El “combo” y la decadencia intelectual del izquierdista moderno
Al igual que en un restaurant de comidas rápidas, el socialista de hoy tiene un combo para ofrecer: un menú único de consignas repetidas que invita al bostezo.
Por Marcelo Duclos.
La discusión en Argentina en base al aborto y la agenda de género me ha dejado una curiosa reflexión: ¿Por qué los socialistas modernos están de acuerdo en todos los tópicos? Aunque discutan electoralmente por frentes y partidos que proponen exactamente lo mismo (cabe recordar la batalla judicial en la última elección, donde se pelearon por el nombre los de la “Izquierda al Frente” con los del “Frente de Izquierda”) es muy difícil encontrar a dos socialistas por estos días que difieran en algo.
Los jóvenes de izquierda de hoy parecen haber comprado un combo de una cadena de comida rápida. Como se despacha la bebida, la hamburguesa y las papas fritas, el manual de la izquierda contemporánea vende un discurso que parece ser adoptado en general y sin críticas por los entusiastas partidarios.
Aunque algunos tengan más formación que otros, el “combo” es inevitable: el rechazo a Israel y a los Estados Unidos, la explicación de la explotación actual, que cuando no se puede justificar con individuos se explica con colectivos como países, la agenda de género, la defensa del aborto, el discurso de la redistribución y la desigualdad, etcétera. Siempre es lo mismo. Uno discutió con uno, y en lo concreto, es como si lo hubiese hecho con todos.
Esto que hoy es moneda corriente, no fue siempre así. Hace unas décadas, los jóvenes militantes de izquierda (a pesar de los errores conceptuales) se caracterizaban por un buen nivel cultural. Por estos días, la gran mayoría no leyó ni a los autores que defienden, ni siquiera a los resúmenes de divulgación. El combo se transmite de forma oral, o en el mejor de los casos, mediante un video de YouTube.
En las décadas del sesenta y setenta las discusiones de la izquierda eran más conceptuales: se debatía la estrategia política electoral versus la posibilidad de la lucha armada, discutían entre los apoyos entre la Unión Soviética o China, opinaban sobre las estrategias de coyuntura política sobre alianzas estratégicas y discutían espacios de poder para la difusión de las ideas, desde las iglesias hasta las universidades. Hoy, es absolutamente predecible lo que un joven de izquierda puede decir para defender a Nicolás Maduro o al régimen cubano: la desinformación de los medios de la derecha, el bloqueo y la presión de Estados Unidos, las supuestas mejoras inexistentes de los más necesitados. Todo es predecible. Todo es un bostezo.
Ricardo López Murphy suele recordar en sus conferencias que, en sus años de estudiante, un joven dirigente maoísta solía criticar enfáticamente la conformación voluntaria de las parejas. Su teoría era que los atributos físicos eran una de las principales fuentes de desigualdad, por lo que un ente centralizado en nombre de la justicia distributiva, debería dedicarse a otorgar las parejas por sorteo. Más allá de lo delirante de la propuesta, sin dudas que la discusión con personajes de esta índole harían mucho más entretenido el debate.
Del lado de los liberales, más allá del respaldo empírico del éxito de los modelos de las sociedades abiertas, nuestros debates son apasionantes. Aunque solemos caer en el error de “hablarles a los nuestros” cuando comunicamos ideas, nuestras discusiones son interesantes y acaloradas. El anarquismo de mercado versus el minarquismo, el aborto, la religión, austríacos contra monetaristas, las estrategias políticas, etcétera. La lista de discrepancias incluso se amplía a diario. Difícilmente por estas horas dos liberales argentinos no mantengan una acalorada discusión sobre la influencia del mediático Javier Milei en la televisión.
Si una persona pasa cerca de dos liberales discutiendo, seguramente piense que el debate es entre dos enemigos conceptuales, dado el nivel de intensidad de la cuestión. Más allá de acordar en el 95% de las cosas, es cuestión de sentar en una mesa a un grupo de liberales para que el 5% de diferencias aflore, monopolizando la discusión y que se genere un interesante debate.
Sin embargo, la pobreza conceptual de los jóvenes socialistas y la amplitud de los liberales, habla mejor de ellos aunque parezca paradójico. Aunque no cuentan con herramientas argumentativas, tengan la evidencia empírica en contra y no se les caiga una idea original, siguen siendo la cultura dominante y su radio de influencia es más efectivo dentro del mayoritario espectro no ideológico. Esta situación nos obliga a ser más eficientes y remontar una lucha, que aunque contemos con mejores armas, todavía la vamos perdiendo.
“Resignificar” la historia, una herramienta de propaganda socialista
“Quien controla el pasado controla el futuro, quien controla el presente controla el pasado.”
Por Mamela Fiallo Flor.
En la Edad Media, la invención de la imprenta expandió el alcance y difusión del conocimiento. En la segunda mitad del siglo XX la televisión en el hogar permitió ver sucesos en tiempo real a pesar de la distancia. Eso complicó conservar el relato de los defensores del socialismo, ya que estaba a la vista la miseria y represión en los regímenes de turno.
Así nace la posmodernidad; del desencanto, del rechazo a lo previo y debido a la necesidad de reforma. Los pensadores de la época se vieron ante el reto de desvincular la teoría de la práctica para difundir sus ideas, no desde la evidencia sino desde la dialéctica. “Resignificaron” los conceptos, sucesos y ahora logran convertir a verdugos en héroes.
Uno de los principales autores y creador del “pensamiento débil”, el filósofo y político italiano Gianni Vattimo, sostiene que en la posmodernidad “lo importante no son los hechos sino sus interpretaciones”.
Propone un comunismo débil, distinto a la represión y hambruna de la Unión Soviética y China. En su obra Hermenéutica comunista cita como ejemplo a Hugo Chávez en Venezuela, Luis Inácio Lula en Brasil y Evo Morales en Bolivia, a quienes dedica su obra. Pretende resignificar el comunismo, o sea volver a significar. Es decir, cobra un nuevo significado, sentido e incluso valor.
“Quien controla el pasado controla el futuro, quien controla el presente controla el pasado”, decía George Orwell en su novela 1984, donde advertía al Reino Unido y el mundo cómo sería el futuro si gobernase el socialismo internacionalista.
Luego de décadas de militancia socialista, Orwell pudo ver desde adentro cómo se manejaba esta ideología que requiere la anulación del individuo en pos del colectivo, al punto de sacrificar la voluntad, el pensamiento y el sentimiento personal.
Este proceso se evidenció en Cuba, en la década de los sesenta. Bajo la consigna “el trabajo os hará hombres”, el Che Guevara condenaba a los homosexuales a campos de trabajo forzado. En cada Unidad Militar de Ayuda a la Producción (UMAP) quienes no eran considerados “aptos para la revolución” debían “hacerse hombres” por la fuerza.
Sin embargo, el socialismo actual, resignificado, no solo no lo castiga a este líder de izquierda, sino que lo promueve: ahora el rostro del Che aparece en banderas y sobre los cuerpos de los manifestantes de las marchas del orgullo gay. Igual ocurre con Eva Perón. Hoy en día en las marchas feministas de Argentina se repite la consigna “si Evita viviera, sería tortillera”, aduciendo que sería lesbiana en jerga local.
Sin embargo, la evidencia indica que Evita, quien fue primera dama, era abiertamente antifeminista. Así lo aclaró en su discurso El paso de lo sublime a lo ridículo:
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Parecían estar dominadas por el despecho de no haber nacido hombres, más que por el orgullo de ser mujeres.
Creían entonces que era una desgracia ser mujeres… Resentidas con las mujeres porque no querían dejar de serlo y resentidas con los hombres porque no las dejaban ser como ellos, las “feministas”, la inmensa mayoría de las feministas del mundo en cuanto me es conocido, constituían una rara especie de mujeres… ¡que no me pareció nunca mujer!
Y yo no me sentía muy dispuesta a parecerme a ellas.
Un día el General me dio la explicación que yo necesitaba.
“¿No ves que ellas han errado el camino? Quieren ser hombres. Es como si para salvar a los obreros yo los hubiese querido ser oligarcas. Me hubiese quedado sin obreros…”
En este discurso se refleja la voz del líder populista, al igual que Marx y Engels, equiparando a la mujer al proletario y al hombre con el burgués, obrero y oligarca en la versión nacionalista del socialismo.
A su vez, se ve (y escucha) que Evita no solo renegó de la ideología y conducta feminista, sino que confesó abiertamente el amor por su esposo, por ende su heterosexualidad.
Pero esto en la posmodernidad es irrelevante. No importan los hechos sino el significado que se les da.
Así permitió que el Che Guevara sea el ídolo de los homosexuales, aunque los reprimía, y Evita de las feministas, pese a que las consideraba ridículas, resentidas, feas y envidiosas de no haber nacido hombres.
—Mamela Fiallo Flor traduce al inglés en el PanAm Post. Es profesora universitaria, traductora, intérprete y cofundadora del Partido Libertario Cubano – José Martí e integrante del Área de Estudios Políticos de la Fundación LIBRE.
El socialismo del siglo XXI: de fracaso en fracaso
Por Emilio Cárdenas.
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Cuando el fallecido Hugo Chávez gobernaba autoritariamente a Venezuela, calificó pomposamente a su experimento económico marxista de: «Socialismo del siglo XXI». Para así tratar de disimular la realidad, desde que la larga y triste experiencia cubana era ya evidentemente aleccionadora para la región toda, mostrando que ese presunto «sistema económico» termina en la postergación de los pueblos que de pronto son sometidos al mismo y en el deterioro manifiesto de sus niveles de vida. Peor aún, también en lo que, en el plano de la política, se ha dado en llamar las «dictaduras constitucionales».
Hoy, la situación económico-social de los tres países de nuestra región que de pronto fueran sumergidos en ese experimento acredita lo señalado. Me refiero a Cuba, Venezuela y Nicaragua.
Todos ellos establecieron, desde el Estado, mecanismos repulsivos de «control social», reñidos frontalmente con la democracia.
Así, transformaron a sus Poderes Judiciales en meros agentes del Poder Ejecutivo, sin independencia real alguna. Gobernaron a través de un partido único, que adormeció -o eliminó- a la oposición y rechazó las disidencias. Y sometieron a las autoridades electorales de sus respectivos países a la voluntad exclusiva del partido gobernante, de modo de transformarlas en instrumentos utilizados descaradamente para tratar de perpetuarse en el poder. Nada de ello tiene color democrático. Más bien, todo lo contrario.
En Venezuela, altos agentes cubanos de inteligencia fueron contratados abiertamente y, en algunos casos, hasta fueron designados como funcionarios públicos, a la vista de todos. Nadie invocó aquello de la «intervención en los asuntos internos de otros Estados». El silencio cómplice de muchos destiñó lamentablemente las pocas críticas aisladas.
Por lo demás, pese a que Venezuela es el país del mundo con las mayores reservas de hidrocarburos, hoy la ineficacia y la perversa actitud ideológica de los funcionarios públicos del país caribeño lo han enterrado en la pobreza, el desabastecimiento, la hiperinflación y en una situación lamentable de corrupción endémica.
No sólo eso, su producción petrolera está en su nivel más bajo de las últimas tres décadas y ya no alcanza siquiera para generar las divisas necesarias para pagar las importaciones requeridas para alimentar a su población, puesto que, insólitamente, Venezuela es -desde hace rato ya- una nación incapaz de alimentarse a sí misma.
A todo lo que se suma que algunas de sus más altas autoridades civiles y militares están siendo internacionalmente investigadas por presuntas violaciones de los derechos humanos de su pueblo y aparentes vinculaciones con el narcotráfico. De allí que se califique a Venezuela de «narco-estado».
Cuba, por su parte, es ya la definición misma de la escasez de prácticamente todo. Incluyendo, por cierto, a la libertad. Su pueblo tiene uno de los niveles de vida más bajos de la región, que supera sólo al de El Salvador. Con medio siglo continuado de marxismo y autoritarismo al hombro, esto hoy ya no sorprende demasiado a nadie. Era, más bien, de esperar. Ante la lamentable situación económica venezolana, la llegada de sus subsidios «fraternales» a Cuba -que comenzaron a pagarse en 1992, hace entonces ya más de dos décadas- se ha sustancialmente evaporado, empeorando repentinamente las cosas.
Nicaragua, que mantuvo una economía donde el sector privado sigue siendo un partícipe clave, también ha visto desaparecer los subsidios venezolanos. Hoy está envuelta en un creciente caos, en medio de las airadas protestas de un pueblo que parece harto de vivir sometido a la voluntad política de Daniel Ortega y de su intrigante y ambiciosa esposa: Rosario Murillo. Esas protestas se han reiterado y extendido, mientras las muertes de decenas de civiles inocentes generadas por la desaprensiva represión policial y por los matones a sueldo de Daniel Ortega siguen creciendo, muy desgraciadamente.
Hablamos, sin embargo, de tres regímenes autoritarios, pero longevos. Cuba lleva casi sesenta años en manos de sus dictadores marxistas. Venezuela, por su parte, ha estado ya nada menos que 19 años sumergida cada vez más en el marxismo, en su versión más torpe y populista. Y Nicaragua, por su parte, ha comenzado a crujir socialmente con alguna sonoridad y es testigo de protestas callejeras que no sólo son enormes sino que, además, son reiteradas. A lo que ahora se suma la aparente disconformidad de sus Fuerzas Armadas, que de pronto es notoria.
Tarde o temprano, las cosas previsiblemente cambiarán en esos tres países. Con sus propios ritmos y caminos. Todos, de un modo u otro, se sacudirán de encima por si mismos el marxismo que los asfixia y paraliza. No obstante, nada luce inminente.
Pero lo cierto es que el «socialismo del siglo XXI» como propuesta ha fracasado visiblemente y los daños que genera y el malestar que ya ha provocado -y sigue provocando- están a la vista de todos.
El actual estado de cosas, por sus consecuencias y por las inevitables tensiones que provoca, difícilmente pueda prolongarse mucho tiempo más. Se cierne entonces sobre todos ellos una temporada de tormentas.
Twitter estalla contra la RAE por su definición de comunismo
En el 148 aniversario del nacimiento de Lenin, que se celebraba ayer, las redes sociales clamaron contra la Academia por no incluir «totalitario» en la acepción del término.
Lenin y Stalin, dos de los personajes más relevantes en la historia de la Unión Soviética. .
MADRID — «Doctrina que establece una organización social en que los bienes son propiedad colectiva». «Movimiento y sistemas políticos, desarrollados desde el siglo XIX, basados en la lucha de clases y en la supresión de la propiedad privada de los medios de producción». Son las dos acepciones que el diccionario de la Real Academia Española (RAE) incluye en la entrada de «comunismo», que ayer 22 de abril, a causa del 148 aniversario del nacimiento de Lenin, despertó un acalorado debate en Twitter. ¿El motivo? Que no incluye la palabra «totalitario» en ninguna de las dos acepciones, algo que sí ocurre con el fascismo y el nacionalsocialismo.
Bajo el hagstag #RAEComunismoEsTotalitario -que fue trending topic durante toda la tarde de ayer- varios usuarios de la red social afearon a la Academia la falta de este adjetivo en la definición de la ideología creada por Karl Marx en el siglo XIX. Muchos de los turiteros sacaron a relucir las millonarias cifras de muertos durante el gobierno de Stalin en la extinta URSS. Durante el tiempo que este comunista natural de Georgia se mantuvo en el poder (de 1922 a 1952) varios millones de personas perdieron la vida a causa de sus políticas; ya fuera debido a los trabajos forzados en los gulags, a las hambrunas que asolaron territorios como Ucrania o Kazajstán, o a la realización de ejecuciones sumarias..
Otros tuiteros han querido acordarse también de los líderes de izquierda españoles del momento; como Pablo Iglesias, Alberto Garzón o Pablo Echenique. Muchos de ellos han sido protagonistas de los memes que algunos usuarios de esta red social han adjuntado junto a sus mensajes. De este modo, si teclea #RAEComunismoEsTotalitario, se encontará, por ejemplo, con imágenes de Iglesias, Garzón y Errejón caricaturizados como el grupo musical Los Chunguitos. Imágenes que aparecen acompañando a otras en las que se comparan fotos de una concentración republicana con las de un mitin nazi.
Como suele ocurrir en estos casos, al poco tiempo han comenzado a pronunciarse usuarios de Twitter favorables a la actual acepción que tiene la palabra comunismo para la RAE. Estos han tratado de defender a golpe de tuit la labor llevada a cabo por gobiernos marxitas a lo largo de los años.
A pesar del revuelo generado en redes sociales, desde la RAE se afirma que, al menos hasta el momento, no se ha solicitado ninguna revisión de la acepción «comunismo», lo cual es un requisito indispensable a la hora de cambiar la definición que se da desde la Academia a una palabra.
El socialismo es la fanática insistencia en el error sostenido en la mentira
Hay dos tipos de socialismo, los que han colapsado y los que colapsarán.
Por Guillermo Rodríguez González.
El socialismo se pudiera definir como la terca insistencia en el error. Se ha intentado de una u otra forma desde mucho antes de lo que a sus partidarios les gusta admitir, siempre contra viento y marea, para siempre fracasar, dejando montañas de cadáveres entre la inconmensurable destrucción material y moral de las sociedades sobre cuyas ruinas se enseñoreó.
Sus partidarios siempre dirán que lo que ya colapsó “no era socialismo”. Y que sí lo es, lo que todavía no ha colapsado. Eso dirán, hasta que colapse finalmente sin remedio. Entonces insistirán con la misma acomodaticia convicción en que “no era socialismo”. Como para sostenerse tercamente en su error deben insistir recurrentemente en la mentira, su socialismo será el error sostenido en la mentira.
¿Pudiera ser cuestión de grados? Hay sociedades en que la idea socialista se aplica parcialmente, causando daño limitado. De restar suficientes elementos capitalistas para diluir el veneno socialista en un sistema mixto, aparentarán –por algún tiempo– algo tan mítico como un “socialismo exitoso”. Pero siempre habrá dos mentiras en eso:
No son socialismos plenos –como aquellos en los que el socialismo prevalezca clara e indiscutiblemente sobre lo poco de capitalista que pudiera subsistir sojuzgado– sino sistemas mixtos con mucho y muy importante contenido capitalista. Su parte socialista es únicamente un lastre que desacelera y entorpece la productividad de la parte capitalista.
No se puede sostener por demasiado tiempo un contenido importante de socialismo en un sistema mixto, sin que la distorsión de los incentivos termine por debilitar severamente la parte capitalista remanente, al punto que no pueda producir más de los que la parte socialista destruye. Todo supuesto “socialismo exitoso” eventualmente dejará de ser socialista, o de ser exitoso.
La idea socialista
Pero ¿Cuál es la idea central del socialismo? ¿La que sería indiscutiblemente común a todas sus variopintas versiones? En eso ha sido útil la definición del revolucionario aristócrata que impuso el primer socialismo que retuvo el poder por décadas: Vladimir Uliánov (Lenin). Poco conocido, y algo que fue secreto de Estado soviético, es que los Uliánov eran miembros de la baja nobleza; como poco conocido es que Lenin al tomar el poder en Petrogrado se propuso apenas mantenerlo más tiempo que la efímera Comuna de París.
Muy conocido es que definió el paso del capitalismo al socialismo por el momento en que el Estado toma los “centros de comando” de la economía. Es discutible que sería, o dejaría de ser, un “centro de comando” de la economía. Pero establece el primer punto en el que el control de medios de producción por el Estado hace a una economía socialista.
La inviabilidad del socialismo
Ludwig von Mises, el primer economista que explicó la radical e irresoluble inviabilidad económica del socialismo como sistema económico, consideraba que: “El socialismo es el paso de los medios de producción de la propiedad privada a la propiedad de la sociedad organizada, el Estado”, aclarando que “si el Estado se asegura una influencia cada vez más importante sobre el objeto y los métodos de la producción, si exige una parte cada vez mayor del beneficio […] al propietario […] sólo le queda […] la palabra propiedad, vacía de sentido, pues la propiedad misma ha pasado enteramente a manos del Estado.” Son similares las definiciones de socialismo de Mises y Lenin.
El economista Friedrich von Hayek profundizó esa teoría de la inviabilidad del socialismo de Mises –concentrada en la imposibilidad del cálculo económico en un sistema que impide la formación de precios– llegando al problema general de la imposibilidad de transmitir conocimiento disperso por un sistema que al intentar centralizarlo impide su formación misma. En La fatal Arrogancia, explicó al socialismo como error de hecho.
Resultó inmediatamente obvio que tal error es común a todo socialismo: de utopías filosóficas de la antigüedad, y variantes religiosas en diferentes civilizaciones, a milenarismos comunistas medievales y renacentistas, socialismos cristianos y socialismos ateos, apoyados en totalitarios dogmas de fe para autodenominarse científicos. Con socialismos voluntarios, de falansterios de Fourier a Kibutz israelíes. O totalitarias y brutales variantes neopaganas del siglo pasado –como el nacional-socialismo alemán. Hasta la parte folclórica y malcriada del socialismo occidental contemporáneo. Y el casi infinito etcétera.
Hayek abrió –y recorrió– camino a las raíces de la maligna idea socialista. Estableció algo común a todas sus variopintas versiones: La pretensión –imposible– de reconstrucción voluntariosa e integral del orden social completo. En sus propias palabras, los partidarios de la idea socialista: “perciben la realidad de manera distinta […] y erran en cuestiones de hecho” debido a que simplemente tienen “una falsa apreciación […] de cómo la información requerida surge y es utilizada por la sociedad.”
Desconocer, negar o pretender superar, que la naturaleza dispersa, circunstancial y subjetiva de la información exige la decisión descentralizada para la armonía del orden evolutivo de la sociedad compleja, es lo que él bien llamó la fatal arrogancia del socialismo.
Hayek también nos reveló que ese error de hecho socialista partía de la atávica aspiración de imponer al complejo y descentralizado orden espontaneo de la sociedad civilizada, el simple orden centralizado del igualitarismo primitivo. Cómo Schoeck reveló que es la envidia, el ancestral elemento instintivo que está en la raíz de esas erróneas creencias y primitivas pretensiones socialistas. Entenderlos es vital para comprender cómo y por qué ese error sostenido en la mentira, depende de la fanática –y radicalmente falsa– creencia en el bien transcendente y total de la idea socialista. Porque así justifican los socialistas, sus pequeñas miserias a sus grandes crimines, fracasos y mentiras.
—Guillermo Rodríguez González es investigador del Centro de Economía Política Juan de Mariana y profesor de Economía Política del Instituto Universitario de Profesiones Gerenciales IUPG, de Caracas, Venezuela. Síguelo en @grgdesdevzla
La izquierda se mueve siempre en un plano ideal e impoluto, angelical. El plano de las utopías. Cada vez que agarra la manija, mete la mano en la lata, administra todo como si fuera suyo, aplica su natural intolerancia, se transforma en un fascismo. El fascismo estalinista, el fascismo de Maduro, etc.
Autor: Occam Occam (@corraldelobos)
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Escribe el periodista @GabyLevinas que “No hay nada más de derecha que, habiendo tantos recursos, dejar un país con 30% de pobreza, sin infraestructura y sin educación”.
Sin pretender refutarlo sino entenderlo, y sin hacer hincapié en su caso personal, tan solo diremos al respecto que Levinas se encolumna, entusiasta, en la larga fila de los que esquemáticamente identifican la izquierda con el Bien y la derecha con el Mal. Izquierda es salud, derecha es enfermedad; izquierda es amor, derecha es odio; izquierda es medio ambiente, derecha es contaminación; izquierda es producción, derecha es especulación; izquierda son industrias, derecha son bancos; izquierda son artesanos, derecha son policías, y así en un etcétera infinito.
Esa bella imagen en claroscuro maniqueo es por supuesto muy endeble. Es difícil ser, por ejemplo, ecologista e industrialista al mismo tiempo. O materialista e idealista. O demócrata y elitista. O perseguir la excelencia y buscar la igualdad. O aspirar a la prosperidad general deplorando la generación de riqueza. O ser pobrerista y sibarita. O repudiar la violencia pero sin reprimir al violento. Pero en fin, con la mentalidad del niño, que quiere todos los juguetes y las golosinas al mismo tiempo, que no puede elegir porque no está dispuesto todavía al sacrificio, construye un universo paralelo utópico, ajeno al sufrimiento y colmado de virtudes y placeres.
Lógicamente, ese castillo en las nubes se esfuma cuando la utopía se encuentra con la realidad, con el desafío de su aplicación en el plano práctico. Allí suele desembocar en una pesadilla más o menos invivible, con un control social irrespirable, un dirigismo autoritario, una planificación total y una gestión económica absoluta (o casi) que hace aguas por todas partes en ineficiencia y escaseces, y una corrupción intrínseca que genera rápidamente un nuevo clasismo de hierro entre el funcionariado burócrata-militante enriquecido y la ciudadanía de a pie empobrecida en igualdad.
Cuando pasa eso, el izquierdista tierno (le tomamos prestado el adjetivo a Espert) siempre busca una explicación que lo devuelva al solaz y la tranquilidad moral de sus convicciones a través del siguiente apotegma: Cada vez que un gobierno izquierdista hace lo que todos los gobiernos izquierdistas, se transforma automáticamente en gobierno de derecha.
La consecuencia práctica, lógicamente, debería ser que la izquierda no puede gobernar, y que debe mantenerse expectante en el plano de la intelectualidad (que domina con uniformidad aplastante, anclada en Frankfurt y el Mayo de 1968), o incluso en el marco de propuestas más o menos extravagantes a partir de una minoría parlamentaria. Sin embargo, no sólo persiste con una tozudez digna de las grandes gestas, sino que incluso impone la agenda de manera tan urgente, intensa y acuciante (magnificada por el brazo mediático), que sus imperativos y solo ellos, ocupan las políticas de todo gobierno: la igualdad se garantiza aumentando la presión impositiva para que luego el Estado redistribuya en planes sociales, subsidios, gratuidades y medidas de fomento; en lo educativo, bajando la vara lo suficiente para que todos pasen de grado sin mayor esfuerzo y consigan un diploma para colgar de un clavito; en lo sanitario, estableciendo intervenciones gratuitas que nada tienen que ver con la misión de prevenir ni con el arte de curar; en lo cultural, legitimando desde lo excelso hasta lo abyecto, poniendo en plano de igualdad La traviata y El humo de mi fasito; en lo social despenalizando conductas desde la vía legislativa o más frecuentemente, desde la práctica judicial; o bien equiparando las situaciones deseables con las anómalas, diluyendo todo en un marasmo de relativismo moral.
Porque la izquierda es el Bien y la derecha es el Mal, pero la izquierda a su vez deplora los conceptos de Bien y de Mal. Así entonces, ser bueno es desconocer que existe lo bueno y lo malo, lo lindo y lo feo, lo correcto y lo incorrecto, la sabiduría y la ignorancia, la salud y la enfermedad, el talento y la mediocridad, el éxito y el fracaso, la ley y el delito, la propiedad y el robo, la virtud y la perversión.
El resultado llega más temprano que tarde: el que parte y reparte se lleva la mejor parte, y el funcionariado sentado sobre una montaña de dinero de los contribuyentes anónimos tiende a pensar que nadie va a echar en falta un par de fajos de billetes más o menos, o una bolsa de papel madera, o un paquete termosellado de crujientes violetas de €500. Incluso se justifica. Tanto esfuerzo por planificar, dirigir, recaudar, distribuir, armar los pliegos y licitar, adjudicar y certificar las obras (o los inicios de obra) tiene que tener su recompensa. Y también, el diezmo para la política, para que nuestra fuerza tenga autonomía de movimiento frente a las corporaciones, independencia de criterio ante los poderosos, capacidad de enfrentar al imperialismo. Y luego, ya agrandados, en un proyecto milenarista, ¿qué mejor que expropiar a los poderosos y administrar todo desde el gobierno?
Paralelamente, el nivel educativo desciende casi hasta el analfabetismo funcional, se empobrece el lenguaje, se desincentiva la curiosidad y la competencia, la cultura se degrada, el plan de vida en general gira hacia el aburrimiento, el entretenimiento burdo y grosero, la droga recreativa, la promiscuidad, el delito.
Esa consecuencia sociocultural no desalienta al “proyecto”, más bien todo lo contrario. Estimula sus anhelos por eternizarse, al ser sometido al referendo cuatrienal de una población apática y sin mayores aspiraciones que la de una línea de merca, la jarra loca, el perreo y El humo de mi fasito, arrastrada por una juventud entusiasta y militante, pletórica de simbología, de relato y de canciones de hinchada, y en general rentada con algún cargo público en un organigrama cada vez más desmesurado y estrambótico.
A todo ese circo se lo denomina campo popular, y genera una democracia plebiscitaria que solo rige por 10 horas durante al acto electoral, y que implica algo así como firmar un cheque en blanco para que el régimen luego imponga su decisión sin restricciones ni cortapisas por 4 años. Quien se queje es el antipueblo, el aventajado, la derecha mala que no quiere que el campo popular sea feliz, cante y baile a la madrugada de un martes en todas las esquinas, que procree deportivamente, que disfrute del decodificador gratuito en su rancho de cartón y chapas.
El Estado absorbe la mano de obra que su propia intervención expulsa del mercado de trabajo, o la contiene mediante subsidios de desempleo y planes sociales variados. Así genera una clientela fiel y barata de votantes para mantener el nuevo statu quo. La certeza de la eternidad en el poder relaja cualquier prurito subsistente, y la corrupción comienza a ser flagrante y ostensible. Las rutas no sólo no se terminan, sino que ni siquiera se empiezan, los anticipos de obra comienzan a ser desproporcionados, los funcionarios se ponen a ostentar con fasto, y esa ostentación es signo de respetabilidad. Porque éste la sabe hacer. Se genera una nueva jerarquía en función de los metros cuadrados cubiertos, las hectáreas de estancia con espejo de agua propio y la climatización de la piscina.
Cuando el hombre de la izquierda sibarita percibe que el país bajó 50 escalones en las pruebas PISA, que la pobreza creció en forma alarmante, que reina el descontrol, la inseguridad y la violencia en las calles, que los funcionarios ostentosos regañan a los periodistas como a chicos impertinentes por cadena nacional o buscan cerrar sus medios o comprárselos con sus testaferros, se empieza a inquietar. Desde su silla BKF, con su habano doble corona humeando en la diestra, acariciando a su gato de pelo largo con la siniestra, un vaso gordo de dorado Macallan 36 sobre un libro de Pierre Bourdieu en la mesita, y escuchando un vinilo de Thelonious Monk, comienza a experimentar un sobresalto espiritual.
Ahí es cuando atisba nuevamente el apotegma salvador, aquél que ha acudido tantas veces para su sosiego: Cada vez que un gobierno izquierdista hace lo que todos los gobiernos izquierdistas, se transforma automáticamente en gobierno de derecha.
Recuerda las innumerables decepciones y ratifica su criterio de pureza. Él se ha mantenido siempre en su mismo sitio, los que se han movido de la izquierda, los que han traicionado los altos principios idealizados, son los que gobiernan. Se toma el poder con la izquierda pero se gobierna con la derecha, se dice. Reconoce que ha simpatizado con el gobierno de izquierda y lo ha acompañado con su voto y su opinión por varios años. En todo caso, ha pecado de ingenuo, de cándido. No ha visto, no ha podido ver, no se ha imaginado, hasta qué punto ese gobierno se empapaba de Mal, se hacía de derecha, hasta que la cosa ya no dio para más.
Una vez que ha podido explicarse el nuevo fracaso, vuelve a entrecerrar los ojos y a disfrutar de las evoluciones caprichosas de ese piano virtuosamente endemoniado en Brilliant Corners, mientras exhala una voluta de humo cubano, apenas más consistente que su idea.
Hemos escrito bastante sobre la gran tergiversación en los términos que significa la populista “derechos sociales” o “estado social”, “organizaciones sociales”, etc. Todas fórmulas y expresiones que ocultan un significado muy diferente al que quieren aparentar y que -en definitiva- esconden como objetivo el logro de porciones de riquezas que deberán ser detraídas a unos para ser entregadas al grupo que se oculta tras el adjetivo “social”.
“[…] los derechos individuales han pasado de ser “negativos”, una esfera protegida de acción, a “positivos” una exigencia de materialización de beneficios concretos que inevitablemente exige quitar a unos para dárselo a otros.”[1]
Antiguamente, la única noción concebible -tanto jurídica como filosófica y económicamente- era la de derechos individuales. Todo el mundo, en épocas ya idas, tenía clara conciencia de qué significaban estas palabras unidas, y nadie cuestionaba la claridad de su sentido, al punto que había un gran consenso en cuanto a que separados estos vocablos perdían total representación. Hoy en día las cosas al respecto han cambiado bastante.
“Las libertades sancionadas por las cartas constitucionales de los siglos XVIII y XIX proporcionaban espacios y garantías para la acción libre del hombre, pero no atribuían ventajas sustantivas a nadie. Eran derechos absolutos (incondicionales) porque no tenían “coste”, porque su satisfacción no exigía la cooperación forzosa de los demás.”[2]
No eran derechos positivos sino negativos, en el concepto de que tales garantías constitucionales aseguraban que nadie pudiera interferir con las acciones, libres, voluntarias y lícitas de toda persona, reconociendo la misma obligación negativa hacia los demás. En algunos casos, los autores se refieren a ellos como derechos naturales, propios e inherentes a la condición humana, y por esto recibían este nombre. Constituían la órbita de conducta donde cada uno -sin lesionar los iguales derechos del prójimo- podía hacer lo que se le viniera en gana.
“Si tengo derecho a trabajar y nadie quiere contratarme, alguien (el gobierno) debe forzar a otro para que lo haga. Así, los derechos iguales para todos del liberalismo clásico se han transmutado en desiguales, en discriminaciones. Los modernos derechos sociales son costosos y además generan expectativas de satisfacción crecientes que inexorablemente se traducen en un deterioro, por no decir, en un creciente quebranto de los primeros.”[3]
Los “derechos sociales” son la más pura expresión de la negación del Derecho mismo, y son la causa de todos los males sociales (aunque resulte paradójico). Se tratan -como han expresado profundos pensadores, como el Dr. Alberto Benegas Lynch (h)- de pseudoderechos. Sin embargo, es la corriente imperante y dominante, no sólo en el campo jurídico sino en el económico que es donde más daño causan, ya que para que se cumplan tales “derechos sociales” se deben violar los derechos naturales de otra persona o de un conjunto de ellas. La misma necesidad de tener que calificar la palabra derecho, que ha perdido su sentido univoco para pasar a adquirir otro equivoco, nos da la pauta del caos legislativo y económico en la materia en el que se vive.
“Los derechos, que resultan significativos, son los derechos naturales, no los que se confieren por una autorización legislativa. Los llamados “derechos sociales” de hoy en día no son “derechos” y, sin dudas, no son “programas de ayuda social” pues nadie tiene la facultad de ayudar a expensas de otro; son más bien demandas que la sociedad puede o no satisfacer.”[4]
Participamos de la utilización de la locución derechos naturales que consideramos auténtica y la adecuada para expresar la naturaleza y esencia de los verdaderos derechos a los que antiguamente no era necesario adjetivar. Como bien expresa el autor que ahora comentamos, los derechos jamás provienen de la ordenanza gubernamental, ni de decreto, ni aun de ley positiva alguna. El poder político ha de reconocer los derechos individuales o naturales, mas no puede crearlos y, por supuesto, mucho menos abolirlos. Así, la Constitución de la Nación Argentina reconoce tales derechos individuales, aunque -lamentablemente- después de la infortunada reforma sufrida en el año 1994 su texto se vio desnaturalizado por completo.
“Y no obstante, en las democracias industriales modernas, a un gran número de ciudadanos se les exige trabajar para mantener a otros: en Suecia, el Estado más retrógrado en este sentido, por cada ciudadano que se gana la vida, 1.8 son mantenidos completa o parcialmente por los impuestos que él debe pagar; en Alemania y Gran Bretaña la proporción es de 1:1, y en los Estados Unidos de 1:0.”[5]
Si este es el panorama de las democracias industriales modernas imagínese el lector cual será el de los populismos latinoamericanos, donde del asistencialismo social se ha hecho más que una cultura, sino un culto mismo, y en los cuales postular la disminución o eliminación de los programas sociales de “ayuda” (en el caso particular de Argentina conocidos como “planes sociales”) es un tema tabú y merecedor de la más severa condena social para quien siquiera lo insinúe.
“Los pensadores comunistas y fascistas insistieron en que las personas somos sólo títeres de los supuestamente inapelables “capitanes de la industria”, un argumento falaz pero atractivo y conveniente para justificar que la política nos recorte o arrebate la libertad. Podemos decir que estamos en manos de leyes históricas inapelables, como diría Marx, o de héroes imprescindibles, como diría Carlyle, o de sombríos poderes económicos, como han sostenido cientos de artistas.”[6]
Para evitar esto, los propios comunistas han propuesto -como lo aclara el mismo autor líneas más abajo- la creación de los denominados “derechos sociales”. Es justamente en esos falsos “males” invocados por socialistas y fascistas (como los nombrados) que se sostiene que estamos “necesitados” de “derechos sociales”. Lo que realidad quieren es suprimir los únicos derechos reales existentes: los individuales o naturales (como lo han hecho y lo continúan haciendo). La idea de fondo es que el gobierno pueda manejar nuestras vidas y recursos como mejor le parezca.
[1] Lorenzo Bernardo de Quirós “Las consecuencias políticas del liberalismo: La declaración de derechos y el debido proceso”. Seminario Internacional sobre la Democracia Liberal. Democracia, Libertad e Imperio de la Ley. Sao Paulo. 15/16 de mayo Pág. 18-19.
Alfredo Bullard comenta la incredulidad de los alemanes orientales cuando se toparon con estanterías abarrotadas de frutas frescas día tras día.
En los 90 visité Berlín. Hacía pocos años (1989) había caído el muro que separaba a las dos Alemanias. Para mi sorpresa, no quedaban muchas evidencias de que allí había existido un muro que había dividido el mundo en dos.
Por razones de trabajo me reuní con varios funcionarios públicos alemanes. No pude resistir preguntarles cómo habían sido los días previos y siguientes al derrumbe del muro. Escuché muchas historias interesantes. Pero un relato es mi favorito.
En los días siguientes a la caída del muro, el Gobierno de Alemania Occidental decidió, como una señal de fe y confianza en la reunificación, entregar una pequeña cantidad de dinero a los alemanes orientales que cruzaban la que había sido una de la fronteras más inexpugnables del mundo. La idea era que los alemanes orientales experimentaran qué significaba vivir en un sistema económico diferente.
Estos alemanes se dirigían entonces desesperados a las tiendas a comprar los más diversos productos. Pero mostraron una clara preferencia por la fruta; en especial, por las naranjas y los plátanos. Aparentemente, en el lado soviético del muro esas frutas eran virtualmente inexistentes.
Los visitantes se lanzaban desesperados sobre las naranjas y plátanos, llenaban bolsas y cajas o trataban de sujetar torpemente entre sus brazos la mayor cantidad de unidades para llevarlas a sus casas.
Al día siguiente, regresaban al lado occidental de Berlín y no podían creer lo que veían sus ojos. Las góndolas, virtualmente saqueadas por los compradores el día anterior hasta no dejar ni un plátano y ni una naranja, estaban nuevamente llenas de plátanos y naranjas.
Los alemanes orientales repitieron entonces el ritual del día anterior y volvieron a llevarse todas las unidades que sus brazos les permitían cargar. Y así lo hicieron varios días seguidos hasta que descubrieron que siempre los anaqueles volvían a aparecer llenos de plátanos y naranjas.
El funcionario que me relataba esta historia me dijo que se hizo amigo de uno de los visitantes orientales. Este, intrigado por la aparición mágica de plátanos y naranjas, le preguntó quién era el genio que organizaba todo para que reapareciera la fruta todos los días. Cuando le explicó que nadie, que así funcionaba el mercado, su amigo no le creyó. De hecho, dice que lo interrogó por varios minutos tratando de descubrir cuál era la mentira y si le ocultaba el nombre de la persona o personas capaces de conseguir, como en el sermón de la montaña con panes y peces, la multiplicación milagrosa de la fruta. Recordaba que lo trataba como quien estuviera ocultando un secreto militar. Dice que algunos meses después su amigo le confesó que llegó a creer que todo era una trampa para engañar y esclavizar a los alemanes orientales.
¿Pero cuál era el secreto? En realidad ninguno. La historia de las naranjas y los plátanos alemanes es una simple muestra de cómo el mercado es una solución sencilla para un problema complejo. El problema complejo es cómo coordinar millones de decisiones para obtener millones de bienes y servicios que satisfacen millones de necesidades. El mercado es una respuesta asombrosamente sencilla: usa decisiones individuales agregadas a través de un mecanismo llamado sistema de precios. Este sistema envía señales (los precios) que coordinan la producción y suministro de bienes con las demandas de las personas en función a sus escaseces. Todos lo controlan y a la vez nadie lo controla.
Surge así como un orden espontáneo, no planificado por nadie. El problema es cuando se quiere reemplazar ese orden espontáneo por un orden centralizado. Los genios que pueden organizar todo no existen. Es una labor que supera toda capacidad de razonamiento (en especial la de los congresistas que continuamente tienen ideas para reemplazar al mercado). El intento está condenado al fracaso. Es una pena, sin embargo, que repitamos tozudamente el mismo error una y otra vez.
El sistema soviético se derrumbó porque el sistema capitalista encontró una solución menos costosa y efectiva para resolver un problema complejo. Los ex alemanes orientales lo descubrieron de golpe. Por esa misma razón se derrumbará el régimen de Nicolás Maduro que, en su afán de controlar, termina perdiendo todo el control. Y es que, como sentenció Richard Epstein, vivimos en un mundo muy complejo. Y un mundo complejo requiere de soluciones simples.
—Este artículo fue publicado originalmente en El Comercio (Perú) el 5 de agosto de 2017.
Ratas, ranas e insectos, los alimentos para combatir el hambre en Corea del Norte
El problema alcanza a toda la población y hunde sus raíces en la gran hambruna de los años 90.
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En los centros de detención política de Corea del Norte, según el testimonio de un hombre que nació en el Campo 14 y logró escapar, el hambre es la norma. Shin Dong-hyuk le contó al periodista Blaine Harden que en las noches de verano él y otros niños robaban pepinos y peras verdes y los devoraban en el mismo huerto, antes de que los guardias los encontrasen y los golpearan.
«A los guardias, sin embargo, no les importaba si Shin y sus amigos comían ratas, ranas, serpientes e insectos. Abundaban con intermitencia en la extensión que usaba pocos pesticidas y excrementos humanos como fertilizante», escribió Harden en Escape From Camp 14, la historia de Shin.
En las construcciones que comparten cuatro familias, un solo bombillo de luz ilumina —durante las dos horas de luz, de 4 a 5 y de 22 a 23— las cocinas de carbón donde se preparan los 700 gramos de maíz por adulto y los 300 por niño, más algo de col y sal, que se distribuyen por día. Pero si la escasez no fuera razón suficiente, la pelagra es un factor decisivo, en particular durante el invierno: una enfermedad que se deriva de la falta de proteína y de vitamina B3 que provoca debilidad, lesiones en la piel, diarrea y demencia.
«Cazar y asar ratas se convirtió en una pasión para Shin. Las cazaba en su casa, en los campos y en las letrinas. Al caer la tarde se encontraba con sus amigos en su escuela primaria, donde había una parrilla de carbón, y las asaba. Shin les pelaba la piel, descartaba las entrañas y le ponía sal a lo que quedaba», resumió el libro.
La situación de los detenidos es, a la vez que un elemento de control, un problema crónico. «El problema de la comida, como se suele llamar en Corea del Norte, no se limita a los campos de trabajo forzado», escribió Harden. «Ha atrofiado los cuerpos de millones en el país. Los adolescentes que se escaparon del Norte en la década pasada eran 5 pulgadas (casi 13 centímetros) más bajos y pesaban 25 libras (algo más de 11 kilos) en promedio que los que crecían en Corea del Sur».
El servicio militar —un eje de la vida cívica en el país que gobierna Kim Jong-un, y que gobernaron su abuelo y su padre desde el final de la Guerra de Corea— rechaza a la cuarta parte de los conscriptos potenciales debido al retraso mental que es una de las secuelas de la desnutrición infantil.
Las raíces de esta tragedia están en la gran hambruna que se vivió en la década de 1990. El gobierno la denominó «la ardua marcha» y reconoció 220.000 muertes. Los organismos internacionales creen que entre 1995 y 2001, con epicentro en 1996 y 1997, murieron entre 1,2 millones y 2 millones de personas. Las ONG especulan con hasta 3 millones de víctimas del hambre que comenzó con las inundaciones que arruinaron las cosechas de un país que, ya entonces, era pobre.
El diario español El Mundo visitó Hamhung, una de las ciudades más afectadas por aquella hambruna. Hoy «es uno de los principales referentes de la industria norcoreana», y una de las cosas que se fabrican allí lleva la marca de aquellos años: fertilizantes. El impulso a esta producción, que arrastra a la del rendimiento agrícola, «es una de las prioridades de Kim Jong-un, que en su primera alocución pública en abril de 2012 prometió que el país ‘no tendría que apretarse el cinturón de nuevo’, en una clara alusión a la crisis de los ’90«, según el artículo.
Sin embargo, la Organización de las Naciones Unidas (ONU) enfatiza que la mayor parte de los norcoreanos —más de 18 millones de 25— siguen expuestos a la «inseguridad alimentaria». El Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (Unicef) reconoce que el país mejoró desde que en 1998 el 62,3% de los habitantes sufría de malnutrición crónica, pero destacó que todavía uno de cada cuatro niños sufren ese problema y unos 200.000 padecen de malnutrición aguda.
A finales de 1998, en el primer estudio sobre el impacto del hambre en Corea del Norte, Unicef y el Programa Mundial de Alimentos de las Naciones Unidas (PMA) señalaron que el 60% de los menores de siete años presentaban «atrofia física o mental debida a la desnutrición«.
Hasta la década de 1990 Corea del Norte había mantenido la seguridad alimentaria de sus habitantes gracias a la ayuda de Moscú y de Beijing, que terminó con la disolución de la Unión Soviética y la manifestación del disgusto chino por la cepa de comunismo norcoreano. Según los voceros de Pyongyang, se combinaron entonces «tres grandes problemas: las inundaciones seguidas de sequías, que destruyen la poca superficie de Corea del Norte, la desaparición del mercado socialista y el embargo económico de los Estados Unidos».
Entre los años 2008 y 2009, mientras el país realizaba pruebas nucleares, hubo un déficit aproximado de 837.000 toneladas de cereales, según el PMA.
Paradójicamente el hambre ya estructural en Corea del Norte se basa en las ideas Juche, o de «autosuficiencia» —aunque el término coreano implica otras complejidades vinculadas a la autodeterminación—, emblema del nacionalismo que encarnan los Kim. Y que hace a los ciudadanos eternamente dependientes de la ayuda internacional.
“No hay nobleza en la pobreza. He sido rico y he sido pobre. Y ser rico es siempre mejor. Al menos como hombre rico encaro mis problemas”. Se trata de la frase más recordada de la película El Lobo de Wall Street, basada en la historia de Jordan Belford, un inescrupuloso corredor de Wall Street de los años ochenta. La cita me vino a la mente al leer la carta de la Comisión de Patrimonio del PS, donde para justificar las inversiones del partido en diferentes empresas, entre ellas Soquimich, señalan que hacer rendir el dinero para no depender de otros es admirable. “No despilfarrar los dineros, sino administrarlos bien, es de las cosas más revolucionarias que ha hecho el PS”, señalan. O sea, la revolución de capitalismo.
Los comunistas también parecen estar de acuerdo con esto, toda vez que acaban de vender cerca de 100 propiedades en más $3.500 millones. Claro, ellos se defienden diciendo que, a diferencia de sus socios socialistas, no invirtieron en el mercado de capitales, sino en el inmobiliario. Vaya conclusión a la que llegaron. Como si aquello no fuera parte del mercado, del capitalismo. Por favor; es la misma cosa no más.
Yo no los juzgo. Me parece natural. Ellos, en el fondo, quieren ser ricos. Al final, nadie quiere ser pobre, ni siquiera aquellos que detestan a los ricos y que han hecho de la lucha contra el capitalismo su razón de ser. Los que declaran que es el sistema que provoca desigualdad y pobreza. Los que incentivan políticas anticapitalistas, pero para los otros. Porque ellos, cuando tienen que elegir, no dudan en viajar en primera clase, en mandar sus hijos a colegios privados y a invertir sus dineros en el mercado. “Solo el delirio puede condenar que alguien maneje bien su dinero. Que no lo guarde en el colchón para que vaya comiéndoselo de a poco la inflación”, dicen los socialistas. Bueno, ni la Universidad de Chicago ha expresado mejor la esencia del capitalismo.
Si esto es tan bueno, entonces no se entiende porque quieren obligar al resto a ser pobres. O para qué insisten en condenar a quienes lo hacen abiertamente y lo declaran con orgullo. La verdad parece ser una: hay capitalistas de derecha y los hay de izquierda. Pero, entre ambos, hay una diferencia fundamental. Mientras los primeros buscan que todos aprovechen los beneficios del sistema, los segundos quieren que sea sólo para ellos. El resto tiene que vivir la utopía socialista o comunista, aquella que ya sabemos hace más pobre a los países, a la gente.
Por eso, si todos somos capitalistas, yo prefiero apostar a los que lo son de verdad. Los que impulsan el sistema para todos. No a esos que predican una cosa y hacen otra a escondida. Esos que tienen frases anti mercado para la galería, pero que cuidan sus bolsillos de espaldas a la gente. Eso si es inaceptable.
Se puede discutir que ser rico sea mejor que ser pobre. O que no hay nobleza en la pobreza. Pero, concordemos en que esa es una decisión personal. Lo que no tiene nada de noble es condenar a los otros a ser pobres, mientras al mismo tiempo se busca ser rico. Eso no solo es contradictorio; es un engaño.