en sutilezas como las expectativas racionales o la equivalencia ricardiana, la idea de gastar hoy sin aumentar los impuestos es música celestial. También lo es para la profesión económica que veía de golpe abierta la puerta a los empleos como asesores de los “policy makers”.

Por supuesto que no puede responsabilizarse a Keynes de todo lo que vino después. A lo sumo puede decirse que él le dio respetabilidad entre los economistas al cambio, que venía gestándose desde años atrás, en la actitud intelectual y emocional de la sociedad frente a la expansión de las órbitas de intervención del gobierno, frente al crecimiento del tamaño del Estado, que progresivamente condujo, a lo largo siglo XX a que —con pocas excepciones— los economistas, los filósofos y científicos políticos, la opinión pública en general y, por supuesto, los políticos y los burócratas, se convirtieran en adoradores del Leviatán, clamando por su intervención en todas las áreas de la vida económica y social.


[1] Estas notas se prepararon para participar en un diálogo sobre la Gran Crisis promovido por el Centro de Pensamiento Estratégico de la Universidad EAFIT que dirige el profesor Juan David Escobar Valencia. La idea era destacar las lecciones que de esa crisis habían extraído los economistas y los responsables de la política económica. Agradezco al profesor Escobar por haber creído, tal vez equivocadamente, que yo tenía algo interesante que decir a propósito de ese tema.

[2] Sobre a profundidad y alcance de la depresión pueden leerse el libro de Kindleberger y los capítulos 14, 15 y 16 del texto de Feliu y Sudria mencionados ambos en la bibliografía. Como ilustración basta una cita de este último: “Para comprender la magnitud de la crisis basta con decir que, en 1932, el PIB de EE.UU. había caído un 30% respecto a 1929, la producción industrial un 40 %, la inversión un 90 % y casi una cuarta parte de la población activa estaba en paro. Además, al estallar la Segunda Guerra Mundial en 1939, el país no había recuperado el nivel de empleo ni de producción industrial de 1929. La situación no era mucho mejor en el resto del mundo” (pp 342-343).

[3] “Economists Against Smoot-Hawley” en Econ Journal Watch Volume 4, Number 3, september 2007, pp 349.

[4] Bernanke, B.S. (2015, 2016). El valor de actual: memoria de una crisis y sus secuelas. Editorial Planeta, Bogotá, Colombia, 2016. Página 13.

[5] Kindleberger, Ch. P. (2009). La crisis económica 1929-1939. Editorial Capitán Swing, Madrid, 2009. Página 281.

[6] World Trade Organization (2016). Trade Profiles 2015. Página 193. https://www.wto.org/english/res_e/booksp_e/trade_profiles15_e.pdf

[7] Irving, N. (2013, 2014). Los alquimistas: tres banqueros centrales y un mundo en llamas. Editorial Planeta, Bogotá, 2014. Página 519.

Bernanke, B.S. (2015, 2016). El valor de actual: memoria de una crisis y sus secuelas. Editorial Planeta, Bogotá, Colombia, 2016.

Irving, N. (2013, 2014). Los alquimistas: tres banqueros centrales y un mundo en llamas. Editorial Planeta, Bogotá, 2014.

Feliu, G. y Sudria, C. (2007). Introducción a la historia económica mundial. Universidad de Valencia, Valencia, España, 2007.

Kindleberger, Ch. (1986, 2009). La crisis económica 1929-1939. Editorial Capitán Swing. Madrid, España, 2009.

Fuente: es.panampost.com, 2019.

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Las políticas de estímulo siguen fracasando

mayo 23, 2012

Las políticas de estímulo siguen fracasando

Por Robert J. Barro

 

La débil recuperación económica en Estados Unidos y el todavía más débil desempeño en gran parte de Europa han renovado los llamados para poner fin a la austeridad presupuestaria y regresar a mayores déficits fiscales. Curiosamente, ese pedido de mayor expansión fiscal no ofrece ninguna prueba de que los países de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) que optaron por un mayor estímulo presupuestario hayan tenido mejores resultados que los que se inclinaron por una mayor austeridad. Del mismo modo, en el contexto estadounidense, no hay evidencia de que en los déficits presupuestarios de EE.UU. en el pasado (un promedio de 9% entre 2009 y 2011) hayan ayudado a promover la recuperación económica.

Dos casos europeos interesantes son los de Alemania y Suecia, cada uno de los cuales se movió hacia un equilibrio presupuestario entre 2009 y 2011, al tiempo que mantenían un crecimiento comparativamente fuerte; la tasa promedio del crecimiento anual del PIB real para 2010 y 2011 fue de 3,6% para Alemania y de 4,9% para Suecia. Si la austeridad es tan terrible, ¿cómo es que a estos dos países les ha ido tan bien?

Los países de la OCDE más claramente en o cerca de una nueva recesión —Grecia, Portugal, Italia, España y tal vez Irlanda y Holanda— se encuentran entre aquellos con déficits fiscales relativamente grandes. La media de los déficits fiscales para esos seis países en 2010 y 2011 fue de 7,9% del PIB. Por supuesto, parte de ese patrón refleja un efecto positivo del débil crecimiento económico sobre los déficits, en lugar de a la inversa. Sin embargo, no hay nada en los datos de la OCDE desde 2009 en general que apoye la visión keynesiana de que la expansión fiscal haya promovido el crecimiento económico.

Para EE.UU., mi opinión es que los grandes déficits fiscales tuvieron un efecto moderadamente positivo en el crecimiento del PIB en 2009, pero ese efecto se desvaneció rápidamente y lo más probable era que se volviera negativo para 2011 y 2012. Sin embargo, muchos economistas keynesianos observan la débil recuperación estadounidense y concluyen que el problema es que el gobierno carecía de suficiente compromiso con la expansión fiscal; que debería haber sido aún más grande y mantenida durante un período prolongado.

Este punto de vista es peligrosamente inestable. Cada vez que los aumentos de los déficits fiscales no consiguen obtener los resultados deseados, la política aconseja asumir déficits aún mayores. Si, como creo que ocurre, los déficits fiscales sólo tienen un impacto expansivo a corto plazo sobre el crecimiento y luego se vuelven negativos, los resultados de seguir esa política son un crecimiento económico persistentemente bajo y una explosión de la deuda pública en relación con el PIB.

La última conclusión no es sólo académica, porque encaja con el comportamiento de Japón en las últimas dos décadas. De ser un país con una deuda pública relativamente baja, Japón parece que adoptó hace muchos años el mensaje keynesiano. La consecuencia de ello es una relación de 210% entre la deuda gubernamental y el PIB, la más alta del mundo.

Esta vasta expansión fiscal no evitó dos décadas de lento crecimiento económico, cuyo promedio fue de menos de 1% anual entre 1991 y 2011. Sin duda, un keynesiano confeso diría que el crecimiento japonés habría sido incluso menor sin el extraordinario estímulo fiscal, pero sería bueno que hubiera alguna evidencia.

A pesar de la falta de pruebas, es sorprendente el nivel de lealtad que recibe el enfoque keynesiano por parte de los políticos y economistas que trazan los destinos de los países. Creo que es porque el modelo keynesiano aborda importantes cuestiones de política macroeconómica y es pedagógicamente fabuloso, reflejando sin duda el genio de Keynes. El modelo básico —la intervención del gobierno en el gasto cuando otros no lo hacen— puede ser presentado fácilmente a la madre de uno, que es probable que esté de acuerdo con las conclusiones.

La fe de los adoradores de Keynes en este modelo ha sido reforzada en realidad por la Gran Recesión y la crisis financiera asociada. Sin embargo, el soporte empírico en todo esto es asombrosamente tenue. El modelo keynesiano pide a uno poner al sentido común económico de cabeza. Por ejemplo, más ahorro es malo debido a la caída de la demanda de los consumidores, y una mayor productividad es mala debido a que el aumento de la oferta tiende a reducir el nivel de precios, aumentando así el valor real de la deuda. Entretanto, se supone que los pagos de transferencia que subsidian el desempleo para bajar el desempleo, y el mayor gasto del gobierno es bueno incluso si se destina a proyectos derrochadores.

De cara al futuro, no hay mucho que decir en el terreno económico para el fortalecimiento de la austeridad fiscal en los países de la OCDE. Desde una perspectiva política, sin embargo, el movimiento hacia la austeridad puede ser difícil de sostener en algunos países, sobre todo en Francia y Grecia, donde los izquierdistas y otros grupos que se oponen a la austeridad acaban de ganar las elecciones.

En consecuencia, es probable que esté aumentando la diversidad en todos los países en materia de política fiscal, y es probable que esa divergencia haga cada vez más arduo mantener el euro como moneda común. En el lado positivo, las diferentes políticas proporcionarán mejores datos para analizar las consecuencias económicas de la austeridad.-
─Barro es profesor de economía de la Universidad de Harvard y académico la Hoover Institution de la Universidad de Stanford.
Fuente: The Wall Street Journal, 17/05/12.

Krugman el memorioso

febrero 16, 2012

Krugman el memorioso

Por Charles Philbrook

 

“La expansión, no la recesión, es el momento idóneo para la austeridad fiscal”, le recomendaba Keynes al presidente norteamericano Roosevelt en 1937, nos lo recuerda en un reciente ensayo el profeta del neokeynesianismo, el profesor Krugman  (“Keynes tenía razón”, ElPais.com, 3/enero/2012).  Qué otra cosa, desde la óptica krugmanita, puede explicar lo que pasa con europeos y norteamericanos, si no es el hecho de que el gasto público está siendo recortado.  Y el resultado es uno: gente sin trabajo que sale a las calles a protestar.  “La austeridad —sentencia bíblicamente— debe esperar hasta que se haya puesto en marcha una fuerte recuperación.”  Pero, y si la recuperación no llegase, ¿hay que gastar hasta quebrar?

“Recortar el gasto público cuando la economía está deprimida deprime la economía todavía más”, asegura sin rubor alguno este peculiar economista, a quien las metidas de pata del pasado no le quitan el sueño: ¿no fue acaso asesor de Enron poco antes del colapso de esta empresa el 2001?  ¿Y poco antes de que reventara el grano lleno de pus, no escribió un ensayo en la revista Fortune, “The Ascent of E-Man”, en el que poco faltaba para que pidiera para Enron el título de empresa del año?   Y el 2002, ¿no le recomendaba públicamente al presidente de la Reserva Federal, Alan Greenspan, que generase una burbuja en el sector inmobiliario para acabar con la recesión del 2001?  (“Dubya’s Double Dip?”, Paul Krugman, New York Times, 2/agosto/2002).  ¿Quién es el padre de la burbuja?  Quién, Paul.  ¿Tú… o el maestro Keynes?

Sucede, sin embargo, que lo que hoy pasa con norteamericanos y europeos se explica por los excesos del pasado.  Ésta no es una recesión producto de una repentina disminución del consumo y de la inversión.  Ésta es una recesión producto de los excesos del pasado en el consumo y en la inversión.  (Le dicen ‘factura’).  Y ahí está la deuda para probarlo. Krugman olvida con gran facilidad que el consejo que generosamente nos ofrece hoy, y que El País y otros medios de la región con agenda propia publican, también se lo ofreció a los japoneses en los noventa (“What’s Wrong with Japan?”), luego de que sus dos burbujas, la inmobiliaria y la financiera, estallaran a fines de los ochenta.

Estas dos burbujas se gestaron a raíz del Acuerdo del Plaza de 1985.  Estados Unidos buscaba reducir su déficit en cuenta corriente, y para ello era necesaria la cooperación de Francia, Alemania Occidental, el Reino Unido y Japón.  El objetivo era intervenir en los mercados cambiarios para lograr la apreciación del yen en relación al dólar.  El objetivo se alcanzó, vaya que sí, pero lo que nunca se previó fue la formación de estas burbujas: entre 1985 y 1990, el índice de precios del sector vivienda se disparó 190%, y el índice del mercado de valores, el Nikkei 225, pasó de 10,000 a casi 40,000 puntos.

El consejo generosamente ofrecido a los japoneses por el memorioso Krugman fue el mismo que hoy le brinda a norteamericanos y europeos: imprimir y gastar masivamente dinero como si no hubiese un mañana. Los orientales le hicieron caso: imprimieron todo el dinero del mundo que gastaron en carreteras que iban al cielo,  en puentes a ningún lado y en incontables obras públicas.  ¿El resultado? (redoblan los tambores): la tasa de interés del Banco de Japón desde hace casi veinte años es prácticamente cero, la deuda pública como porcentaje del PBI pasó de 50% a casi 250%, el índice Nikkei 225 bordea los 8,000 puntos y el mercado inmobiliario ha perdido un 70% de su valor desde el punto máximo.  ¿Y el PBI real japonés?: desde comienzos de los noventa, en promedio, (su crecimiento) no supera el 1%.  Vaya consejo.  Consejo que la memoria del memorioso Krugman ha decidido cómodamente borrar.  El dios Keynes NO tenía razón, y el profeta Krugman lo sabe.  Pero calla, y para eso está la tupida barba, que hace de broquel entre el rubor y la vergüenza.  Quién diría.

Fuente: HACER, 13/02/12.   http://www.hacer.org/latam/?p=13176

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«Algunos chicos no saben cuándo parar… (hic) dame otra»
Spending: Gasto
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Paul Robin Krugman (n. 28/02/1953) es un economista, divulgador y periodista norteamericano, cercano a los planteamientos neokeynesianos. Actualmente es profesor de Economía y Asuntos Internacionales en la Universidad de Princeton. Desde 2000 escribe una columna en el periódico New York Times. En 2008 fue galardonado con el Premio Nobel de Economía. Fuente: Wikipedia.