Crisis de energía (vital): vivir en la «sociedad del cansancio»
La economía y el marketing toman nota de nuestra forma de abordar la vida cotidiana y la incorporan en sus modelos predictivos.
Por Sebastián Campanario.
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La convicción de que el acelere y el agotamiento de fin de año llegan cada vez más temprano: octubre y noviembre ya parecen diciembre en ese aspecto. Y paradojas que se suceden: más estrés a la hora de planificar las vacaciones (una «sobreagenda del tiempo libre»); un boom de técnicas de productividad personal que convive con listas de pendientes cada vez más abrumadora, o una mayor conciencia de hábitos saludables a la par de un deterioro de la salud pronunciado y un agotamiento físico, emocional y existencial.
La descripción del primer párrafo es algo más que una «sensación»: es un fenómeno estructural, global y que ataca con más saña a la generación de 35-60 años. Esta «sociedad del cansancio» viene siendo abordada por estudios de distintas disciplinas y está produciendo cambios drásticos en la forma en la que consumimos y tomamos decisiones en la vida cotidiana. La economía y el marketing ya lo están incorporando en sus modelos predictivos.
«En la generación de jóvenes adultos y de mediana edad notamos un crecimiento empinado de los niveles de estrés, fatiga y agobio. Todos estamos más abrumados por la exigencia del cambio, no nos alcanza el tiempo y siempre sentimos que debemos algo», cuenta a LA NACION Fabián Jalife, director de BMC Innovación, quien viene estudiando este tema en profundidad. Una investigación reciente, que alterna los títulos de «La sociedad del cansancio» y «El consumidor consumido» llevó a Jalife a relevar 70 papers y libros sociológicos de época (desde Zygmunt Baumann hasta Yuval Noah Harari) para encontrar elementos comunes que arrojen luz sobre este hastío de época. «El resultado es un consumidor abrumado, descreído y ensimismado; agotado por el mandato de «salir de la zona de confort» y de tomar riesgos, tensionado por exigencias de otro planeta (¿Hasta cuándo tengo que estar en forma? ¿Cuánto dinero más debo tener?), buscando conexiones, pero a la vez sintiéndose cada vez más solo», agrega.
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El especialista en consumo y sociedad Guillermo Oliveto advierte este fenómeno en todos los números que viene relevando para la Argentina en 2017. «No es casual que en un año donde el consumo de alimentos cayó un 2% y el de indumentaria el 5%, el turismo internacional crezca al 19% y el interno al 15%, medido en volumen. El viaje, en la era de las redes sociales, es ante todo contenido. Pero además, en la era del cansancio, expresa como ningún otro bien la lógica de la conexión-desconexión. A mayor conectividad, mayor necesidad de desconexión; a mayor tecnología, mayor necesidad de vivir experiencias físicas. Lo que más aumenta es el turismo de fines de semana largo, que remite a la necesidad de períodos de descanso fragmentados para poder desconectar», explica Oliveto, fundador de la consultora W.
El consumo para paliar este cansancio desborda el turismo (vacaciones antes, aunque sean más cortas, a lugares que promuevan el descanso y la desintoxicación), dice Jalife y sus rastros se ven en otros rubros de ventas récord, como los ansiolíticos y antidepresivos. «Nos sentimos desbordados, pero a su vez necesitamos sentirnos así, dado el prestigio que ha adquirido a nivel social el «estar ocupado». Si estoy ocupado me quejo porque estoy agobiado y no tengo tiempo libre, pero a su vez si no me llegan mails me agarra ansiedad. Hay una tiranía de andar por la vida de una manera óptima», sigue Jalife.
Exigencias de otro planeta
El deterioro que está provocando en la salud esta «sociedad del cansancio» está siendo bien documentado en investigaciones de economistas y sociólogos. Hay un empeoramiento muy marcado en los últimos diez años, que llegó al extremo de reducir levemente la expectativa de vida en países desarrollados para determinados sectores de la sociedad. Los estadounidenses de entre 50 y 60 años presentan síntomas marcadamente peores que quienes tenían esa edad hace diez años, según una muestra de más de 20.000 casos mencionada en un trabajo de los economistas de Michigan Hwang Jung Choi y Robert Schoeni.
En otro paper, el aclamado economista Angus Deaton -Premio Nobel 2015- coescribió junto a su colega de Princeton Anne Case que los suicidios , las drogas y el alcohol provocaron en los últimos años un pico sin precedentes de muertes entre americanos blancos de mediana edad. Un detalle: Deaton es considerado «un optimista» entre los economistas. Su best seller El Gran Escape pone el foco en la idea de que el mundo -en perspectiva- siempre mejora.
Este combo de deterioro en salud con aumento del prestigio social de «estar muy ocupado» -entre las clases acomodadas esta actitud hoy da un mejor estatus que la compra de bienes de lujo- tiene varias hipótesis explicativas. «En tiempos de «infoxicación» (intoxicación por información) el cansancio es la norma. Hay muchos más estímulos que capacidad de procesarlos -dice Oliveto-, hay muchas más opciones que tiempo, y lo que se conoce como «FOMO» (el miedo a estar perdiéndonos algo mejor) genera mucha ansiedad. Siempre lo bueno puede estar pasando en otro lado y eso es estresante y agotador».
En los cuadros gerenciales altos el fenómeno se advierte de manera clara. «Se acelera la presión sobre los negocios que tienen 100 años de historia que de golpe tienen tasas de crecimiento despreciables frente a los start ups, y eso genera angustia», marca Jalife en una entrevista con la revista Reporte Publicidad.
Si la vara de comparación es Elon Musk y sus viajes a Marte, estamos complicados. «Hay una estigmatización negativa sobre lo viejo, sobre lo que no se reinventa – dice Jalife-, esto genera una clase de ejecutivos superestresada, que tiene la presión de crecer a tasas exponenciales, pero a su vez no perder lo acumulado hasta acá». Como dijo sir Martin Sorrell, el jefe del grupo de comunicación de WPP: «Tenemos el desafío de cambiar el motor del avión en pleno vuelo, ni más ni menos».
A la par del deterioro de los indicadores de salud, nunca la «expectativa de vida» en el campo corporativo para los CEO fue tan baja: en los Estados Unidos un 40% de los directores ejecutivos no llegan a los ocho meses en su cargo. ¿Y por qué esta «economía del cansancio» se ensaña con particular crueldad con la franja etaria de la mediana edad? Es probable que allí estén las mayores exigencias para el management medio-alto; y que también por una cuestión de ciclo de vida comience allí el tipping point -punto de aceleración exponencial- de achaques y síntomas de una peor salud.
Jalife tiene otra explicación: «Hay por estos días una radicalización de la singularidad -el «sé tu mismo»-; cada uno tiene que ir construyéndose y encontrando nuevas áreas de oportunidades, pero debe hacerlo en ciclos cortos, reinventándose permanentemente», y esta es una tarea mucho más difícil para la generación de 40-60 que para los adolescentes o para los millennials.
Por este mismo fenómeno, también, son un suceso de ventas los libros de Arianna Huffigton sobre la importancia del descanso (La Revolución del Sueño). Huffington postula que en la facultad, ante la opción de estudiar, tener una vida social activa y dormir bien, «hay que elegir dos de tres». El biólogo Diego Golombek, cuenta cómo en lo referido al deterioro de hábitos de sueño, en las últimas décadas se verifica un «patrón exponencial» negativo. Golombek y su equipo lanzaron esta semana una encuesta (está en www.cronoargentina.org) para saber «cómo, cuánto y cuándo duermen los argentinos».
Es que la economía del cansancio obliga a tomarse la planificación del descanso en forma mucho más consciente. «La tecnología nace vieja y a la vida de hoy, plagada de novedades permanentes, la corremos siempre de atrás. Por eso la única para estar en estado es retirarse con cierta frecuencia y regularidad», concluye Oliveto. «Ahí está el negocio de la desconexión. Hijo del cansancio y la ansiedad, fuente no ya de sabiduría, que sería mucho pedir, sino de algo más básico, necesario y esencial: la superviviencia«.
Cómo hacer que el smarthpone deje de dominarnos, y aprender a usarlo en nuestro beneficio
En «Cómo separarse de su teléfono», la periodista Catherine Price ofrece mucha información sobre lo fácil que es volverse adicto a los dispositivos móviles y a las aplicaciones. Pero también brinda consejos, basados en su propia experiencia, sobre cómo terminar con un vínculo enfermo, recuperar el tiempo de vida y usar el celular sólo como una herramienta.
Si usted está leyendo esta nota en su teléfono, quizá deba prepararse para recibir algunas malas noticias. Aunque, al final, también encontrará propuestas positivas.
How to Break Up With Your Phone: The 30-Day Plan to Take Back Your Life (Cómo separarse de su teléfono: un plan de 30 días para recuperar su vida) no está en contra de la tecnología pero es muy crítico sobre la adicción que generan dispositivos y redes sociales. El libro asegura que es posible tener una relación mejor, más equilibrada, que la que actualmente prevalece.
Antes de desarrollar sus argumentos y consejos, Catherine Price, la autora, cita algunas estadísticas:
-En los Estados Unidos las personas miran sus teléfonos unas 47 veces por día. Los jóvenes, entre 18 y 24 años, unas 82.
-En promedio, la gente pasa más de 4 horas por día en su teléfono: eso está 28 horas por semana, 112 por mes, o 56 días al año.
-El 80% de las personas mira el teléfono dentro de los primeros 30 minutos tras despertarse.
-Más del 50%, mira el teléfono en el medio de la noche; una cifra que sube al 75% entre las personas de 25 a 34 año.
-Desde que el smartphone se convirtió en un producto ubicuo, agregó tres patologías a la lista médica: pulgar de textear, cuello de textear, codo de teléfono.
–Más del 80% de las personas asegura que tiene sus teléfonos cerca «casi todo tiempo» de sus horas despiertos.
-Cinco de cada 10 no se imaginan la vida sin el smartphone. -Uno de cada 10 mira el teléfono mientras mantiene relaciones sexuales.
La autora parte de su propia historia: un día, mientras le daba la mamadera a su hija, la bebé se quedó mirándola, reconociéndola. Pero Price buscaba unos picaportes victorianos en eBay y no lo notó por largo rato. Cuando se dio cuenta, se echó a llorar. No podía ser que el teléfono, de algún modo, se hubiera convertido en un objeto de relación capaz de desplazar a su niña. Entonces comenzó a pensar en esta historia.
«Tuve mi primer teléfono en 2010, y casi enseguida comencé a llevarlo conmigo a todas partes y a sacarlo constantemente, a veces durante segundos y a veces durante horas», recordó. «En retrospectiva veo que también pasaban otras cosas: leía menos libros, por ejemplo, y pasta menos tiempo con mis amigos y en mis hobbies, como hacer música, que me daba mucha alegría. Mi periodo de atención se acortaba y me hacía más difícil sentirme presente en esas otras actividades, inclusive mientras las realizaba. Pero en el momento no me ocurrió pensar que esas cosas estarían relacionadas».
Con los años el aparato se convirtió en lo primero que buscaba en la mañana y lo último que miraba al dormirse. A veces lo miraba por un segundo, no fuera cosa que hubiera recibido un mensaje nuevo importante, y una hora más tarde se asombraba de cómo había sido que se le había pasado el tiempo. O respondía brevemente a un mensaje y 45 minutos más tarde se sentía agotada por un intercambio de textos imparable y mucho más demandante que una conversación en persona.
Desarrolló un gesto reflejo: ante cualquier pausa (en un ascensor, en un semáforo, en una fila) sacaba el teléfono para mirarlo. Comenzó a presentar hábitos como el phubbing, o ningufonear: en una conversación real con otro ser humano físicamente frente a ella, no podía evitar mirar el teléfono. La ansiedad comenzó a bajar sus exigencias para el concepto de importante: cualquier cosa podía serlo si estaba en la pantalla de su teléfono. Ya no viajaba, comía, compraba productos o tomaba decisiones de toda índole sin mirar el smartphone.
«Al igual que puede pasar mucho tiempo antes de que uno comprenda que una relación romántica puede ser enferma, me llevó mucho tiempo advertir que tenía problemas en mi relación con el teléfono», advirtió. Comenzó a investigar por qué sentía esa ansiedad por el dispositivo. No llegó muy lejos: se distraía de nada.
Al fin dio con mucha información sobre los problemas de estas distracciones inalámbricas móviles (como dicen en broma los especialistas en los efectos psicológicos de los dispositivos inalámbricos móviles).
Encontró datos aterradores: «Pasar mucho tiempo en [estos dispositivos] puede cambiar tanto la estructura como la función de nuestros cerebros, incluidas nuestras capacidades de crear nuevos recuerdos, pesar en profundidad, concentrarnos y absorber y recordar lo que leemos». Encontró muchos estudios coincidentes: «Se ha asociado el uso intenso de smartphones (en particular para estar en redes sociales) con efectos negativos en la neurosis, la autoestima, la impulsividad, la empatía, la identidad y la imagen de uno mismo, y con problemas de sueño, angustia, estrés y depresión».
Su libro —que es breve: a diferencia de la tecnología digital y las redes sociales, Price no quiere robarle tiempo de vida al lector— despliega esas y otras ideas e informaciones para explicar de qué modo los teléfonos celulares y sus aplicaciones están diseñados para ser adictivos, y tienen las consecuencias de cualquier otra adicción: hacen daño.
Decir que el negocio digital está hecho para causar adicción implica que realmente es muy difícil tener un smartphone y no ser adicto. La autora sugiere que los lectores hagan una prueba de compulsión, desarrollada por David Greenfield, fundador del Centro sobre Adición a Internet y la Tecnología de la Universidad de Connecticut.
El psiquiatra estableció 15 preguntas para medir la salud del vínculo entre el ser humano y su dispositivo. «¿Descubre que ha pasado más tiempo en su teléfono del que se había dado cuenta?», ¿Mira y responde textos, tuits y correos a todas horas del día y de la noche, incluso si significa que interrumpe otras cosas que está haciendo?» y «¿Se siente mal o incómodo cuando accidentalmente olvida su teléfono en el automóvil o en la casa, o no tiene servicio, o se le rompe el teléfono?» son algunas de ellas.
Hasta 4 respuestas afirmativas la relación con el dispositivo es normal o más o menos normal; de 5 a 8, es probable que uno tenga un comportamiento compulsivo con el teléfono; de 8 en adelante sugiere hacer terapia contra adicciones. Price se preocupó, porque su examen no salió muy bien: «¡Vamos! La única forma de sacar menos de 5 en esta prueba es no tener un teléfono».
La premiada periodista, autora también de Vitamania(un libro que desnuda los equívocos sobre salud y vitaminas en la confusa intersección de vida sana y publicidad), no es una ludita. How to Break Up With Your Phone es más bien una terapia para mejorar la relación con el aparato. Y ganar tiempo que se puede ocupar en disfrutar de la familia o los amigos, aprender algo nuevo, descubrir actividades nuevas.
Price propone, también, una guía práctica para reiniciar al usuario de smartphones: hacer ciertos cambios de configuración, aplicaciones, ambiente y, desde luego, disposición personal para no seguir bajo el dominio del dispositivo y sacarle el mejor provecho posible.
Como un experimento consigo misma, Price hizo una especie de Shabbat electrónico: ella y su esposo se despidieron de su teléfono, su computadora y todos los demás dispositivos con internet un viernes a la noche —que comenzó con una cena a la luz de las velas— y por 24 horas.
Al comienzo estaban desesperados; pero juntaron fuerzas y lo lograron. Y cumplido el plazo los sorprendió sentir que no sentían muchas ganas de recolectar con sus teléfonos: con sus urgencias, sus imperativos, sus reclamos. «En lugar de haber sido algo estresante, habíamos sentido la experiencia como algo restaurador». Tanto que tomaron la costumbre de repetirla.
Luego ella avanzó con pequeñas pruebas de separación del dispositivo, para adaptarse. A veces salía a dar un paseo y lo dejaba en la casa. «¿Y si me está llegando un mensaje importante?», pensaba al principio. Se sorprendió por la fuerza con que el teléfono se hacía extrañar. Pero pronto la angustia cedió, y a los pocos días durante sus caminatas su mente se detenía en el paisaje, se hacía preguntas sobre los árboles y el aire que respiraba.
Supo que la angustia del smartphone era algo tan extendido que hasta existen estudios sobre eso, y decidió invitar a otras personas a probar su reinicio sentimental con el aparato: 150 voluntarios colaboraron con la realización del libro.
Entre sus consejos generales (el libro incluye un plan paso a paso, para 30 días de desintoxicación), se destacan:
1) Buscar el placer en otras cosas
«Para maximizar la cantidad de tiempo que pasamos con nuestros dispositivos, los diseñadores manipulan la química de nuestros cerebros«, explicó. «La dopaminacumple muchas funcionas, pero a nuestros fines la más importante es que, al activar los receptores relacionados con el placer, nos enseña a asociar ciertas conductas con recompensas». Citó el ejemplo de Instagram, que ha creado un código que retrasa la muestra de los ‘me gusta’ para poder lanzarlos juntos en el momento más efectivo para la app: «El momento en que ver nuevos ‘me gusta’ te desalentará a cerrarla».
Price propone razonar con más libertad: «El tiempo que estás con tu teléfono es el que no usas en otras actividades placenteras, como pasar el rato con un amigo o practicar un hobby», escribió. «Hazte a la idea de que es «más tiempo con tu vida».
Parte de ese razonamiento es descubrir exactamente aquello que sí se desea del dispositivo, y sólo conservar eso, porque a nadie le viene mal tener una computadora en el bolsillo, evidentemente: «¿Qué quieres hacer con tu teléfono? ¿Qué te encanta y qué quieres mantener?».
2) No creer que la atención de los otros es para nosotros
«Los seres humanos somos criaturas sociales, y desesperadamente queremos sentir que pertenecemos«, argumentó. «Lo particularmente extraño es que no sólo nos importa el juicio de otras personas, sino que lo pedimos. Publicamos fotos y comentarios para mostrarles a los otros que somos merecedores de amor, que somos populares y, en un plano más existencial, que importamos, y luego miramos obsesivamente nuestros teléfonos para ver si otras personas —o al menos sus perfiles en línea— están de acuerdo».
Sin llegar a los efectos demoledores de que esas otras personas no estén de acuerdo y nos ignoren, Prince se detiene en los efectos demoledores de cuando lo están. Esa no es atención real a la persona que somos, sino un truco de explotación de la psicología humana que aquellos que diseñan las aplicaciones hacen «porque así es como generan dinero». Muchas apps son gratuitas «porque los anunciantes son los clientes: lo que está en venta es nuestra atención». Price propone que el usuario lleve su atención a otras cosas, «porque nuestras vidas están hechas de aquello a lo que le prestamos atención«. Y, como somos mortales, el tiempo es limitado.
3) Detener el re-formateo de su cerebro
«Una de las defensas más comunes de los teléfonos es la idea de que nos hacen mejores para la multitarea, y por ende, más eficientes.
Lamentablemente no es así. En realidad la multitarea (es decir, procesar simultáneamente dos o más tareas que demandan atención) no existe, porque nuestros cerebros no pueden hacer a la vez dos cosas cognitivamente demandantes», advirtió.
Lo que sí pueden hacer las personas —y lo hacen, pero no resulta beneficioso— es saltar de una tarea a otra a toda velocidad. «Este tipo de distracción frecuente no sólo puede crear cambios de largo plazo en nuestros cerebros: es particularmente buena para hacerlo«. Literalmente: la forma, los caminos de procesamiento de los impulsos eléctricos. «Si quisiéramos inventar un dispositivo que volviera a tender los cables de nuestras mentes; si quisiéramos crear una sociedad de gente que estuviera perpetuamente distraída, aislada y agotada; si quisiéramos debilitar nuestra memoria y dañar nuestra capacidad concentración y pensamiento profundo», sintetizó, «terminaríamos por inventar un smartphone«. Alejarse del teléfono detiene esos cambios: «Uno realmente comienza a ver las diferencias en sus propios hábitos y en su estado mental, y se descubre más concentrado, con una mejora para centrarse en las cuestiones por separado. Y, de manera interesante, también más relajado«, escribió Price. «Porque es bueno mirar por la ventana un minuto, dejar que la mente vague. Creo que nos hemos olvidado de eso».
Otros consejos generales de How to Break Up With Your Phone:
-Usar un reloj despertador. -Tener siempre un libro en la mesa de luz.
-Cargar el teléfono lejos del dormitorio.
–Borrar las redes sociales del teléfono; siempre se las puede ver en la computadora.
-Incluir entre los modales de mesa que jamás se usará el teléfono durante las comidas. -Inhabilitar las notificaciones, todas; para empezar, al menos casi todas (las del correo electrónico, sin dudas entre ellas) y dejar las de las llamadas, los mensajes de texto y el calendario.
–Activar un protector de pantalla que cada una cantidad prudencial de minutos pregunte si uno realmente quiere seguir en el teléfono.
-Cada tanto, observar a otras personas que hacen lo que uno hacía: se comprobará el patetismo y los malos modales de quienes no pueden mantener una conversación real con otro ser humano sin atender en realidad a su teléfono; o en un teatro a oscuras tienen la cara iluminada del azul de sus pantallas o —peor— olvidan quitar el sonido del dispositivo, por ejemplo.
–Y en el caso de ser padres, recordar que Steve Jobs no permitió que sus hijos usaran iPads, y Bill y Melinda Gates no permitieron que los suyos tuvieran teléfonos hasta que cumplieran 14 años.
Simplemente con estar cerca de tu celular te vuelves más tonto
Por Jesse Hicks.
Si está a tu alcance, te está drenando el cerebro.
Todos sabemos que nuestros teléfonos nos están convirtiendo en zombies sin cerebros, viendo hacia abajo, mandando mensajes mientras vagabundeamos entre los coches. Pero un nuevo estudio sugiere que es aún peor que eso: si tu teléfono está a tu alcance, incluso si está apagado, te está drenando el cerebro.
El estudio, realizado por investigadores de la Escuela de Negocios McCombs de la Universidad de Texas en Austin, involucró a cerca de 800 personas. Los investigadores querían evaluar cómo podría afectar a los participantes la simple presencia de nuestros teléfonos, se les pidió que completaran una serie de tareas informáticas que requerían su plena concentración. Se les ordenó al azar que pusieran sus teléfonos boca abajo en el escritorio, en el bolsillo o en la bolsa, o en una habitación diferente. Todos pusieron en silencio sus celulares.
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Aquellos que tuvieron la suerte de poner temporalmente sus teléfonos en otra habitación obtuvieron una puntuación significativamente mejor que aquellos con sus teléfonos en el escritorio. Hubo una diferencia menor entre los que tenían los teléfonos en los bolsillos y los que los tenían en el escritorio, pero incluso dejar sus celulares fuera de la vista se asoció con mejores resultados.
«Vemos una tendencia lineal que sugiere que conforme el smartphone se vuelve más perceptible, la capacidad cognitiva disponible de los participantes disminuye», dijo drian Ward, autor principal del estudio. (La capacidad cognitiva es la cantidad de trabajo mental que tu mente puede hacer en cualquier momento). «Tu mente consciente no piensa en tu celular, pero ese proceso, el proceso de exigirle que no piense en algo, utiliza algunos de tus recursos limitados cognitivos, es una fuga para el cerebro». Eso es algo que deberías considerar la próxima vez que tengas una cita y pongas tu teléfono en la mesa.
Por supuesto, al leer esos resultados, es probable que pienses: «yo no hago eso» o «hago eso todo el tiempo», dependiendo de que tan adicto seas al celular. Así que los investigadores también decidieron averiguar sobre esa variable. Los participantes describieron por primera vez qué tanto sentían que necesitaban sus teléfonos para pasar el día. Luego se les pidió que completaran las mismas tareas basadas en computadora. Pusieron sus celulares boca arriba en el escritorio, en un bolsillo o en una bolsa, o en otra habitación. A algunos también se les pidió que apagaran sus teléfonos.
Los resultados fueron probablemente lo que era de esperarse. Los que se consideraban más dependientes del teléfono tuvieron peores resultados que los menos dependientes, pero sólo si sus teléfonos estaban cerca, en el escritorio o en un bolsillo o bolsa.
Eso sugiere que no fue un hábito mental o una diferencia cognitiva lo que afectó las puntuaciones. Era la presencia del teléfono. Y los investigadores descubrieron que no importaba si el teléfono que estaba cerca estaba boca arriba o boca abajo, encendido o apagado. Con sólo tenerlo a la vista (o de fácil acceso) le agregó una carga cognitiva adicional al cerebro, algo así como pensar constantemente: «no lo agarres, no lo agarres, no lo agarres». Esto redujo la capacidad de concentración de los participantes, llevando sus puntuaciones a un nivel muy bajo.
«No es que los participantes estuvieran distraídos porque recibían notificaciones en sus teléfonos»,dijo Ward. «La simple presencia de su celular fue suficiente para reducir su capacidad cognitiva». En otras palabras, nuestros teléfonos no sólo son una puerta de entrada a las maravillosas distracciones. Son la distracción.
Los adolescentes que eligen decir no a las redes sociales
Algunos adolescentes optan por salir de la búsqueda incesante de los ‘me gusta’ en Facebook e Instagram, y no sentirse como si estuvieran perdiéndose de algo.
Por Christine Rosen.
Cuando Brian O’Neill, un adolescente de 14 años, de Washington, quiso averiguar qué habían estado haciendo sus amigos durante las vacaciones de verano, hizo algo radical: les preguntó. A diferencia de la mayoría de los jóvenes de su edad, Brian no está en las redes sociales. No revisa las fotos de Instagram de sus amigos ni publica las propias. Tampoco utiliza Facebook o Snapchat. “No necesito las redes sociales para mantenerme en contacto”, dice.
Esta abstención de las redes sociales coloca a Brian en una pequeña minoría de su grupo de pares. De acuerdo con un informe de 2015 del Centro de Investigación Pew, 92% de los adolescentes estadounidenses (edades 13-17) están en línea todos los días, incluyendo el 24% que dice que están en sus dispositivos “casi constantemente”. El 71% utiliza Facebook, la mitad está en Instagram, y 41% son usuarios de Snapchat. Casi tres cuartos de los adolescentes utilizan más de un sitio de redes sociales. Un adolescente típico, según Pew, tiene 145 amigos en Facebook y 150 seguidores en Instagram.
Pero, ¿qué pasa cuando un adolescente no quiere vivir en ese mundo en red? En una cultura en la conducta prosocial sucede cada vez más en línea, negarse a participar puede parecer antisocial. ¿Qué se están perdiendo realmente los jóvenes que rechazan a las redes?
Antes del advenimiento de internet y las redes sociales, mantenerse en contacto con amigos durante las vacaciones significaba escribir cartas a casa desde el campamento o hablar con el mejor amigo por teléfono. “Cuando yo tenía su edad, durante el verano estaba atada al teléfono”, dice la madre de Brian, Rebecca O’Neill. “Pero cuando mi hijo quiere ver a alguien simplemente le manda un texto o un email, y se reúnen en persona”.
La mayoría de los abstemios de redes sociales que entrevisté no son tecnófobos. Por el contrario, tienen teléfonos móviles que utilizan para comunicarse con sus amigos, por lo general a través de mensajes de texto. Son expertos en internet y están totalmente inmersos en la cultura popular. Están familiarizados con las redes, pero simplemente no les gusta.
Jacqueline Nesi, investigadora de la Universidad de Carolina del Norte en Chapel Hill, que estudia los adolescentes y las redes, dice que “sobre la base de datos de la encuesta de nuestro laboratorio, así como de las estadísticas nacionales, yo estimaría que sólo entre el 5% y el 15% de los adolescentes se abstiene del uso de redes sociales”.
Para estos adolescentes que optan por no usar las redes, la búsqueda incesante del “me gusta” resulta agotadora. “Creo que requieren mucho tiempo y los chicos se dejan absorber demasiado”, dice Annie Furman, 19, que se crió en el área de Dallas y está a punto de empezar la universidad de Iowa. “Prefiero ver a mis amigos en persona que mandarles un tuit. No quiero pasar todo mi tiempo en mi teléfono, quiero pasarlo en el mundo real”.
Para muchos de los no usuarios de las redes sociales, la inmediatez de la interacción cara a cara supera la intimidad filtrada de Facebook e Instagram. “Me encanta ver a los chicos que están siempre pegados a sus teléfonos ecualizar cuando no están conectados”, dice Katy Kunkel de McLean, Virginia, que tiene cuatro hijos de edades de 7 a 12 años, ninguno de ellos en las redes. Especialmente durante el verano, señala, “los niños recalibran mucho más rápido que los adultos. Encuentran una tribu, a continuación se divierten o se preocupan entre árboles y arroyos…son mucho más activos por defecto”.
Los propios niños a menudo no sienten estar perdiéndose nada. A pesar de que “casi el 100%” de sus amigos están en las redes, Brian O’Neill dice que él no puede recordar un momento en que sucedió algo importante en su círculo social y que no escuchó nada al respecto. “Me hicieron saber si algo estaba pasando”, dijo. La experiencia de la joven Furman es similar: “A veces no entiendo una broma específica que hace todo el mundo, pero el 90% de las veces no es algo que realmente valga la pena, es simplemente una broma”.
“Los padres tienen mucho miedo de que sus hijos sientan excluidos”, dijo Kenney Marnie de Washington, cuya hija de 14 años, Raya, ha optado por salir de las redes sociales. “Ellos proyectan el miedo en sus hijos”. Pero, señala, “las redes son sólo chismes, un montón de chismes”, y cree que su hija está mejor sin ellos.
Las discusiones sobre el impacto de las redes sociales a menudo se focaliza en el acoso cibernético o en los depredadores en línea, pero un peligro más inmediato y crónico es la tendencia a alentar a los adolescentes a compararse constantemente con sus pares. Y no sólo con sus pares sino también con Gigi Hadid, Kylie Jenner y otras estrellas de Instagram, o con modelos y celebridades de YouTube cuyas hazañas son incesantemente documentadas en todas las plataformas. “Toda esa comparación no es saludable”, dijo Sue Lohsen, madre de dos hijas, también en Washington. “Cada uno tiene una vida feliz, de una perfección Facebook. Pero usted tiene que desentrañar su propio ser. Las redes sociales no animan a la gente a hacer eso”.
En un estudio publicado este año en la revista Psychological Science, unos investigadores crearon un programa de Instagram y luego usaron escáneres de resonancia magnética para medir las reacciones de los adolescentes a las fotos que recibían más o menos “likes”. Lo que descubrieron fue un proceso de “apoyo social, cuantificable”, en el que los adolescentes usaban aquello que había por lo que habían recibido “me gusta” en las redes sociales “para aprender a navegar su mundo social”. Pero esas señales pueden ser adaptativas, o lo contrario. Los investigadores hallaron que los adolescentes “tenían más probabilidades de poner ‘me gusta’ a una foto, incluso una que retrata a los comportamientos de riesgo, como fumar marihuana o beber alcohol, si esa foto había recibido más ‘me gusta’ de sus pares”.
Dicha presión de grupo no es nueva. Lo que es nuevo con las redes sociales es la velocidad con la que los compañeros pueden hacer comentarios sobre la vida del otro, así como el supuesto de que deben hacerlo. “Hay una especie de efecto bipolar que las redes tienen en niñas de su edad”, dijo Kenney Marnie de su hija. “Son juzgadas constantemente. Su autoestima se mide constantemente por la respuesta de otras personas para cada cosa que ponen en línea”.
“Siento que mucho de lo que sucede en Instagram no es comunicación valiosa”, dijo Katherine Silk, de 18 años, que creció en Los Ángeles y está a punto de comenzar un año sabático antes de ir a la Universidad de Emory, en Georgia. “Estoy con amigos comiendo y digo: ‘¡Vamos a publicar esto en Instagram!’ A veces me digo [que] debería estar hablándome a mí y las otras personas aquí, no publicando cosas para gente a la que puede o puede no importarle, sólo para conseguir más ‘me gusta’”. Al igual que muchos abstemios de las redes sociales, ella piensa que con demasiada frecuencia sus compañeros “no tienen límites adecuados” cuando se trata del uso de esas redes.
En cuanto a la posibilidad de que se estén perdiendo algo, los abstemios son optimistas. “Si tengo algo importante que decir a mis amigos, voy a llamarlos. Eso es suficiente”, dice Silk. “¿Honestamente? Aún como adulto, no lo utilizaría a menos que sea realmente necesario”, dice Brian O’Neill. “No hay nada realmente nuevo o creativo en las redes. En 10 años, esta locura habrá prácticamente desaparecido. Cada uno encontrará una manera diferente de perder su tiempo”.
—Christine Rosen es una becaria de New America Foundation y editora jefa de Nueva Atlantis: diario de tecnología y sociedad.
Qué pasaría si durante una semana no usara su teléfono inteligente
Por Michael Grothaus.
Al principio uno se siente aislado del mundo, pero con el paso de los días, la ansiedad se transforma en alivio y libertad; al final se valora al smartphone como herramienta.
Me llevó 10 minutos completar esta primera frase. ¿Por qué? Porque cuando me senté a escribir este artículo y mientras pensaba cómo iniciarlo miré mi iPhone ocho veces. En algunos casos fue pura pérdida de tiempo, por ejemplo, miré las noticias, algunas veces fue para ver notificaciones de apps y una vez fue para atender una llamada (uno de los usos menos comunes que la gente da a su teléfono inteligente por estos tiempos).
Este ejemplo muestra la razón por la que decidí realizar la investigación para escribir este artículo: soy adicto a mi teléfono inteligente y quería ver cómo sería mi vida una semana sin él. No estoy solo en mi adicción. Los estadounidenses, en conjunto, miramos nuestro teléfono inteligente 8000 millones de veces al día, señala la revista Time. Estadísticamente eso significa que cada uno de los lectores de este artículo verificará su teléfono inteligente 46 veces al día (comparado con las 33 veces al día que lo hacía en 2014). Y es peor en el caso de los usuarios en el Reino Unido. Un estudio de la Universidad Nottingham Trent concluyó que las personas de entre 18 y 33 años miran su teléfono inteligente 85 veces al día o una vez cada 10 minutos, y ni siquiera se dan cuenta.
Toda esta interacción no sería algo malo si no tuviera consecuencias negativas. Pero las tiene. Además de que el tiempo que dedicamos a la pantalla afecta nuestro sueño, el uso del teléfono inteligente también tiene otros efectos secundarios relacionados con la salud: exacerba la depresión y la ansiedad. Y eso no es nada comparado con el hecho de que nuestro teléfono inteligente nos distrae tanto que nos lleva a la muerte. Casi fui atropellado por un auto caminando por Londres más de una vez porque, estúpidamente, me distraje tanto con mi iPhone que dejé de prestar atención a lo que sucedía a mi alrededor.
Pero pese a saber que es un mal hábito, cuando mi editor sugirió un artículo para el que debía renunciar a mi smartphone durante una semana me sentí aprensivo. ¿Podría hacerlo? Según una encuesta, el 84% de los consultados dijo que no podría renunciar a su teléfono inteligente por un día, mucho menos una semana. Pero yo quería experimentarlo. Por lo que por una semana convertí mi iPhone en un «teléfono tonto», eliminando todas las app, apagando el Wi-Fi y sólo usando el teléfono para hacer llamadas y enviar y recibir mensajes. Esta fue mi experiencia.
Me sentí desconectado
Honestamente, no sabía qué esperar al renunciar a las funciones inteligentes de mi iPhone. En los 90, cuando era un adolescente, nos arreglábamos con los pagers. Esto fue años antes de que el teléfono móvil se volviera algo que pudiéramos comprar o la norma. De modo que uno pensaría que renunciar al teléfono inteligente no sería algo tan grave para mí. Había sobrevivido en el pasado; sobreviviría ahora, ¿cierto?
No voy a mentir: los primeros días me sentí muy aislado. De pronto había renunciado a la principal herramienta de comunicación que usa la mayor parte de la sociedad moderna. Ya no tenía acceso a las últimas noticias o el pronóstico del clima. Estoy en Londres: ¿cómo voy a saber si va a llover en unas pocas horas? ¿Mirando al cielo? ¡Por favor! Pero aún peor que estar desconectado de las noticias, me sentí aislado de mis amigos y mi familia.
Cuando uno renuncia a su smartphone se vuelve dolorosamente obvio cuánta comunicación y contacto personal se da a través de apps de mensajería modernas como Facebook, Messenger y WhatsApp. Y, más que eso, sentí que me quedaba afuera de la vida de mis amigos. Ya no tenía acceso a sus comentarios en Facebook o sus fotos en Instagram. Y no podía compartir cosas de mi vida inmediatamente con ellos. Además me perdí un encuentro con amigos que fue organizado espontáneamente una tarde. Organizaron el evento a través de Facebook y cuando no respondí a la invitación a nadie se le ocurrió llamarme o enviarme un mensaje de texto para ver si iba, porque por supuesto que había sido notificado del evento a través de mi app de Facebook.
Me preocupó que se viera afectado mi trabajo
Para mitad de la semana también comencé a sentirme paranoico de que mi trabajo se viera afectado. Siendo periodista, probablemente use Twitter para el trabajo más que el común de los usuarios: para estar atento a las noticias, enviar artículos o encontrar fuentes. Durante el día me ponía nervioso dejar mi computadora -mi única conexión a Internet- y salir al mundo sin ella, por no perderme alguna noticia importante. Y aunque mis colegas de Fast Company sabían que estaba emprendiendo este experimento y que debido a ello podría no ser tan fácil ubicarme, me sentí mal por no poder responder a mensajes a través de Slack, enviados horas antes, hasta que volvía a estar frente a una computadora.
Advertí para cuántas cosas uso mi smartphone
No hace falta decir que en los primeros tres días se me hizo evidente lo beneficioso que son los celulares conectados. Si uno lo tiene nunca está realmente perdido, sea metafóricamente, al buscar información, o literalmente, al orientarse con el GPS y los mapas. Por caso, yo he vivido en Londres casi 10 años. Es una enorme metrópoli que se siente más pequeña porque puedo sacar Google Maps en cualquier momento y encontrar un sitio de interés u orientación para llegar fácilmente a cualquier lugar. No fue así cuando renuncié a mi teléfono inteligente. Extrañé la capacidad de saber con precisión dónde me encontraba en cualquier momento.
También advertí lo útil que son los avances recientes en la tecnología de los teléfonos inteligentes, como Apple Pay (que permite usar el celular como billetera digital). Ahora que no tenía acceso a este tipo de pago, que permite abonar un producto simplemente acercando el smartphone, parecía llevar un tiempo interminable comprar cualquier cosa. Hasta tuve que comprar boletos físicos de ómnibus y subte. Y la última molestia: tuve que cargar con más dispositivos. Dado que no podía usar la app de música, tuve que llevar un iPod Shuffle viejo en mis caminatas por el parque.
Me sentí más ansioso… y luego aliviado
Como pueden adivinar por mis observaciones, la sensación de aislamiento de las noticias y mis amigos y demás información me hizo sentir ansioso en la primera mitad de la semana. ¿Me estaba perdiendo algo? ¿Qué pasaba si no tenía acceso a información cuando la necesitara? Pero entonces alrededor de la mitad de la semana, las cosas comenzaron a cambiar. En vez de ansiedad, cuando salía de la casa sin mis recursos del teléfono inteligente comencé a sentir alivio.
¿Realmente estaba aislado? ¿O estaba recuperando el control sobre mi vida, decidiendo qué o quién podía comunicarse conmigo y cuándo? Una vez superado el momento de ansiedad por no sentir el bombardeo de alertas de correo, tuits y mensajes de Slack uno llega a apreciar esta falta de acceso inmediato de los demás. ¿Necesitabas eso de mí? Lo siento, obviamente no tenía idea, dado que estaba lejos de mi computadora y concentrado en cosas que son importantes. Este giro de la ansiedad al alivio me hizo comprender que tenía más control respecto de con quién decidía interactuar -o permitir que me molestara- sin mi teléfono inteligente.
Comencé a interactuar con más gente en la vida real
Cosa curiosa, en los últimos días comencé a interactuar más con gente real de lo que lo hacía normalmente. Por cierto que en parte esto fue por necesidad. Llegué a llamar al operador para obtener el número de una empresa local y conseguir su dirección. Pero también hubo momentos en que me encontré conversando con gente con la que normalmente no lo haría. Como la chica en la cola en el mercado: por lo general me distraigo con el iPhone cuando hago cola, pero como eso no era una opción me arriesgué a hablar con una total extraña y fue muy agradable.
Me volví a enamorar de los diarios
No tener el teléfono inteligente significó no contar con juegos para jugar o noticias para leer mientras viajo. Eso significó que tendría que volver a familiarizarme con los diarios gratuitos que entregan en las estaciones de subte. En el pasado tendí a evitar estos diarios porque, obviamente, no tienen las últimas noticias, como sí sucede con mi app de Twitter. Un diario distribuido a las 6 de la tarde habría sido escrito e impreso no más tarde que el mediodía de ese día. Pero ahora, forzado a leer estos diarios, advertí que la mayoría de la gente no necesita la última noticia y que en las plataformas digitales el titular que comienza con «última noticia» se usa con demasiada liviandad y de modo demasiado frecuente. La mayor parte de las noticias no es algo que uno necesite saber en el momento.
También advertí por qué me gustaban tanto los diarios antes: porque son un medio finito. Los artículos a menudo son más concisos y van al grano. Además, uno no puede seguir leyendo interminablemente de un artículo al siguiente ad infinitum. Leer un diario y poder llegar hasta el final lo hace sentir a uno como que logró algo. Nunca se termina de leer Internet.
Mi mente tenía otra vez la libertad de divagar
Pero lo más importante que advertí para el fin de la semana es que mi mente estaba nuevamente en libertad de divagar. Como escritor y periodista, eso es muy bueno. De allí vienen las grandes ideas. La capacidad de dejar divagar a la mente es una libertad natural con la que nacemos y que la tecnología moderna parece decidida a eliminar con todos los pings y las notificaciones y distracciones que traen nuestros teléfonos inteligentes.
Los mejores textos, obras de arte y descubrimientos a menudo son el resultado de que sus autores abrazan el glorioso libre flujo de pensamiento en sus cabezas, y es un alivio saber que esa libertad innata vuelve a su vida si se lo permite.
Pero, al final, estaba contento de recuperar mi teléfono inteligente
Según mis últimas observaciones, puede sorprenderle oírme decir que, luego del séptimo día, cuando pude volver a convertir mi iPhone en un teléfono inteligente estaba contento de ello. Pero es así. Estar sin él una semana me hizo comprender lo importante que es esta herramienta en la sociedad moderna y se volverá aún más útil. Ahora mi iPhone es literalmente todo, desde el portal a la información ilimitada, pasando por mi billetera y mis pasajes de colectivo y subte, hasta la conexión que me mantiene al día con lo que hacen mi familia y mis amigos, aunque estén a miles de kilómetros.
El teléfono inteligente no sólo hace más fácil mi vida, también hace más pequeño y manejable el mundo. Cuando la historia analice nuestro tiempo, el celular probablemente sea considerado un dispositivo más importante que la PC. Y se va a volver más útil. Otra cosa que extrañaba era la capacidad de ver exactamente cuántos kilómetros camino cada día. En el futuro nuestros smartphones se integrarán aún más con nuestra salud personal e incluso podrían convertirse literalmente en salvavidas.
Sé que los teléfonos inteligentes no sólo benefician nuestra calidad de vida, pero renunciar una semana al mío no me curó de mi adicción. Sigo mirándolo demasiado a menudo. Pero la clave (al menos para mí) no es volver a un tiempo en el que los teléfonos inteligentes no eran una parte importante de nuestras vidas. La clave es moderar las notificaciones y fijar límites. Es saber cuándo dejar de lado el teléfono y aprovechar el glorioso mundo real. Y eso es algo en lo que aún tengo que trabajar.
Ya hay chicos que pasan 13 horas por día en la Web
Preocupación en las familias por la adicción a las pantallas. Son casos de adolescentes que buscan evadirse de la realidad. Según los psicólogos que los tratan, los padres consultan demasiado tarde, cuando el problema está instalado.
Por Victoria De Masi.
¿Conectado o aislado? Un adolescente rodeado de las pantallas de la PC, el celular y la tablet.
Existe una diferencia entre el adolescente que estudia, practica algún deporte, sale con amigos y pasa un buen rato en Internet, y aquél que apenas llega a su casa se encierra en la habitación y se conecta a la red o a la “Play”. O el que come sin dejar de mirar el celular. O el que no participa de los planes familiares –un cumpleaños, una tarde en la plaza, un partido de fútbol– porque prefiere el chat o los juegos en línea. Hace cinco años, apuntan los especialistas consultados por Clarín, estos últimos eran casos aislados. Ahora son motivo de consulta de parte de los padres, que se dan cuenta tarde de que su hijo se volvió un “adicto” a la tecnología.
Los chicos que hoy tienen entre 11 y 17 años nacieron con la pantalla. Son multimedia, son visuales, tal como define Roxana Morduchowicz en su libro “Los adolescentes del siglo XXI”, publicado hace dos años. Allí la especialista en culturas juveniles ofrece algunas estadísticas: nueve de cada diez chicos de entre 15 y 17 años tienen celular propio, la mitad tiene tele en su habitación y el 25%, PC.
La escuela habilita el uso de la Web para hacer la tarea, por ejemplo. También es un ‘lugar’ de entretenimiento y de contactos. Pero su uso excesivo puede poner a los chicos en riesgo. “Hace cinco años éste no era un tema de consulta. Hoy atendemos casos de chicos de entre 14 y 15 años que pasan un promedio de trece horas conectados a la red. Incluso hemos modificado el cuestionario de rutina entre los pacientes. A las preguntas habituales de qué deporte practican, si desayunan o estudian, le agregamos otro interrogante: ¿Cuántas horas pasás en Internet?”, dice el pediatra Enrique Berner, jefe del Servicio de Adolescencia del hospital Argerich y miembro de FUSA. Agrega que los padres llegan preocupados a la consulta y, en general, cuando el problema está instalado.
Además de llegar preocupados, ¿cómo describen los padres “eso” que les pasa a sus hijos? Responde Stella Rivadero, psicoanalista y docente de la Institución Fernando Ulloa: “Refieren que no saben qué hacer para que vuelvan a jugar o participen de las charlas o programas familiares. O que hablan en un lenguaje ‘tecno’ que para ellos es difícil de comprender, que no logran que el chico se despegue del celular. A esa altura, se ausentó el cuerpo, el tono de voz, la mirada”. La especialista aclara que se trata de nativos digitales, y que en determinados casos la tecnología favorece síntomas que forman parte de su estructura. Más simple: si el chico tiene de base fobia al contacto con otros, conectarse a la Web resulta un buen recurso para evadirse.
Para los adolescentes de los grandes centros urbanos la vida pasa a través de Internet. Facebook y YouTube son los sitios más visitados por los argentinos de acuerdo a la última Encuesta Nacional de Consumos Culturales y Entorno Digital, realizada por la Secretaría de Cultura de la Nación. Según el informe, el 65% de los argentinos se conecta a Internet a diario y 60 de cada 100 tienen conexión en su casa. Lo que pone en evidencia la alta penetración de Internet es lo que sucedió hace dos fines de semana en La Rural: los españoles Rubius y Mange convocaron a 25 mil chicos en lo que fue una convención youtuber.
El Instituto de Juegos de la Ciudad realizó hace unos años un estudio sobre uso de nuevas tecnologías entre alumnos de escuelas secundarias porteñas públicas y privadas. De acuerdo al informe, la mitad de los encuestados dijo jugar en línea todos los días un promedio de 4 horas. El 86% refirió que le daban ganas de seguir jugando, el 80% habló de “alegría” y el 60%, de bronca al perder. ¿Pero qué es lo que los atrae tanto? Verónica Mora Dubuc, psiquiatra y directora de esa investigación, observa: “Los juegos tienen componentes de atracción que estimulan los circuitos de recompensa y provocan sensaciones de intensidad que son buscadas a repetición por los jugadores. El efecto claro de un buen juego es que divierte y evita el aburrimiento. La Red es accesible y segura. Ahora, si ese deseo afecta su mundo de relaciones, rendimiento escolar y calidad de sueño, entonces hay un problema”.
Consejos para padres
De acuerdo a los especialistas consultados por Clarín, el sentido común es fundamental para darse cuenta si un adolescente presenta problemas con el uso de la tecnología. Si come un sandwich mientras teclea el celular, si no quiere participar de eventos familiares ni se prende en salidas con amigos, entonces hay que prestar atención al asunto. Lo ideal es no esperar para hacer la consulta. Que un tipo de actividad se haga en forma excesiva ya es un motivo claro de alarma.
La fórmula ideal sería así: el tiempo volcado a la Web debe “empatar” con el estudio, el deporte y las salidas del hogar. En resumen, Internet no debe ser inhabilitante. Criar a chicos que nacieron conectados es un verdadero desafío para los padres porque ellos no son nativos digitales. Si la idea es que repartan el tiempo entre el colegio, el deporte y la Web, lo ideal es que los padres hagan lo mismo. Esto significa que no vale que los padres lleguen de trabajar y se pongan a jugar a la Play Station o que estén chateando durante la cena. Al detectar el problema, lo recomendable es que se realice una consulta con un especialista en el tema lo antes posible. En general, el tratamiento consiste en entrevistas familiares y a los chicos y padres por separado. Durante esas charlas, con los adolescentes se trabajan temas de la vida cotidiana.
La hiperconectividad como marca de época cambia de signo: ahora, la gente busca estrategias para limitar el uso de la tecnología en su vida cotidiana.
Valentín Muro y Lucía Manasliski recuperan el contacto cara a cara en Florencio, un bar sin Wi-Fi. Foto: Martín Felipe / AFV
Desborde, angustia, ansiedad. Eso sentía Pablo Endler, director de Yeah! Toys (una marca de juguetes tecnológicos) cada vez que se ponía a trabajar. Quería ser más productivo, pero no sabía cómo organizarse; si entraba a las redes sociales para actualizar su estado, se quedaba demasiado tiempo mirando los perfiles de otras personas y al final las horas pasaban sin los resultados que esperaba. La solución llegó de mano de la aplicación gratuita para teléfonos Android Quality Time, destinada a restringir el acceso a determinadas funciones del celular. En la computadora, además, instaló la herramienta SelfControl, y la configuró para que no lo dejara entrar a Facebook, Twitter, Instagram o YouTube, los sitios que más lo distraían. «Desde entonces, las horas de trabajo me rinden mucho más porque no tengo estímulos externos que molesten ni notificaciones que distraigan», explica.
Casos como el de Pablo empiezan a escucharse cada vez con más frecuencia. Y es que el furor de estar online todo el tiempo para responder cada mensaje que llega al WhatsApp, leer los mails o actualizar las redes sociales está mutando hacia una nueva modalidad que tiene que ver con un uso más moderado de los dispositivos tecnológicos. En sintonía con este fenómeno, muchos bares eliminan a drede el Wi -Fi con carteles del tipo «Hablen entre ustedes» o «Disfruten el momento», y hasta las mismas empresas de tecnología, como Apple, Google o Facebook, señalan la necesidad de que los usuarios controlen la cantidad de tiempo que pasan conectados. Por caso, la firma de la manzana mordida presentó el lunes último su reloj inteligente Apple Watch, que, entre otras funciones, le informa a su dueño cuando hace mucho tiempo que está sentado para que tome conciencia sobre su nivel de sedentarismo. «Este dispositivo busca promover la vida sana, por eso lanza este aviso para que su portador dé un paseo», había anticipado en febrero el CEO de la tecnológica, Tim Cook.
A principios de marzo, se realizó en la Argentina el evento Digital Marketing Conference (DMC), en el cual disertó Daniel Sieberg, director de Estrategias de Difusión de Google y autor de The Digital Diet: The 4-step plan to break your tech addiction and regain balance in your life (La dieta digital: el plan de 4 pasos para romper con su adicción a la tecnología y recuperar el equilibrio en su vida). Tras contar su propia experiencia con un uso intenso de los dispositivos tecnológicos, Sieberg resumió los cuatro pasos que deberían seguir los interesados en ponerle fin a este hábito.
Primero, dice el especialista, hay que identificar cuántas horas se está conectado al día y evaluar qué se está dejando de lado por esta realidad. En segundo lugar, hay que esconder todos los dispositivos. Durante el inicio de la dieta, sólo se puede chequear el correo electrónico una vez al día. Tras esta separación entre el usuario y la tecnología, viene la fase tres, en donde vuelven a utilizarse los equipos, pero con un límite en la cantidad de tiempo. Por último, el autor propone que las personas se encuentren con sus seres queridos para fortalecer la comunicación cara a cara y disminuir el contacto mediatizado.
«La tecnología tiene ventajas, pero también genera muchos desafíos, ya que abarca todos los ámbitos de nuestra vida», afirmó Randi Zuckerberg, la hermana del fundador de Facebook -que trabajó como responsable de marketing de Facebook entre 2005 y 2011-, al compartir el escenario con Sieberg en el evento que se desarrolló en el Centro de Convenciones Arturo Frondizi de Vicente López, la semana pasada.
Para Zuckerberg, existe una gran cantidad de ejemplos que indican que es necesario desenchufarse. «El 90% de la gente tiene el celular a un brazo de distancia durante el día. Yo quiero que mis hijos tengan conciencia de cómo la tecnología puede mejorarles la vida en vez de hacerlos sentir abrumados. Los chicos necesitan sol y tiempo al aire libre, por eso mi consejo es que usen tecnología, pero no demasiado«, sentenció.
La hiperconectividad
«Hasta hace unos meses, yo tenía varios cargadores de batería: uno en casa, otro en la oficina y un tercero en la mochila para que mi teléfono nunca se apagara. Siempre atendía las llamadas y los fines de semana, si sonaba alguna notificación, necesitaba ver cuanto antes de qué se trataba», relata Benjamín Buzzi, un consultor de prensa de 41 años. Sin embargo, al observar con hastío a otras personas que tenían las mismas costumbres, tomó la decisión de empezar a desconectarse: este verano se fue de vacaciones a Bariloche y sólo encendió su celular por las noches, mientras que años anteriores lo tenía en la mano todo el día para sacar fotos y subirlas al instante a las redes sociales. «No utilizar el smartphone durante esos días me provocó un placer absoluto y me ayudó a cortar con la rutina que mantengo el resto del año», se confiesa.
El perfil «hiperconectado» que lo identificaba en el pasado no es una excepción. De hecho, es frecuente que las personas acudan al médico por cuadros de ansiedad o estrés derivados del uso desmedido de la tecnología. Enrique Luis De Rosa, psiquiatra y psicoterapeuta cognitivo, especialista en adicciones comportamentales, comenta el caso de uno de sus pacientes: «Es un hombre de 45 años, que no puede evitar dejar de responder los mensajes que recibe. Sin embargo, no llegó a la consulta por esta cuestión, sino porque queda tapado por los rituales frente al teléfono de manera que chequea insistentemente todas las cuentas que tiene configuradas en su celular, y no puede priorizar cuál responder primero. Si por algún motivo no está conectado, experimenta la misma abstinencia hallada en cualquier cuadro de Trastorno Obsesivo Compulsivo [TOC]». De hecho, la patología puede definirse como el terror a quedarse fuera del mundo virtual y ya tiene un nombre concreto: FOMO (Fear of Missing Out).
De Rosa indica que la compulsión por estar conectado y pendiente de los mensajes es comparable con ciertas conductas que existían antes del advenimiento tecnológico: «En el pasado, las personas chequeaban el buzón de su casa para ver si les había llegado una carta o levantaban el tubo del teléfono fijo para ver si tenía tono», ejemplifica. En este sentido, lo novedoso tiene que ver con el nivel de expectativas: «Antes uno no estaba tan pendiente de la recepción de un correo postal porque se sabía que los tiempos de envío eran lentos. En cambio ahora, el flujo de intercambios es tal, que los mensajes van y vienen en cuestión de segundos», detalla el médico.
Daniel Chattás, que es director de la empresa de tecnología Mastesis, utiliza la función Modo de bloqueo que viene preinstalada en su teléfono con sistema operativo Android para no recibir ningún tipo de notificación o llamada fuera de su horario laboral. Sus colegas están de acuerdo con su decisión y muchos, incluso, decidieron imitarlo. «Yo configuré esta función para desconectarme automáticamente entre la medianoche y las 7 de la mañana, e incluso armé una lista de personas importantes, para que en caso de que una de ellas me llame, el teléfono suene y yo pueda atenderla -explica Daniel-. Esta herramienta me facilitó muchísimo la desconexión porque antes tenía que hacer este trámite manualmente y me pasaban dos cosas: por un lado, me olvidaba de desactivar alguna notificación y por eso el teléfono sonaba de noche. Por el otro, siempre me quedaba con el temor de que algún familiar me necesitara y no pudiese comunicarse conmigo.»
Existen muchas otras vías para controlar el tiempo que les dedicamos a los dispositivos tecnológicos. Por ejemplo, De Rosa sugiere establecer períodos de veda. «De esta manera, si el usuario experimenta ansiedad, podrá darse cuenta de que la situación lo está afectando, y éste es el primer paso para solucionar la situación.»
Valentín Muro, estudiante de filosofía que trabaja como director creativo en una empresa de animación digital, usa por su parte el método Pomodoro para organizar mejor sus horarios de conexión. Bajo este sistema, se usa un reloj físico o en forma de aplicación para dividir el tiempo (llamado «pomodoro») que se va a dedicar a la realización de una tarea sin interrupciones. «Como mis horas de trabajo son tan productivas, luego en casa no tengo necesidad de prender la computadora. Incluso el cuerpo me pide estar desconectado.» Muro también utiliza en su celular la app gratuita ClearFocus, que bloquea el acceso a Internet desde el celular. Según cuenta, la activa cuando tiene que estudiar o realizar alguna tarea que requiera concentración. «Gracias a ella, puedo organizarme mucho mejor, y luego disfrutar del tiempo libre sin remordimiento porque tengo el dato preciso de cuántos «pomodoros» productivos tengo a diario», reflexiona.
Cara a cara
Valentín señala que hay otro terreno donde la dieta digital es necesaria, casi indispensable: el terreno amoroso. Con su novia Lucía Manasliski, de 29 años, priorizan desde hace rato la conversación cara a cara y por eso no se intercambian mensajes a través de Facebook. «Si bien la tecnología sirve para comunicarse a la distancia, también puede provocar confusiones cuando sólo se utiliza el texto. Por ese motivo, nosotros nos tomamos el tiempo necesario para dialogar», explica junto con Lucía, en Florencio Bistro & Patisserie, que desde su apertura en Recoleta, hace ya 11 años, no cuenta con acceso a Wi-Fi por expresa decisión de su propietaria María Laura D’Aloisio.
«Aunque distintos proveedores vinieron muchísimas veces a ofrecer el servicio, yo estoy convencida de que las personas que vienen acá lo hacen para disfrutar del lugar, de una buena lectura o de una conversación. Por eso, aunque muchos se sorprenden al enterarse de que aquí no hay conexión a Internet, en general, expresan comentarios positivos, como que acá van a poder estar más tranquilos, sin interrupciones que llegan vía web».
Consultado por LA NACION, el norteamericano doctor John Grohol, que es investigador, experto en patologías mentales vinculadas al mundo online y autor del libro The Insider’s Guide to Mental Health Resources Online, menciona tres medidas que pueden implementar aquellas personas que desean poner un límite al nivel de conexión: «En primer lugar, se debe usar la regla de los tres segundos, o sea, que debemos tomar una decisión acerca de lo que haremos con cada mail en ese lapso de tiempo». Según el experto, hay personas que analizan cada mensaje pensando si lo responden o no, o qué escriben en él, y eso redunda en una situación estresante, ya que mientras transcurre ese lapso de tiempo la casilla de elementos recibidos sigue incrementando su volumen.
La segunda clave consiste en apagar las alarmas de notificación: «Las personas las activan para incrementar el flujo de comunicación y la productividad. Sin embargo, sucede lo contrario, ya que las alarmas distraen». En esta línea, Grohol explica: «Es importante avisar a amigos, colegas y familiares acerca de nuestro cambio de actitud frente a la comunicación, para que ellos no esperen una respuesta inmediata de nuestra parte».
Por último, aconseja a los usuarios desuscribirse de los mails de empresas, ya que, aunque sean eliminados sin ser leídos, estorban.
Las políticas de las compañías son cruciales en este sentido, ya que muchos empleados, al contar con teléfonos inteligentes y notebooks provistos por sus empleadores, experimentan larguísimas jornadas laborales, ya que siguen pendientes a toda hora de las comunicaciones que llegan a sus dispositivos. «En Mastesis, trabajamos siete personas y la configuración del correo electrónico en el teléfono es optativo. Además, consideramos que cuando uno se retira de la oficina no tiene por qué recibir ni responder cuestiones vinculadas al trabajo. Incluso tenemos un grupo en WhatsApp, pero lo usamos con mucha moderación. Por ejemplo, los fines de semana no lo utilizamos, excepto para saludar a alguien por su cumpleaños. Como somos pocos, cuando uno de nosotros está de vacaciones, no le enviamos ningún mail, a menos que ocurra un hecho excepcional», enfatiza Daniel Chattás, firme defensor de la libertad poslaboral.
Tal como sucede con aquellas personas que inician un régimen alimentario para combatir el sobrepeso y la obesidad, nunca es tarde para iniciar una dieta digital que permita estar más desenchufados de los dispositivos tecnológicos y más conectados con el entorno.
¿Qué exactamente se puede hacer con el Apple Watch? La columnista Joanna Stern habla sobre cinco cosas con que el Apple Watch puede ayudarlo.
¿Por qué alguien querría comprar un Apple Watch? Es una pregunta que todavía trato de responder.
Apple presentó el lunes no uno, sino decenas de usos para su primer tipo de aparato nuevo desde que lanzó el iPad. En realidad, la propuesta de ventas del presidente ejecutivo Tim Cook tuvo más que ver con la cantidad de cosas que se pueden hacer que con la calidad: se trata de un nuevo tipo de reloj y una nueva forma de mantenerse en contacto con la familia y los amigos; de hacer ejercicio; de lucir a la moda; de pagar por una bebida gaseosa; de cantar con karaoke, o de abrir la puerta de su estacionamiento.
Nadie está en condiciones en estos momentos de evaluar realmente el Apple Watch. A menudo no podemos entender exactamente qué factor permitirá que una tecnología nueva perdure y sea acogida por los usuarios.
No obstante, cuando Apple presentó el iPhone, inmediatamente tuve la sensación de que mi vida cambiaría: de repente podía llevar Internet conmigo a cualquier parte. Con el iPad, vislumbre una nueva clase de computadora portátil, más informal que una portátil.
¿Cómo podrá el Apple Watch cambiar mi vida?
Por lo que he visto, podría ahorrarme tiempo. Es una segunda pantalla, un pequeño secuaz del iPhone que se lleva en la muñeca. Sin embargo, en momentos en que el iPhone demanda más atención, distrayéndome más y más durante el día, espero que aparezca un filtro. El Apple Watch podría ser el aparato que me permita dejar mi teléfono en mi bolsillo sin perderme nada importante.
En mi muñeca, el Apple Watch se siente natural. No es demasiado pesado ni voluminoso, sino lo suficientemente grande como para ver información útil en la pantalla. (Probé el modelo más grande, de 4,2 centímetros). No creo que cuente como un modelo de alta costura, pero sin dudas al usarlo usted no parecerá como un fanático de la tecnología. Apple encontró una forma y los materiales que dan la sensación de llevar un reloj corriente, aunque cumpla muchas más funciones.
Aprender a operar el reloj llevará algo de tiempo. Para manejarlo hay que realizar toques, deslizar el dedo y apretar botones de una forma que no siempre es igual a lo que se hace en un teléfono. Se desliza el dedo desde la base para obtener “vistazos” de información como el clima y se rota el dial ubicado a un costado para acercar y alejar la imagen al ver mapas.
Cuando alguien le envía un mensaje de texto, aparece en el reloj, al que puede mirar rápidamente mientras sigue conversando con otra persona. Si necesita responder, puede presionar un botón y hablar, o desplegar un emoticón apropiado.
Además, hay muchas más cosas que normalmente requieren de toda mi atención en un smartphone que podrían llevar menos tiempo en una versión más pequeña: enterarse de que un vuelo está retrasado, consultar el clima e incluso recibir instrucciones para llegar a un lugar.
Que alcance con un leve toque para poner en funcionamiento mi teléfono inteligente suena muy bien. Apple también lo promociona entre los fanáticos de los deportes, pero aún no he visto que ofrezca nada que no se pueda hacer con un reloj de pulsera mucho más barato.
El Apple Watch tendrá su propia tienda de aplicaciones, aunque aún no sabemos con cuántas será lanzado. Entre las opciones que conocemos estarán Twitter y Uber.
Después de nuestros ojos y manos, nuestras muñecas posiblemente sean el lugar más inmediato del cuerpo para interactuar rápidamente con la tecnología. Incluso hay una intimidad que se vuelve posible allí: el Apple Watch permite saludar a su interlocutor al tocar rápidamente la pantalla; el destinatario, que también debe tener puesto un Apple Watch, sentirá el toque en su muñeca.
Sin embargo, colonizar esta parte de nuestros organismos con una pantalla es una espada de doble filo. También puede volverse molesto con rapidez. Lo que me preocupa es que Cook y su equipo no han hablado tanto sobre cómo ayudar a filtrar alertas innecesarias. Hay todo un mundo de aplicaciones que estarían felices al vibrar o sonar en mi muñeca, aunque no las necesite.
Apple informó que tendremos cierto control sobre las alertas a través de nuestros iPhones. Sospecho, no obstante, que el secreto para que el Apple Watch se vuelva útil en mi vida dependerá de que consiga un balance justo en este aspecto.
Intoxicados por la tecnología: crecen las consultas por el uso abusivo de dispositivos
Por Agustina Gallego Soto.
«Si me quedaba sin batería en el teléfono o no me podía conectar, me ponía ansiosa y hasta llegué a tener ataques de pánico. Mi miedo más grande era no enterarme de si le pasaba algo a mi mamá o a un ser querido. Necesitaba tener todo bajo control y usaba el teléfono todo el tiempo para eso, llamando o mandando mensajes», cuenta Delfina, de 17 años, un año después de haber terminado un tratamiento de cinco meses en el Centro de Estudios Especializado en Trastornos de Ansiedad (Ceeta).
Aunque la última versión del Manual de Diagnóstico y Tratamiento de los Trastornos Mentales, la biblia de la psiquiatría, no incluye dentro de los trastornos adictivos la adicción a Internet o a los dispositivos digitales, existen estudios en varios países que reflejan una preocupación global. Según los resultados obtenidos recientemente por Cecilia Cheng y Ángel Yee-lam Li, del Departamento de Psicología de la Universidad de Hong Kong, se estima que la prevalencia mundial de la adicción a Internet rondaría el 6%.
La Argentina no integra el grupo de 31 países analizados, pero especialistas locales afirman que aunque Internet y las nuevas tecnologías son herramientas muy útiles, también pueden generar problemas si se usan mal. Según los registros del Ceeta, en el período noviembre-diciembre de 2014, el centro tuvo un 15% más de consultas asociadas con el mal uso de los dispositivos digitales que en 2013. En la Fundación Manantiales, la organización dedicada a la investigación, prevención y asistencia integral de las adicciones, hubo un aumento de consultas del 70% desde 2010 hasta este año.
Establecer un límite entre el uso normal de los dispositivos y el que debe llevar a una consulta es difícil ya que se trata de elementos empleados cotidianamente, tanto por chicos como por adultos. Según Florencia Salvarezza, directora del Departamento Infanto-Juvenil de Ineco, «la gente les tiene miedo a las cosas nuevas, pero el problema no es que se usen las herramientas digitales, sino que sólo se haga eso. Las personas deberían poder regularse y si no, pedir ayuda».
Laura Jurkowski, psicóloga especialista en adicciones a Internet y fundadora de ReConectarse, el centro que abrió sus puertas a partir de la creciente demanda de orientación, explica: «Las personas consultan cuando empiezan a ver los mismos problemas que tienen los adictos a sustancias, como irritabilidad y ansiedad si no pueden conectarse. Y esto termina generando problemas en la familia, el trabajo y otras áreas».
Agustina tiene 20 años y es paciente de la Fundación Manantiales. «Pasaba tanto tiempo encerrada usando la computadora y el teléfono que descuidé el colegio, me alejé de mis amigos y mi única compañía eran los participantes de un foro de Internet. Realmente sentía que esas personas con las que chateaba eran mis amigos, que me conocían mejor que mis padres y que me comprendían completamente. Y si en mi casa intentaban limitarme el uso de la Web, estallaba, me largaba a llorar y trataba mal a todo el mundo. Hasta llegué a robarle el celular a mi hermano», cuenta.
«Actualmente existe un diagnóstico popular llamado FOMO (fear of missing out) o temor a quedar desconectado o fuera de circulación en las redes sociales, que suele afectar más a prepúberes y a mujeres. Se asocia con trastornos de ansiedad generalizada y fobia social -explica Gabriela Martínez Castro, directora del Ceeta-. Los adolescentes todavía no tienen una identidad formada, sino una identidad de grupo. Son en la medida en que pertenecen a un grupo como Facebook, Twitter, Instagram. A las mujeres también las afecta porque son multitasking, tienen muchos roles: laboral, familiar, social, académico.»
Prevención y tratamiento
En el mundo se habla de una terapia llamada digital detox, poco conocida en la Argentina, y que consiste en ofrecer experiencias turísticas y campamentos para desconectarse de la vida online y reencontrarse con la naturaleza, la espiritualidad y las personas. Aunque las propuestas en hoteles de lujo o paisajes naturales suenen tentadoras, la forma de prevenir y tratar los problemas asociados con el mal uso de las herramientas digitales debería ser otra, según los expertos.
En el caso de los chicos, «los padres tienen la responsabilidad de redireccionar el tiempo libre de sus hijos para que incluya actividades deportivas, juego simbólico, cognitivo, de mesa, solitario y grupal. Es muy fácil darles una tablet y desentenderse, es el famoso chupete», sostiene Salvarezza. Martínez Castro agrega: «Es importante que los padres les pongan límites a los chicos y que los incentiven a través de otros recursos para que, movilizados por el aburrimiento, utilicen más su creatividad».
Según los expertos consultados, los tratamientos para resolver este problema que se ofrecen hoy en la Argentina tienen como objetivo principal lograr un uso equilibrado de los dispositivos digitales, a partir de un abordaje general.
«A través de nuestras técnicas de psicoterapia cognitiva conductual, recomendamos empezar por apagar los dispositivos por períodos cortos, que con el tiempo se van extendiendo, hasta convertirse en momentos específicos, los de conexión», cuenta Martínez Castro sobre el Ceeta.
Pese a la paradoja, existen aplicaciones móviles para controlar el uso de redes sociales e Internet, como Checky o Socialnetworklimiter, que pueden servir de ayuda para regular el consumo digital.
Gastón Tejes y su hija Juana, que suele «retar» a su papá por el uso excesivo del celular. Foto: LA NACION / Silvana Colombo
Juana le llama la atención a Gastón. Le pide: «Por favor, dejá un minuto el teléfono y mirame a mí»; le dice que quiere contarle algo importante. Cualquiera podría pensar que es la clásica escena de una madre con su hijo adolescente. Pero no. Juana tiene ocho años y Gastón es su padre, quien reconoce a LA NACION que, en muchas ocasiones, sigue pendiente de su teléfono celular aun en los momentos que deberían estar dedicados exclusivamente a los hijos o a la familia, como en la mesa. «Me ha pasado en más de una oportunidad y está bueno reflexionar sobre el tema. La conectividad sin límites puede ser genial, pero también hay que aprender a darle un corte. Además, mal podemos restringirles a nuestros hijos el uso de la tecnología cuando nosotros no somos capaces de hacerlo.» Lo que le sucede a Gastón Tejes es un fenómeno global en crecimiento, y que los investigadores del Departamento de Pediatría del Centro Médico de la Universidad de Boston ya se encargaron de estudiar.
Para evaluar el fenómeno, los expertos se instalaron en distintos restaurantes de comidas rápidas durante dos meses para observar los patrones de comportamiento sobre el uso de los teléfonos celulares en los grupos en los que hubiera un adulto acompañado por uno o más niños menores de diez años. Los resultados fueron publicados en marzo pasado en la revista Pediatrics, y el equipo de expertos llegó a la conclusión de que la dependencia hacia estos dispositivos perjudica la relación entre padres e hijos.
¿Qué sucedió? De los 55 grupos observados, en casi el 75% de los casos los adultos utilizaron dispositivos móviles durante la comida. El grado de interacción con los celulares iba desde no sacar el teléfono o ponerlo sobre la mesa (menos del 10% de los casos) hasta usar el dispositivo casi en forma constante, lo que ocurrió en un total de 40 casos.
Según cada grupo, las actitudes de los niños variaban. «Algunos parecían aceptar la falta de atención y se entretenían solos. Los que estaban acompañados por otros niños jugaban y charlaban entre sí, y algunos reaccionaban con angustia y malos comportamientos, lo que solía provocar una respuesta de enojo sorpresiva por parte de los adultos», describieron los investigadores del estudio.
«Los adultos tenemos que aprender a racionalizar el tiempo que destinamos a nuestra actividad en línea. Hay que definir momentos libres de pantalla y, sobre todo, cuando se trata de la crianza de los hijos. Cuando uno se ausenta del vínculo presencial, le resta al chico potencialidad en su desarrollo psicoemocional. Ellos necesitan de la mirada del adulto, del estímulo, del tacto, de la atención exclusiva -señala el doctor Guillermo Goldfarb, secretario del grupo de trabajo en Tecnologías de la Información y Comunicación de la Sociedad Argentina de Pediatría (SAP)-. La oferta de conectividad es intrusiva, y recién ahora estamos aprendiendo a convivir con eso. Hay que entender que lo que se pone en juego es nada menos que el desarrollo de nuestros hijos.»
Como parte de su nueva campaña (compartituoreo.com.ar), la marca de galletitas Oreo realizó un estudio online sobre los hábitos de los padres y madres de hoy. En la encuesta, realizada por OH! Panel, más de la mitad de los 360 entrevistados estuvo totalmente de acuerdo con «la necesidad de jugar a otras cosas y generar diálogo con sus hijos por fuera de la tecnología», mientras que dos de cada diez adultos reconocieron que sus hijos les piden que usen menos el celular. Además, siete de cada diez piensan que los padres de hoy pasan poco tiempo jugando con sus chicos. Y más del 90% aseguró que, antes de salir de su casa, chequea llevar consigo el codiciado dispositivo.
Cuando los papás de Carmela anunciaron el destino de sus próximas vacaciones, la pequeña de diez años los sorprendió con una frase: «Antes del smartphone las vacaciones eran más lindas, porque mamá no estaba chateando todo el tiempo y mandando fotos a sus amigos». Para Silvina, la madre en cuestión, la observación de su hija se sintió casi como un cachetazo. «Me mató, y lo peor es que tenía razón.»
La psicóloga Eva Rotenberg, directora de la Escuela para Padres (escuelaparapadres.net), reflexiona sobre las actitudes que suelen tener los niños cuando los padres están hipnotizados ante sus dispositivos móviles. «Los niños más pequeños suelen hacer berrinches o tener actitudes definidas erróneamente como de mal comportamiento para recuperar la atención perdida, y los adultos suelen reaccionar con el enojo y poniéndolos en penitencia. En el vínculo entre padres e hijos falta comunicación, hablar cara a cara desde las emociones, lo que genera un verdadero problema en la construcción del yo y potencia la patología del vacío.»
Ni culpar ni demonizar
Para el doctor Mario Elmo, de la comisión directiva de la SAP, es importante no caer en la demonización de la tecnología y desterrar el mito de que antes los adultos eran más dedicados con sus hijos. «No existían los celulares, pero utilizaban otras formas de desatención. Hoy, el recurso tecnológico es el nuevo fenómeno de distracción social y hay que aprender a lidiar con eso. No hay que culpabilizar a los padres, sino más bien hacer una reflexión sobre el problema dentro del contexto social actual.»
En la infancia, dicen los especialistas, los padres modulan -entre otras cosas- la forma en que sus hijos luego establecerán sus propias relaciones. Por eso el contacto cara a cara, sin distracciones, es clave. «En muchos casos -dice la doctora María Inés Lupsz, pediatra del Hospital Posadas-, después de un lardo día de trabajo llegan a sus casas y siguen conectados. No logran desenchufarse. Los pediatras recomendamos a los padres poner límites a sus hijos frente a la computadora. Lo mismo vale para ellos.»